Últimamente, mi familia vive sumida en una incertidumbre insoportable. Cada llamada telefónica, cada reunión, cada conversación está llena de tensión porque todos sabemos la verdad: mi abuela ha cambiado su testamento otra vez. Lo escribe, lo rompe, lo reescribe, tacha nombres, los vuelve a incluir, lo quema y lo vuelve a redactar. Un día jura que todo será para mi madre, al día siguiente dice que no lo merece y que mejor lo dejará a otro. Nos tiene en vilo, como si le divirtiera vernos desconfiar unos de otros. Como si disfrutara ver cómo la familia se desmorona poco a poco por culpa de su juego macabro.
Yo nunca quise nada de ella. Nunca esperé su herencia, nunca me interesó su dinero. Pero ver cómo ha convertido a nuestra familia en un campo de batalla es algo que me duele más de lo que puedo soportar. Antes estábamos unidos, nos preocupábamos los unos por los otros, compartíamos momentos felices. Ahora, en cambio, nos miramos con recelo, con sospecha. Cada uno se pregunta en silencio: “¿Seguirá mi nombre en el testamento o ya me ha tachado también?” Y mi abuela… ella observa desde su trono, con una sonrisa de satisfacción.
Siempre fue una mujer difícil. Exigía respeto, pero jamás lo devolvía. Hablar con ella no era conversar, era pasar un interrogatorio. Nunca aceptaba otras opiniones, nunca escuchaba razones. Y con los años, solo se volvió más dura, más amargada. Cada visita terminaba con las mismas frases:
“Me habéis olvidado.”
“Estoy sola, a nadie le importa.”
“Cuando muera, ya será tarde para arrepentirse.”
Pero, ¿cómo puedes cuidar de alguien que solo sabe alejar a los demás?
Mi madre pasó toda su vida intentando ser una buena hija. Le enviaba dinero, la visitaba cuando podía, la ayudaba en todo lo que necesitaba. ¿Y mi abuela? Lo tomaba todo sin agradecer, como si fuera su derecho. Como si la familia existiera solo para servirle. Nunca dijo un “gracias”. Nunca. Desde niño entendí que discutir con ella era inútil. Siempre tenía razón, y si no estabas de acuerdo con ella, te convertías en su enemigo.
El único que alguna vez supo controlarla fue mi abuelo. Solo él tenía la paciencia suficiente para calmarla, para detener sus arranques de furia. Pero cuando él murió, nada la contuvo más. Al principio fingió estar devastada, repitiendo que su vida ya no tenía sentido. Pero no tardó en transformarse en otra cosa. Su tristeza se convirtió en ira.
Si ella sufría, todos debíamos sufrir con ella.
El primero en recibir su veneno fue mi tío, el hermano de mi madre. Nunca dependió de ella, nunca le pidió nada. Tenía su propia casa, su propio trabajo, su propia vida. Y quizás por eso ella no pudo soportarlo. No tenía poder sobre él. No podía controlarlo. Así que decidió destrozarlo de otro modo. Durante años, lo menospreció, le recordó cada error que había cometido, lo hizo sentir culpable por cosas absurdas.
Aun así, él siguió visitándola. Quizás por respeto. O tal vez por lástima.
Pero era cuestión de tiempo.
Cada conversación terminaba en discusión.
Cada visita se convertía en una tortura.
Y lo más absurdo de todo…
¡Él ni siquiera quería su herencia! No le interesaba el dinero de mi abuela, no necesitaba nada de ella. Pero un día, sin previo aviso, ella lo llamó solo para decirle:
“No recibirás ni un solo centavo. Así lo he decidido.”
Esa fue la última vez que hablaron.
Nunca volvió a llamarla. Y lo entiendo perfectamente.
Después le llegó el turno a mi madre.
Una noche, mi abuela la llamó con una voz débil, temblorosa.
“Estoy mal,” susurró. “Nadie se preocupa por mí. Estoy completamente sola.”
Mi madre se asustó. Sin dudarlo, le envió dinero para que comprara lo que necesitara, para que no le faltara nada.
Pero mi abuela no quería dinero.
Quería que mi madre abandonara todo – su trabajo, su casa, su familia – y se fuera a vivir con ella para cuidarla.
Mi madre no podía hacerlo. Intentó explicárselo, con ternura, con paciencia.
Y ahí comenzó la tormenta.
Mi abuela empezó a gritar.
La llamó desagradecida.
Una hija sin corazón.
Una vergüenza para la familia.
Mi madre intentó calmarla, pero era imposible. Mi abuela le colgó el teléfono y pasó meses sin dirigirle la palabra.
Aun así, mi madre nunca dejó de preocuparse por ella. Seguía enviándole dinero, seguía asegurándose de que no le faltara nada.
Y entonces, un día, mi abuela anunció:
“He tomado una decisión. Todo lo que tengo será para ti.”
Escribió un nuevo testamento. Se lo mostró incluso a mi madre.
Pero nosotros sabíamos la verdad.
Sabíamos que no duraría.
Y tuvimos razón.
Unos meses después, otra pelea. El testamento fue destruido. Escribió uno nuevo. Con nombres diferentes. Con personas con las que aún no se había peleado. Pero era solo cuestión de tiempo.
Y entonces llegó mi turno.
Durante mucho tiempo, traté de ignorarla. Dejé pasar sus comentarios hirientes, sus indirectas envenenadas. Me decía a mí mismo que era solo una anciana sola y amargada.
Pero un día me atacó directamente.
Y algo dentro de mí se rompió.
Tomé el teléfono y le dije la verdad.
Le dije que se acabó.
No me importaba el testamento. No me importaba la casa, ni el dinero. Podía dejarlo todo a quien quisiera.
Porque yo no quería nada de ella.
No le debía nada.
Y en ese momento, por primera vez en años, me sentí libre.
No me importaba quién se quedaría con su herencia.
No me importaba quién se pelearía por sus bienes.
Finalmente, entendí algo:
Nunca fui su heredero.
Fui su prisionero.
Pero ahora, al fin, soy libre.