**Mi diario:**
Nunca imaginé que la hija de mi marido de su primer matrimonio llegaría a ser tan mía como lo es ahora.
Cuando supe de su divorcio, pensé: “Vaya, lo típico, diferencias irreconciliables”. Pero cuanto más ahondaba en el pasado de Andrés, más me admiraba de cómo había soportado todo lo que vivió. Su primera esposa, Estefanía, no tenía ni idea de llevar un hogar. No cocinaba, no limpiaba, solo se interesaba por su móvil y sus uñas. Sobrevivían con comida precocinada del súper y algún que otro pedido de algún restaurante. Al final, Andrés se resignó y empezó a cocinar él mismo después del trabajo. Pero cuando se mudó su suegra con ellos, todo se derrumbó. La familia se rompió por completo.
Conocí a Andrés cuando ya llevaba un año viviendo solo, y su pequeña Lucía acababa de cumplir seis años. Él estaba nervioso: “¿Cómo serán nuestras relaciones?”. Pero yo ya lo tenía claro: si queríamos estar juntos, debía aceptar tanto su pasado como a Lucía. Al principio, solo hablábamos de ella, le elegíamos regalos juntos. No la conocí en persona hasta después de nuestra boda, pero me enamoré de esa niña desde el primer instante. Alegre, vivaracha, con unos ojos llenos de luz… se coló en mi corazón sin pedir permiso.
Tu cumpleaños lo celebramos todos juntos. Después vinieron las vacaciones, los paseos por el Retiro, las películas en el sofá… Lucía pasaba casi todo su tiempo libre con nosotros. Su madre no protestaba: trabajaba mucho, llegaba agotada, y la abuela de la niña asumía cada vez más el control de la casa. Y lo cierto es que así era mejor. Andrés y yo empezamos a planear nuestra vida sabiendo que Lucía era ya parte de nuestra familia.
Pero unos meses después, la realidad nos dio un aldabonazo. Me di cuenta de que Lucía no tenía ni idea de las tareas domésticas. No recogía su plato, no sabía prepararse ni siquiera un té. Ni siquiera encendía el hervidor. Aguante en silencio, no quería crear tensiones. Andrés, viendo mi cansancio, se ponía a cocinar y poner la mesa. Pero sabía que esto no podía seguir así. No íbamos a criarla para la vida si lo hacíamos todo por ella.
Un día se me acabó la paciencia. Después de cenar, le pedí que lavara su plato. Me miró como si le hubiera pedido escalar el Teide. Entonces le solté todo de golpe, con dureza. Horas después, me di cuenta de que había sido demasiado. Hablamos, me disculpé. Y entonces algo cambió entre nosotras. Por primera vez, Lucía no me miró como a una extraña, sino como a alguien que de verdad se preocupaba por ella.
Poco después llegó el momento decisivo. Salí de casa, Andrés estaba trabajando, y Lucía se quedó sola. Quiso sorprendernos cocinando pollo. Como no encontró uno entero, usó pechugas. Echó toda la sal que encontró en la cocina… Cuando volví, el caos era absoluto, y la comida, incomible. Exploté. Le grité y la mandé a comprar sal. Regresó con un saco de diez kilos. Aquella niña pequeña, con aquel peso en las manos, me partió el alma. Entonces lo entendí: estaba intentándolo. Intentaba ser parte de esta familia.
Desde entonces, la tomé bajo mi protección. Empezamos a cocinar juntas. Al principio fue torpe, pero ahora ya prepara la cena sin ayuda. En casa de su madre, comparte la cocina con su abuela. Cocina, limpia, ayuda.
Hace poco, nuestro hijo cumplió un año. Y fue Lucía quien horneó unas galletas con su nombre. Me las dio, tímida, y se me llenaron los ojos de lágrimas. No de ternura, sino de orgullo. Porque entendí que todo había valido la pena.
Esa niña no es solo la hija de mi marido. Es mía. De sangre, de corazón, de alma.
Sé que hay mil historias de madrastras y hijastras que nunca se entendieron. Pero la nuestra es diferente. Hubo errores, lágrimas… pero ahora tenemos confianza, respeto y amor. ¿Y qué más necesita una familia?







