José Martínez jamás había hecho un regalo a su mujer, con la que llevaba veinte años de matrimonio. La verdad es que nunca se le había ocurrido. Con Lola se casaron rápido, un mes después de conocerse. Incluso los noviazgos fueron breves y sin detalles. Iba al pueblo donde ella vivía, le silbaba bajo la ventana, y salía corriendo de casa para sentarse juntos en el banco de la plaza hasta medianoche, hablando poco pero disfrutando del silencio.
La primera vez que la besó fue cuando ya la había pedido en matrimonio. Se celebró la boda, y empezó la vida con sus rutinas. José se convirtió en un buen granjero: vacas, gallinas, cerdos… Lola, por su parte, tenía la huerta más envidiable del pueblo. Luego vinieron los niños: pañales, camisitas, gripes… ¿Regalos? Ni tiempo para dormir. Las fiestas pasaban como tantas otras comidas familiares, nada especial. Así transcurría su vida, sencilla, tranquila, aunque agotadora.
Un día, José fue con su vecino al mercado de Toledo a vender patatas y chorizo. Había reordenado la despensa y decidió deshacerse del excedente. Además, el chorizo no iba a durar eternamente, y pronto tendrían cerdo fresco. Allí estaba, en el puesto, con un frío ligero que olía a primavera. Para su sorpresa, todo se vendió rápido. El chorizo voló, y las patatas parecían oro en polvo. *”Buena tajada he sacado—pensó alegre—, Lola se pondrá contenta.”*
Dejó los sacos en la furgoneta del vecino y se fue de compras. Lola le había encargado algunas cosas. Por costumbre, pasó primero por el bar de la esquina a celebrar el buen negocio con un chato de vino. No era un borracho, pero tenía la firme creencia de que si no brindaba un poco, la próxima vez le iría mal. Con el ánimo animado, caminó por la calle bulliciosa, mirando escaparates y gente.
Hasta que su mirada tropezó con una escena: una pareja joven frente a una boutique. La chica, fresca como una rosa, miraba embelesada un vestido en el maniquí.
—Elena, vámonos, ¿qué haces ahí plantada?
—Mira qué preciosidad, me queda de maravilla.
—Bah, tonterías.
—Eres un zoquete, Miguel. ¡Es lo último! ¡Retro chic! Cómpramelo para el Día de la Madre, ¿vale?
—Elena, sabes que no nos llega. Si lo compro, viviremos a pan y cebolla hasta junio.
—Nos apañaremos, cielo. Llevamos un año casados y ni un detalle en Navidad.
—¡Ay, mujer!—El chico, al notar la mirada de José, le hizo un gesto de *”ya sabes cómo son”* antes de dejarse arrastrar hacia la tienda.
Minutos después, salieron. Ella reía, abrazada a su marido, feliz como una perdiz. José se quedó pensativo. Observó el vestido: sencillo, de flores, como el traje de volantes que Lola usaba en sus citas. Algo se removió en su pecho. ¿Nostalgia? ¿Envidia? De pronto, pensó: *”Nunca le he regalado nada a mi Lola. Siempre estaba ocupado, o me parecía un capricho. Pero este Miguel está dispuesto a pasar hambre por verla sonreír. ¿Y yo? ¿La quiero? Antes creía que sí. Luego todo se volvió rutina. Vaya tristeza.”*
Entró decidido en la tienda. La dependienta, una chavala, se acercó:
—¿En qué puedo ayudarle?
—Necesito ese vestido del escaparate.
—¡Oh, es una pasada! Seda pura, estilo retro. Su hija lo adorará.
—Es para mi mujer—gruñó José.
—¡Qué encanto!—envolvió el paquete con entusiasmo.
Cuando le dijo el precio, José casi se desploma.
—¿Tan caro?
—Es de diseñador—explicó ella.
Vaciló, pero recordó la sonrisa de Elena. *”Al diablo.”* Pagó y salió con su tesoro, justo cuando llegaba el vecino.
—¿Qué tal? ¿Mucha ganancia?
—¿A ti qué te importa?—bufó José, inesperadamente hosco.
Al llegar a casa, Lola aún no había vuelto de la granja. José repartió pienso, limpió el establo y removió el puré para los lechones. Pero algo le escocía. *”He hecho algo bueno, ¿no? Entonces, ¿por qué me remuerde la conciencia?”* Se sirvió dos copas de orujo para calmar los nervios.
Lola entró con cara de pocos amigos.
—¿Te has sentado ya? ¿Cómo te fue?
—Bien. Ahí está el dinero.
Ella contó los billetes.
—Poco falta. ¿Te han timado?
—No, es que…—señaló el paquete.
Lola sacó el vestido, frunciendo el ceño.
—¿Esto para quién es? ¿Para Marisol? Le quedará grande.
—Es para ti—dijo José, repentinamente tímido—. Por el Día de la Madre.
—¿Para mí?—parpadeó, incrédula—. ¿En serio?
—Claro, mujer—se animó él, aliviado al no recibir una reprimenda.
—Ay, José—sollozó Lola, corriendo a probárselo.
Regresó a los diez minutos, con los ojos húmedos.
—No me cierra. Estoy como una foca.
—Pero si era igual al que llevabas cuando nos sentábamos en la plaza…
—Tontorrón—rió entre lágrimas—, han pasado veinte años.
—Es que al ver las flores, recordé aquellas noches. Tú, tan delgadita, y las estrellas como migas de pan en el cielo.
Se quedaron callados, sumergidos en memorias, hasta que Marisol irrumpió:
—¿Por qué estáis a oscuras?—Encendió la luz y vio el vestido—. ¡Madre mía! ¿De dónde ha salido esto?
Lola miró a José.
—Es tuyo, mocosa. Tu padre lo trajo.
—¡Te quiero, papá!—dio un beso volado y salió disparada. Regresó pavoneándose—. ¡Es mi talla exacta!—y se esfumó antes de que protestaran.
Los pequeños recibieron turrones y golosinas. Esa noche durmieron como troncos.
A la mañana siguiente, Lola lo despertó con una caricia.
—Levántate, José. El desayuno está listo.
Él la miró, aturdido por la ternura en sus ojos.
—¿Ya es de día? Pues… felicidades, mujer.
—Tú me diste el regalo ayer. Gracias.
Desayunaron en silencio, pero con una paz que no sentían desde hacía años. Ojalá les quedaran muchos días así.