Nunca es tarde para empezar

—Madre, ¿pero te has vuelto loca?

Las palabras de su hija golpearon a Lidia como un puñetazo en el estómago. Un dolor agudo, punzante. Sin decir nada, siguió pelando patatas con manos temblorosas.

—¡Ya somos el hazmerreír del barrio! ¡Si fuera padre, todavía se entendería, pero una madre! ¡Una mujer! ¡La guardiana del hogar! ¿No te da vergüenza?

Una lágrima rodó por la mejilla de Lidia, luego otra… pronto fue un torrente silencioso, mientras su hija seguía escupiendo veneno.

Constantino, su marido, estaba hundido en una silla, los hombros caídos, el labio inferior tembloroso.

—¡Papá está enfermo! ¡Necesita cuidados! —Kiko sollozó—. ¿Es así como se comporta una esposa? ¡Él te dio su juventud, criaron a una hija juntos! ¿Y ahora qué? ¿Te largan cuando las cosas se ponen feas? ¡No, cariño, así no se hacen las cosas!

—¿Y cómo se hacen, entonces? —preguntó Lidia con voz fría.

—¿Cómo? ¡¿Te estás burlando?! ¡Míralo, papá…! ¡Se está riendo de nosotros!

—Tania, me tratas como si fuera tu peor enemiga, no tu madre… Qué repentino amor por tu padre.

—¡Mamá! ¡Deja de hacerte la víctima! ¡No aguanto más! Voy a llamar a la abuela, que ella te ponga en tu sitio… ¡Qué vergüenza!

—¿Sabes qué? —Tania se giró hacia su padre, histérica—. Iba saliendo de la universidad y los vi… paseando por el parque, del brazo. Él le recitaba poemas, ¿verdad, mamá? ¿De amor, supongo? ¡Qué romántico!

—Eres cruel, Tania. Cruel y tonta. Demasiado joven para entender…

—¡Ni siquiera te arrepientes! ¡Basta! Llamo a las abuelas, a las dos… ¡Que vengan y te den una lección! ¡Papá y yo ya no podemos más!

Lidia se enderezó, alisó los pliegues de su bata y sacudió motas de polvo imaginarias. Se levantó.

—Muy bien, queridos míos, me voy.

—¿Adónde, Lidita?

—Me voy de casa, Kiko.

—¿Cómo que te vas? ¿Y yo? ¿Qué será de mí?

Tania, mientras tanto, hablaba a gritos por teléfono, lanzando miradas asesinas a su madre.

—¡Taaaaanita! —Kiko gimió como en un velorio—. ¡Taniaaaa!

—¿Qué? ¿Qué pasa, papá? ¿El dolor de espalda? ¿Dónde te duele?

—¡Ay, ay…! Tu madre… dice que se va.

—¿Que se va? ¿Adónde? ¡Madre! ¿Qué locura es esta a tu edad?

Lidia sonrió con amargura. Empezó a meter sus cosas en la maleta con movimientos precisos. Hacía tiempo que quería irse, pero entonces Kiko enfermó… su ciática empeoró, pobrecito, cómo se quejaba, cómo gemía…

—Lidia… creo que tengo una hernia…

—La resonancia no mostró nada.

—¡Bah, esos médicos no saben nada! ¡Te ocultan la verdad!

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Para sacarte más dinero. Al Pepe del trabajo le pasó igual… primero ciática, pomadas, pastillas, y luego… ¡pum! ¡Hernia discal! Y de las gordas.

Esa vez, Lidia no se fue. No pudo abandonar al pobre hombre.

Pero ahora…

—¿Cuánta vida te queda, Lidita? —la voz de su amiga Lisa resonó en su cabeza—. Trabajas como una esclava para ellos. ¿Qué bien te ha hecho tu Kiko? ¡Nada! —golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¡Se pasó la juventud de juerga! ¡Como un perro en celo! ¿No recuerdas a aquella… la peluquera? ¡Cómo se llamaba…!

—Milagros.

—¡Eso! La Milagros, más falsa que un billete de tres euros. ¡La traía a casa! Tú currando en dos trabajos y él, tirado en el sofá. Si Kiko necesitaba un sanatorio, volaba a la costa. ¿Y Lidia? Al huerto de la suegra, o al de tu madre… Y que a los cuarenta arrastres la pierna, ¿qué más da?

—Bueno, Lisa… —intentó justificarse Lidia—. Es que Kiko…

—¿Qué? ¿Está hecho de otra pasta? ¡Ah, claro! ¡Es hombre, animal sagrado! Mira a otros, cómo se parten las cejas por sus familias… ¡y tú aquí, matándote!

—Lisa… —Lidia la miró con timidez—. Siempre quise preguntarte… parece que no soportas a Kiko. Como si te hubiera hecho algo. Nunca vienes a las reuniones familiares…

La pregunta flotó en el aire. Lidia contuvo el aliento. ¿Y si Lisa confesaba que hubo algo entre ellos?

—Bueno, te lo diré…

Lidia se encogió.

—No tengo motivos para querer a tu enano, ¿entiendes? Nunca olvidaré cómo me manoseó con sus zarpas sudorosas.

¿Recuerdas? En aquella época dormía como un tronco. Celebrábamos su cumple en la casa del pueblo, me acosté en tu habitación… Me desperté sin aire. Él me tapaba la boca con una mano y con la otra me tocaba… ¡Hasta el sujetador me levantó!

Arañé su cara hasta hacerle sangre. Dijo que se lo había hecho un gato callejero. ¿Y lo peor? ¡Tu suegra estaba en la cama de al lado, viendo todo! Luego me echó la culpa: «Tú lo provocaste».

Amenacé con contártelo, y se rió: «No te creerá. Diré que fuiste tú quien buscó a mi Kiko».

Me fui ese mismo día. No quise destrozar tu matrimonio… estabas embarazada de Tania.

Por eso evito estar cerca de él. Mi Miguel lo mataría si se entera. Y yo… no quiero perder tu amistad.

Finalmente, salió la verdad.

Lidia calló. ¿Cuánto había soportado su amiga? Hacía tiempo que empezaba a ver claro. Observaba cómo trataban otros maridos a sus mujeres.

Casadas de verdad.

—Tengo que consultarlo con mi Antonio, mi Juan, mi Carlos… —oía decir a las vecinas.

Presumían de regalos, de viajes… En casa de Lidia, la única foto familiar era la del cumple de Kiko.

Intentó recordar… ¿algún regalo especial de su marido?

Ah, sí. La aspiradora. La vaporera, porque a Kiko le encantan los buñuelos. Un perfume… de la vitrina de la suegra, más viejo que Matusalén.

Tres tulipanes y una ramita de mimosa por el 8-M. Una rosa en su cumpleaños.

¿Cómo había desperdiciado su vida?

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—¿Antes? ¡Si eras la mártir perfecta! Gastritis de Kiko, patinaje de Tania, la casa—Pero ahora —susurró Lidia, cerró la maleta con un golpe seco y salió—, ahora empiezo a vivir.

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