Nunca amé a mi esposa y se lo dije en más de una ocasión. La culpa no era suya, vivíamos de forma bastante aceptable.
Me llamo Andrés Velasco, vivo en Ávila, donde Castilla y León guarda sus recuerdos de antaño y sus días grises. Nunca amé a mi esposa, Beatriz, y más de una vez le arrojé esta verdad amarga a la cara. Ella no lo merecía jamás; nunca hizo escenas ni se quejaba, siempre fue cariñosa, atenta, casi una santa. Pero mi corazón permanecía helado, como el hielo en el Tormes durante el invierno. No había amor, y eso me carcomía por dentro.
Cada mañana despertaba con un solo pensamiento: irme. Soñaba con encontrar a una mujer que encendiera una llama en mi interior, a quien pudiera respirar. Pero el destino me jugó una mala pasada, dándole la vuelta a todo de tal manera que aún no logro recuperarme. Con Beatriz me sentía cómodo, como en un viejo sillón. Llevaba la casa de manera impecable, era tan guapa que los transeúntes se giraban al verla, y los amigos me daban palmadas en la espalda: “¿Dónde encontraste a alguien así, suertudo?” Yo mismo no entendía cómo había merecido su lealtad. Un hombre común, sin mayores características, y ella me amaba como si yo fuera todo su mundo. ¿Cómo es eso posible?
Su amor me ahogaba. Aún peor era la idea de que, si me iba, otro la acogería. Alguien más exitoso, más atractivo, más rico: alguien que apreciaría lo que yo no veía. Cuando la imaginaba en otros brazos, mi mente se nublaba de ira. Ella era mía, aunque nunca la amé. Ese sentimiento de posesión era más fuerte que yo, más fuerte que la lógica. Pero, ¿se puede vivir toda una vida con alguien a quien el corazón no responde? Pensé que podría, pero me equivoqué; dentro de mí se gestaba una tormenta que no podía contener.
“Mañana le diré todo”, decidí al acostarme. Por la mañana, durante el desayuno, reuní el valor restante. “Beatriz, siéntate, tenemos que hablar”, comencé, mirando sus ojos tranquilos. “Claro, querido, ¿qué pasa?” respondió ella con su habitual suavidad. “Imagina que nos divorciamos. Me voy, vivimos por separado…” Ella se rió, como si estuviera bromeando: “¿Qué fantasías tan extrañas? ¿Es un juego?” “Sigue escuchando, hablo en serio”, la interrumpí. “Está bien, lo imagino. ¿Y luego?” preguntó aún sonriendo. “Dime sinceramente: ¿encontrarás a alguien más si me voy?” Ella se quedó inmóvil. “Andrés, ¿qué te pasa? ¿Por qué piensas en eso?” había preocupación en su voz. “Porque no te amo y nunca te amé”, solté, como un golpe.
Beatriz palideció. “¿Qué? ¿Estás bromeando? No entiendo nada”. “Quiero irme, pero la idea de que estés con alguien me vuelve loco”, mi voz temblaba de tensión. Ella guardó silencio y luego, con una triste sabiduría, dijo suavemente: “No encontraré a alguien mejor que tú, no te preocupes. Vete, yo me quedaré sola”. “¿Lo prometes?” se escapó de mis labios. “Por supuesto”, asintió mirándome a los ojos. “Espera, ¿pero a dónde voy?” me quedé perplejo. “¿No tienes adónde?” se sorprendió. “No, hemos estado juntos toda la vida. Parece que tendré que quedarme cerca”, murmuré sintiendo que el suelo se desvanecía bajo mis pies. “No te preocupes”, respondió Beatriz. “Después del divorcio, dividiremos el piso en dos más pequeños”. “¿En serio? No esperaba que me ayudaras tanto. ¿Por qué?” pregunté, atónito. “Porque te amo. Cuando amas, no retienes a la fuerza”, sus palabras sonaron como una sentencia.
Pasaron varios meses. Nos divorciamos. Luego me llegaron rumores: Beatriz había mentido. Encontró a otro, alto, seguro, con una sonrisa amable. El apartamento que heredó de su abuela ni pensaba en dividirlo. Me quedé sin nada: sin hogar, sin familia, sin fe en las personas. La traición se reveló como una puñalada por la espalda, y aún escucho su voz: “Me quedaré sola”. Mentira. Fría, calculada mentira, y yo lo creí como un idiota.
¿Cómo confiar en las mujeres ahora? No lo sé. Mi vida con ella era cómoda, pero vacía, y ahora ni eso tengo. Estoy en una habitación alquilada, mirando la pared, y repaso aquella conversación. Su calma, sus palabras, todo fue una máscara. Los amigos dicen: “Tú mismo tienes la culpa, Andrés, ¿qué esperabas?” Y tienen razón. No la amaba, pero quería tenerla cerca, como objeto. Y ella se fue, dejándome en una soledad que tanto temía. Tal vez esta sea mi penitencia, por el frío, por el egoísmo, por no valorar su corazón. Ahora estoy solo, y el silencio a mi alrededor corta más que su ausencia. ¿Qué piensas de mi acción? No sé quién fue más tonto aquí, si yo o ella.