Nunca quise a mi esposa y se lo dije más de una vez. La culpa no era suya — convivíamos con aparente normalidad.
Me llamo Javier Martínez, vivo en Toledo, donde las cicatrices de la guerra civil y el gris de lo cotidiano se funden en las piedras. Nunca amé a Lucía, mi mujer, y se lo escupí como veneno en incontables ocasiones. Ella no lo merecía — jamás alzó la voz, ni reprochó, siempre serena, entregada, casi beatífica. Pero mi alma permanecía fría como el cauce del Tajo en enero. La ausencia de amor me carcomía por dentro.
Cada mañana despertaba con un único propósito: marcharme. Anhelaba encontrar a una mujer que encendiera algo en mí, que me hiciera sentir vivo. El destino, sin embargo, me burló con crudeza, volviendo todo del revés hasta dejarme sin aliento. Con Lucía había comodidad, como un sillón desgastado pero familiar. Ella llevaba la casa con pulso firme, lucía una belleza que hacía volver cabezas en la calle, y mis amigos murmuraban: «¿Dónde encontraste a esta joya, afortunado?». Yo mismo ignoraba qué virtud atraía su devoción. Un hombre corriente, sin méritos, y ella me amaba como si fuese su universo entero. ¿Cómo era posible?
Su entrega me asfixiaba. Peor aún: si me iba, otro la tomaría. Alguien mejor, más gallardo, con más pesetas en el bolsillo — alguien que valorara lo que yo desdeñaba. Al imaginarla en brazos ajenos, la rabia nublaba mi juicio. Era mía — aunque jamás la hubiese querido. Ese instinto de posesión me superaba, ahogando la razón. ¿Puede uno vivir décadas junto a un corazón mudo? Creí poder, pero me equivoqué — una tormenta crecía dentro, imparable.
«Mañana se lo diré», juré al acostarme. Con el desayuno, reuní valor. «Lucía, siéntate. Debemos hablar», inicié, clavando la mirada en sus ojos tranquilos. «Claro, cariño, ¿qué ocurre?», respondió ella, dulce como siempre. «Imagina que nos divorciamos. Me voy, vivimos separados…». Soltó una risa ligera, como si fuese un juego: «¿Qué fantasías son estas?». «Escucha, hablo en serio», corté secamente. «Vale, ya me imagino. ¿Y?», preguntó, aún sonriente. «Dime la verdad: ¿buscarías a otro si me marcho?». Se quedó inmóvil. «Javier, ¿qué te pasa? ¿Por qué piensas eso?», su voz tembló levemente. «Porque no te quiero y nunca te quise», solté, afilado como navaja.
Palideció. «¿Qué dices? ¿Es broma? No entiendo…». «Quiero irme, pero pensar que estarás con otro me enloquece», confesé, temblando. Calló un instante, luego murmuró con tristeza antigua: «Nadie superará lo que fuiste. Vete, yo me quedaré sola». «¿Lo juras?», exigí. «Sí», asintió, sosteniendo mi mirada. «Espera… ¿adónde iré yo?», balbuceé, confundido. «¿No tienes dónde?», inquirió, sorprendida. «No, siempre vivimos juntos. Supongo que… deberé quedarme cerca», musité, sintiendo el suelo ceder. «Tranquilo — respondió ella —. Tras el divorcio, dividiremos el piso en dos». «¿Y aceptas? ¿Por qué?», pregunté, desconcertado. «Porque te amo. Y quien ama no ata», sentenció.
Pasaron meses. Firmamos el divorcio. Luego supe la verdad: Lucía mintió. Tenía a otro — alto, seguro, de sonrisa fácil. El piso heredado de su abuela nunca se dividió. Me quedé sin hogar, sin familia, sin fe. La traición llegó como puñalada, y aún escucho su voz: «Me quedaré sola». Mentira. Fría y calculada, y yo, necio, la creí.
¿Cómo confiar ahora? No lo sé. Mi vida con ella era cómoda, pero vacía; ahora ni eso existe. En una habitación alquilada de Lavapiés, contemplo la pared y repaso aquella conversación. Su calma, sus palabras — todo fue máscara. Los amigos dicen: «Es tu culpa, Javier, ¿qué esperabas?». Tienen razón. No la amé, pero quise poseerla como objeto. Ella se fue, dejándome la soledad que tanto temí. Quizá es mi castigo — por el hielo, el egoísmo, por no valorar su corazón. Ahora estoy solo, y el silencio duele más que su ausencia. ¿Qué opináis de mi historia? Ni yo sé quién fue más insensato — ella o yo.