Nunca amé a mi esposa y se lo dije más de una vez: la culpa no fue de ella, simplemente convivíamos.

Nunca amé a mi esposa y se lo dije en más de una ocasión. La culpa no era suya; nuestra vida era bastante llevadera.

Me llamo Antonio López y vivo en Salamanca, donde Castilla y León guarda sus cicatrices de historia y sus días grises. Nunca amé a mi esposa, Carmen, y más de una vez le solté esta amarga verdad. Ella no merecía eso: nunca armó escenas, ni me reprochó, siempre fue dulce, atenta, casi santa. Pero mi alma permanecía helada, como la nieve en la Sierra de Béjar en invierno. No había amor, y eso me corroía por dentro.

Cada mañana me despertaba con un solo pensamiento: irme. Soñaba con encontrar a una mujer que encendiera el fuego en mí, alguien por quien pudiera respirar. Pero el destino jugó una broma cruel, dándole la vuelta a todo de tal manera que aún no consigo recuperarme. Con Carmen me sentía cómodo, como en un viejo sillón. Llevaba la casa de manera impecable, su presencia giraba cabezas, y los amigos me daban palmaditas en la espalda diciendo: “¿Dónde conseguiste a una mujer así, afortunado?” Ni yo mismo entendía dónde merecía su devoción. Un tipo ordinario, sin nada especial, pero ella me amaba como si fuera su mundo entero. ¿Cómo era eso posible?

Su amor me asfixiaba. Y peor aún era la idea de que si me iba, alguien más la encontraría. Alguien más exitoso, más guapo, más rico, alguien que apreciaría lo que yo no veía. Cuando la imaginaba en los brazos de otro, la ira me nublaba la razón. Ella era mía, aunque nunca la hubiera amado. Ese sentido de propiedad era más fuerte que yo, más fuerte que la razón. Pero, ¿se puede vivir toda la vida con alguien a quien el corazón ignora? Pensé que sí, pero me equivoqué; dentro de mí había una tormenta creciendo que no podía contener.

“Mañana le contaré todo”, decidí al irme a dormir. Por la mañana, en el desayuno, reuní el valor que tenía. “Carmen, siéntate, tenemos que hablar”, empecé, mirando sus ojos tranquilos. “Claro, querido, ¿qué sucede?” respondió con su habitual suavidad. “Imagina que nos divorciamos. Me voy, vivimos por separado…” Ella se rió, como si estuviera bromeando: “¿Qué fantasías tan extrañas? ¿Es un juego?” “Escucha, hablo en serio”, la interrumpí. “Bien, lo imagino. ¿Y luego?” preguntó ella, todavía con una sonrisa. “Dime sinceramente: ¿encontrarás a otro si me voy?” Se quedó helada. “Antonio, ¿qué te pasa? ¿Por qué piensas en eso?” Su voz tenía una nota de preocupación. “Porque no te amo y nunca te he amado”, solté, como un golpe.

Carmen se puso pálida. “¿Qué? ¿Estás bromeando? No entiendo nada”. “Quiero irme, pero la idea de que estés con alguien más me vuelve loco”, mi voz temblaba de tensión. Ella calló un momento, y luego dijo en voz baja, con una sabiduría triste: “No encontraré a alguien mejor que tú, no te preocupes. Vete, me quedaré sola”. “¿Lo prometes?” me escapó. “Claro”, asintió ella, mirándome a los ojos. “Espera, ¿a dónde voy a ir?” me perdí. “¿No tienes a dónde?” se sorprendió. “No, hemos vivido juntos toda la vida. Parece que tendré que quedarme cerca”, murmuré, sintiendo que el suelo desaparecía bajo mis pies. “No te preocupes”, contestó Carmen. “Después del divorcio, repartiremos el piso en dos más pequeños”. “¿En serio? No esperaba que me ayudaras así. ¿Por qué?” pregunté, aturdido. “Porque te amo. Cuando amas, no fuerzas a nadie”, sus palabras sonaron como una sentencia.

Han pasado varios meses. Nos divorciamos. Luego me llegaron rumores: Carmen había mentido. Encontró a otro: alto, seguro, con una sonrisa amable. El piso que recibió de su abuela ni pensó en dividirlo. Me quedé sin nada: ni casa, ni familia, ni fe en la gente. La traición se reveló como una puñalada en la espalda, y sigo escuchando su voz: “Me quedaré sola”. Mentira. Fría, calculadora mentira, y yo lo creí, como un necio.

¿Cómo puedo ahora confiar en las mujeres? No lo sé. Mi vida con ella era cómoda, pero vacía, y ahora ni eso tengo. Me siento en una habitación alquilada, mirando la pared, recordando aquella conversación. Su calma, sus palabras, todo fue una máscara. Los amigos dicen: “Tú mismo lo provocaste, Antonio, ¿qué esperabas?” Y tienen razón. No la amaba, pero quería tenerla como una pertenencia. Y ella se fue, dejándome en una soledad que tanto temía. Quizá sea mi castigo: por la frialdad, por el egoísmo, por no valorar su corazón. Ahora estoy solo, y el silencio que me rodea duele más que su partida. ¿Qué piensas de mi acción? Ni siquiera yo sé quién es el más tonto aquí, ¿yo o ella?

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Nunca amé a mi esposa y se lo dije más de una vez: la culpa no fue de ella, simplemente convivíamos.