«Nunca abandones a un anciano»: la historia de un padre que, pese a haberlo perdido todo, aún espera el perdón

En la penumbra de un sueño extraño, la carta de un padre emergió del olvido.

Antonio llegó a casa de su madre sin avisar.
—Hijo, ¿por qué no llamaste antes? —preguntó Carmen, sorprendida al verlo en el umbral.
—Estaba por el barrio y quise verte —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Pasa, voy a prepararte un café —dijo ella, haciéndole un hueco.

Se sentó en la cocina, pero su mirada no estaba tranquila.
—Antoñito, ¿qué te pasa? —preguntó Carmen, notando su inquietud.
—Mamá, mi padre me ha escrito… —susurró él, tendiéndole el móvil.
Ella leyó el mensaje y sintió que el frío le recorría la espalda.

*”Hijo, necesitamos hablar en serio. Ven a mi casa el sábado. Trae a tus hermanos. Es por lo de la herencia. Tu padre.”*

Hacía años, Carmen había llegado al trabajo con los ojos rojos. Sus compañeras no entendían al principio, pero ella, secándose las lágrimas, confesó:
—Mi marido nos ha cambiado por una mujer más joven.

—¡Pero si llevabais toda la vida juntos! ¿Cómo es posible?
—Yo tampoco me lo creía. Dijo que hacía tiempo que no me veía como mujer. Solo como la madre de sus hijos, una vecina. Ni esposa, ni amor. Quería el divorcio.

—¿Tal vez lo asfixiabas? A los hombres no les gusta eso…
—¡Si apenas tenía tiempo para él! Los niños, el trabajo… todo caía sobre mí. Él era un hombre adulto. Pero así era su carácter. Siempre tuvo tendencia a vagar. Mientras no tenía dinero, volvía. Pero en cuanto encontró un buen empleo, decidió que le faltaba pasión.

Después del divorcio, se fue con una compañera de trabajo más joven. Hubo romance, nueva vida, dinero. Y luego… como en una telenovela barata. El trabajo se vino abajo, el dinero se esfumó, y su “amor” pronto lo reemplazó.

—Hemos tirado tus cosas a la calle —le espetó el nuevo novio de Lucía—. Si llegas a tiempo, quizá las recuperes.

Alfonso, humillado y perdido, regresó al pequeño piso de su madre. Allí se quedó. Sin familia, sin pertenencias, solo le quedaba la amargura. Intentó rehacer su vida, pero ninguna mujer satisfacía a su madre. Ella se volvió quejicosa, celosa, rechazando a todas. Así que se quedó solo.

Mientras, sus hijos crecieron. El mayor, Antonio, serio y responsable, trabajaba en la construcción, se casó y tuvo hijos. El mediano, Javier, alegre y bondadoso, estudiaba medicina y se casó con una compañera de clase. El pequeño, David, soltero pero vivaracho, decía: —A mí solo no me falta de nada.

Y ahora, el padre reaparecía. Los llamaba. Los hermanos, a regañadientes, acudieron. Lo que encontraron los dejó helados: suciedad, humedad, y su padre, pálido y encorvado, como si los años le hubieran robado dignidad.
—Pasad. Sentaos —dijo con voz ronca—. No hay verdad en los pies, y menos en los míos. Vuestra madre ha muerto. Yo estoy solo. Nadie me quiere. Pero vosotros sois mis hijos. Mis herederos. Este piso es vuestro, si no me abandonáis. Lo repartiréis a partes iguales. O como decidáis…

Los hermanos se miraron. No era simple conmoción, era algo más profundo. Compadeciéndolo, prometieron pensarlo. Esa noche, reunidos en casa de su madre, se lo contaron todo. Y entonces comenzó el conflicto.

—¿Me cederéis vuestras partes? —dijo Antonio—. Tengo familia, hijos, lo necesito más.

—Espera —frunció el ceño Javier—. Mi mujer y yo queremos un hijo. El alquiler nos ahoga. Quiero vender mi parte para la entrada de una hipoteca.

—¿Y yo qué? ¿Por no tener familia no merezco nada? —se quejó David—. Mi parte es mía. La vendo, la bebo… es mi derecho.

Las voces subían de tono. Carmen, sentada a su lado, no podía creer cómo sus hijos, antes tan unidos, se desgarraban por un piso prometido.

—¡Basta! —gritó—. ¡Ni siquiera lo tenéis y ya os peleáis!

—Mamá, perdón… —Antonio fue el primero en ceder.
—No pasa nada —murmuró Javier—. Nos ganaremos la vida.
—No soy egoísta, no quiero vuestras partes —añadió David—. Solo me duele sentirme excluido.

Entonces, su madre habló:

—Pues así sea. Venderé mi piso y me mudaré a uno más pequeño. El dinero lo repartiré entre vosotros. Para que nadie se sienta agraviado.

—¡Mamá! —gritaron al unísono—. ¡No hace falta! Sabemos lo que te gusta vivir aquí. Nos las arreglaremos.

Carmen lloró. No de tristeza, sino de felicidad. Sus tres hijos eran distintos, pero su corazón era el mismo. Y por ese corazón había luchado toda su vida.

Al fin, la lucha le trajo paz.

Rate article
MagistrUm
«Nunca abandones a un anciano»: la historia de un padre que, pese a haberlo perdido todo, aún espera el perdón