Nuevos vecinos en el barrio

**Los nuevos vecinos**

Al acercarse a su portal, Lucía vio entrar a un hombre joven y desconocido, empujando suavemente a un niño que cargaba una mochila a la espalda. Apresuró el paso y entró casi detrás de ellos.

«¿A qué piso irán? Nunca los había visto antes», pensó mientras subía las escaleras, manteniendo cierta distancia. Se detuvieron en el tercero, justo frente a su puerta. El hombre sacó las llaves para abrir.

—Buenas tardes —saludó Lucía, buscando sus llaves en el bolso.

—Buenas —respondió el hombre, y ambos desaparecieron en el interior.

«Así que son los nuevos vecinos —reflexionó—. Qué tipo más serio, apenas dijo una palabra».

Hacía unos tres meses que habían enterrado a Doña Carmen, la antigua inquilina. Maestra jubilada de primaria, siempre había sido amable y educada, aunque frágil por la edad y sus achaques. Lucía la visitaba de vez en cuando, le compraba algo cuando no podía salir y compartían un té.

Sin llegar a ver bien a los nuevos vecinos, Lucía pasó la tarde en internet y se fue a dormir.

Al día siguiente, sábado, aprovechó para dormir hasta tarde. Por la tarde, al salir a hacer la compra, se encontró con ellos en el rellano. El hombre, de mirada intensa, barba de varios días y pelo oscuro, cerraba la puerta mientras el niño, delgado y de unos siete años, lo observaba con tristeza desde abajo.

Cuando el hombre la miró, Lucía volvió a saludar.

—Hola —contestó él, mientras el niño permanecía callado.

Bajaban las escaleras cuando Lucía preguntó:

—¿Sois nuevos en el edificio?

—Sí, acabamos de mudarnos —respondió él con seriedad, sin soltar la mano del niño.

«No voy a seguir preguntando —pensó Lucía—. No quiero ser entrometida. Ya se verá con el tiempo. Pero ¿por qué no habla el niño?».

Trabajaba en una tienda cerca de casa y estaba acostumbrada a los niños bulliciosos que entraban después del colegio. Le llamaba la atención lo reservado que era su pequeño vecino. Supuso que quizá aún no se adaptaba al cambio.

«¿Y dónde está su madre? Nunca la he visto…».

Su mente comenzó a divagar, incluso con ideas alarmantes: ¿y si el hombre lo hubiera secuestrado? Pero ahuyentó esos pensamientos, decidida a descubrir la verdad con calma.

Pasó casi un mes con pocos encuentros. Hasta que una noche, alguien llamó a su puerta. Al mirar por la mirilla, vio al vecino.

—Buenas noches —dijo él con educación—. Perdone la hora, pero no conozco a nadie por aquí y mi hijo Adrián tiene fiebre. ¿Tendría un termómetro? Ah, soy Javier, por cierto.

—Lucía —respondió ella, invitándolo a pasar.

Sacó el botiquín, preparó el termómetro y unas pastillas para la fiebre.

—Por la mañana deberías llamar al médico —le aconsejó.

Javier asintió. Su rostro, antes adusto, ahora reflejaba preocupación y cierta incomodidad por molestar.

—Gracias. Se lo devolveré. Nunca había cuidado a mi hijo así. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.

—Espera —dijo Lucía, entregándole un plato con medio pastel de manzana que había hecho—. Para Adrián, que se recupere. Y tú también debes comer.

Javier dudó, pero al final sonrió, una sonrisa cálida que cambiaba por completo su expresión.

A la mañana siguiente, aunque era su día libre, Lucía se levantó temprano. «¿Y si Javier tiene que trabajar y Adrián se queda solo?». Llamó a su puerta. Él abrió al instante, listo para salir.

—Buenos días. ¿Adrián cómo está?

—Buenos días. Voy al trabajo. Le bajé la fiebre y llamé al médico. El pastel estaba delicioso, gracias —contestó.

—¿Y si empeora? El médico vendrá, alguien debe estar pendiente…

Entraron juntos. Adrián estaba acostado, callado.

—Hola, Adrián, ¿cómo te sientes? —preguntó Lucía, pero el niño solo la miró con tristeza.

Javier la siguió a la cocina.

—Adrián no habla desde que su madre murió en un incendio. Él y yo estábamos fuera ese día. El médico dice que con tiempo volverá a hablar. Trabajo en emergencias, no puedo faltar… Está acostumbrado a estar solo. Abrirá la puerta al médico.

—Eso no puede ser —replicó Lucía, firme—. Me quedo con él hoy.

Javier dudó, pero al final aceptó.

—Si no le importa… Tengo que irme ya. Aquí tiene las llaves.

Lucía, sin hijos propios, no estaba segura de cómo manejarlo.

—¿Has desayunado? —preguntó. Adrián señaló una taza vacía y un trozo de pan.

—Voy a hacer algo más. ¿Te gusta la tortilla? —El niño asintió con una leve sonrisa.

Al abrir su nevera, Lucía se sorprendió: casi no había comida. Pero encontró huevos. Después de darle de comer, decidió preparar algo más.

Cuando Javier llegó por la noche, el aroma a comida lo recibió. Adrián dormía, y Lucía, adormilada en el sillón, despertó al oírlo.

—Ay, ya es de noche. El médico vino tarde, pero no es grave. Aquí tienes la receta. Hay sopa y arroz caliente. Y tu nevera está vacía…

—Iba a hacer la compra este fin de semana —dijo Javier, agradecido—. Gracias. Hoy en el trabajo me sentí tranquilo sabiendo que estabas tú.

Lucía prometió «supervisar» que llenara la nevera. Ambos sonrieron.

En los días siguientes, visitó a Adrián. Una mañana, al sacar la basura, lo vio en el rellano con una mujer desconocida.

—Buenos días, ¿quién es usted? —preguntó Lucía—. ¿Dónde está Javier?

—Soy su profesora. Anoche no respondió al teléfono. Tuve que venir con él —explicó la mujer, con tono molesto.

—Yo me quedo con él —ofreció Lucía—. Averiguaré qué pasó.

Adrián asintió con alegría. La profesora, aliviada, se marchó.

Lucía llamó a emergencias.

—¿Javier? Está en el hospital. Se rompió una pierna ayer. Perdió el teléfono.

En el hospital, Adrián corrió hacia su padre.

—¡Papá, no te mueras! —gritó, rompiendo su silencio.

—No es nada, hijo —rió Javier, emocionado—. ¡Has vuelto a hablar!

—Sí, papá. Tenía miedo… Y ahora tengo una mamá —dijo, mirando a Lucía, quien se ruborizó.

Todos se rieron.

—La vida lo arregla todo —dijo Javier—. Pero debemos preguntarle a Lucía si está de acuerdo.

Ella, sin palabras, sintió la mano de Adrián.

—¿Quieres ser nuestra mamá?

Javier la miró, expectante.

—Sí —respondió al fin.

Desde entonces, la casa de Javier siempre olía a comida recién hecha.

—¡A lavarse las manos! —ordenaba Lucía cada día, y ellos obedecían.

Se casaron a los seis meses. Un año después, nació Pablo, un bebé risueño al que Adrián adoraba.

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