Una vida nueva, una familia nueva
Bárbara salió feliz del consultorio médico: iba a ser madre. Caminó rápido hacia casa, ansiosa por darle la sorpresa a su marido, que había llegado de su turno de noche. Normalmente, en esos casos, Adrián dormía hasta el mediodía. Pero Bárbara sabía que hoy ya estaba despierto. Había pedido permiso en el trabajo para ir al médico.
Sin embargo, fue él quien le dio la sorpresa. Al abrir la puerta con su llave, vio un bolso de mujer sobre la mesita del recibidor.
—¿Qué es esto? —preguntó, incómoda—. ¿De quién es?
No quería abrir la puerta del dormitorio. Le daba miedo, pero ya lo sospechaba. Al entrar, confirmó sus temores. Una mujer desconocida ocupaba su lugar en la cama, junto a Adrián. Quizá fue la expresión en el rostro de Bárbara, quizá el susto, pero la mujer pasó corriendo junto a ella y salió de la casa. Adrián, en cambio, se levantó con calma y se vistió.
—Toma tu maleta, recoge tus cosas y vete con tu amante —ordenó ella con firmeza antes de salir de la habitación.
Se sintió tan mal, tan devastada, que nunca antes había experimentado algo así. Luego llegó la ambulancia, el hospital y el diagnóstico del médico:
—Perdiste al bebé.
Al volver a casa después del hospital, solo encontró silencio y el desorden de su pelea con Adrián. Poco a poco se recuperó y decidió empezar de cero. Lo primero fue pedir el divorcio. Él no apareció hasta el día del trámite. Adrián la miró con culpa, pero no dijo nada.
Los días se convirtieron en meses. Un año y medio después del divorcio, Bárbara seguía sin prestar atención a los hombres, aunque solo tenía veintisiete años. Incluso sus compañeros de trabajo le decían:
—Bárbara, pareces una sombra. La vida sigue. Sí, sufriste una desgracia, pero tienes todo por delante.
—No sé, siento que algo se rompió dentro de mí. No encuentro alegría en nada —explicaba.
—Fíjate en Javier —le aconsejaban sus compañeras—. ¿Crees que es casualidad que siempre te espere después del trabajo y te lleve a casa? Es un buen hombre.
Bárbara siguió el consejo. Salieron a tomar un café, pasearon. Con el tiempo, supo que Javier quería hablar de matrimonio. Finalmente, él se lo propuso:
—Casémonos, Bárbara. Así ya no tendré que acompañarte a casa, porque iremos juntos.
Tras la boda, todo fue así: juntos al trabajo, juntos de vuelta. Cenas en casa, paseos ocasionales, noches de televisión. Bárbara soñaba con ser madre, pero el embarazo no llegaba.
Un día, en una visita al orfanato patrocinada por su empresa, vio a una niña de unos cuatro años con una mirada triste. Desde entonces, no pudo dejar de pensar en ella.
—Javier, adoptemos a una niña. Si no podemos tener hijos… Deberías ver sus caritas en el orfanato. Miran a todos con esperanza.
—Bárbara, no podemos salvar a todos —respondió él.
—Pero al menos a una. Eso ya es un milagro.
—¿De verdad lo quieres?
—Sí. Se llama Lucía. Es preciosa, pero tan triste…
A Javier le sorprendió el deseo de su esposa. Quería un hijo biológico, pero accedió.
Lucía había crecido en el orfanato desde que su madre la abandonó al nacer. Tenía casi cinco años. Bárbara habló con la directora, Elena Martínez.
—Quiero adoptar a Lucía. ¿Qué documentos necesito?
—¿No tienen hijos propios?
—No —respondió, y contó su historia.
—Pero quizá aún puedan tener uno. Si piensas que adoptar te hará olvidar a tu bebé, te equivocas. La adopción no es un consuelo. Tienes que darle una familia a Lucía, no usarla para llenar un vacío. Piénsalo bien, habla con tu esposo y, si deciden seguir adelante, vuelvan.
Al salir, Bárbara vio nuevamente a Lucía sentada en un banco del patio, abrazando un peluche. Fue esa imagen la que se quedó en su mente.
Tiempo después, Lucía se convirtió en su hija. Bárbara estaba feliz y agradecida con Elena. Ahora veía a Lucía como su hija, no como un reemplazo. La niña también era feliz. Tenía mamá y papá, aunque sentía que su mamá la quería más. Bárbara le compraba vestidos bonitos, la llevaba al colegio, jugaba con ella y le leía cuentos.
Javier, en cambio, se volvió distante. Una noche, dejó caer la bomba:
—Bárbara, creo que cometimos un error al adoptar. No puedo aceptarla. Quiero un hijo mío, no criar a la hija de otro. Quizá si esperamos… Nunca quise ser padre adoptivo. Devolvámosla al orfanato.
Fue un golpe para Bárbara. Aunque anhelaba un hijo biológico, amaba a Lucía con todo su corazón. Incluso había pensado en adoptar otra niña.
—Javier, un niño no es un objeto. No se devuelve. Es una persona, como tú. Jamás haré eso. Lucía es nuestra hija.
—Tuya, no mía. Yo no la considero mía. Elige: yo o ella.
—No hay elección. Lucía es mi hija. Tú haz lo que quieras —respondió con firmeza.
Poco después se divorciaron. Bárbara y Lucía se mudaron a su antiguo apartamento. La niña ya iba a primaria. Un día, frente al edificio, se encontró con Adrián.
—Bárbara, por fin te encuentro. Pregunté a los vecinos, pensé que vivías con tu nuevo marido.
—Ya no. ¿Qué quieres? —preguntó fría.
—Quiero recuperar lo que perdí. Sé que por mi culpa perdiste al bebé. Perdóname, lo entiendo ahora. Déjame enmendarlo.
—No, Adrián. No. Bueno, tenemos que irnos —dijo, entrando al edificio con su hija.
Él le gritó:
—Si necesitas algo, mi número sigue siendo el mismo. Haré lo que sea por ti.
Bárbara no podía dejar de pensar en Carla, una niña de diez años del orfanato que le recordaba a Lucía.
—Me encantaría adoptarla también. Serían hermanas —pensó, pero sabía que, estando divorciada, nadie se lo permitiría.
En otra visita al orfanato, Carla la miró con ternura, y su corazón latió fuerte.
—Qué niña más dulce…
Era invierno. La nieve caía mientras Bárbara volvía a casa. Faltaban dos meses para Navidad. Soñaba con celebrarla junto a Lucía y Carla, pero…
Subiendo las escaleras, recordó las palabras de Adrián: “Haré lo que sea por ti”.
—¿Y si…? —se detuvo, sacó el teléfono y lo llamó.
—Hola, tenemos que hablar.
—Hola, ahora voy —respondió él. Pronto estaba en su antigua cocina.
—¿Quieres que te ayude a adoptar a Carla? —preguntó, mirándola fijamente.
—No, Adrián, si no quieres, no te culpo.
—¿Cómo que no quiero? Por mi culpa sufriste tanto. Arruiné todo, y ahora quiero arreglarlo. Claro que quiero. Tendremos una familia grande y feliz. —Hablaba rápido, pero convencido.
En ese momento, Bárbara supo que, por Carla, estaba dispuesta a perdonarlo.
—¿De verdad aceptas, Adrián?
—Por supuesto. Los niños son niños, seanY esa Navidad, mientras sonaban las campanadas, Bárbara, Adrián, Lucía y Carla brindaron juntos, comenzando una nueva vida llena de amor y segundas oportunidades.