Nueva vida, nueva familia

**Una vida nueva, una familia nueva**

Lucía salió feliz del consultorio médico: iba a ser madre. Camino a casa, aceleró el paso para darle la sorpresa a su marido, que había llegado de su turno de noche. Normalmente, Diego dormía hasta el mediodía en esos casos, pero ella sabía que ya estaba despierto. Había pedido permiso en el trabajo para acudir a la cita.

Sin embargo, fue él quien le dio la sorpresa. Al abrir la puerta, vio un bolso de mujer en el recibidor.

—¿Qué es esto? —preguntó, incómoda— ¿De quién es?

Le temblaron las manos al acercarse al dormitorio. Ya lo intuía, y al abrir, lo confirmó: una mujer desconocida ocupaba su lado de la cama, junto a su Diego. Tal vez fue su expresión o el shock, pero la mujer pasó como un rayo junto a ella y escapó. Él, en cambio, se levantó con calma y se vistió.

—Coge tu maleta, mete tus cosas y lárgate con tu amante —ordenó Lucía con voz firme antes de salir de la habitación.

El dolor fue tan intenso que por primera vez sintió cómo su cuerpo se quebraba. Luego, llegó la ambulancia, el hospital, y el diagnóstico del médico:

—Perdiste al bebé.

Regresó a un hogar en silencio y desorden tras la pelea con su marido. Poco a poco, recuperó fuerzas y decidió empezar de cero, comenzando por el divorcio. Diego no apareció hasta el día del juicio, con mirada culpable pero en silencio.

Los días se convirtieron en meses. Un año y medio después, Lucía seguía sin mirar a otros hombres, a pesar de sus veintisiete años. Hasta sus compañeras de trabajo le decían:

—Lucía, parece que no vives. La vida sigue. Sí, sufriste una desgracia, pero tienes mucho por delante.

—No sé —contestaba ella—. Algo dentro de mí se rompió. No siento alegría.

—Mírate a Álvaro —sugerían las chicas—. ¿Crees que es casualidad que te espere cada día para acompañarte a casa? Es un buen hombre, dale una oportunidad.

Lucía lo hizo, y hasta salieron a tomar un café. Con el tiempo, notó que Álvaro quería algo más, y finalmente le propuso matrimonio:

—Casémonos, Lucía. Así no tendré que acompañarte a casa, porque ya estaremos juntos.

Y así fue. Juntos al trabajo, juntos a casa. Cenas, paseos, películas. Pero Lucía anhelaba ser madre, y no lograba quedarse embarazada.

Un día, visitó un orfanato con sus compañeros, llevando donativos. Entre los niños, una niña de cuatro años, con mirada triste, la conmovió. Esa imagen no la abandonó.

—Álvaro, adoptemos. Si no podemos tener hijos propios, al menos demos amor a uno de esos niños. Sus miradas… llenas de esperanza —rogó.

—Lucía, no podemos salvar a todos —respondió él.

—Pero sí a uno. Eso ya es felicidad.

—¿De verdad lo quieres?

—Sí. Hay una niña… se llama Martita. Es dulce y tan triste…

Álvaro, aunque sorprendido —él deseaba un hijo biológico—, accedió.

Martita había crecido en el orfanato. Su madre la abandonó al nacer. Lucía habló con la directora, Carmen.

—Quiero adoptar a Martita. ¿Qué necesito?

—¿No tienen hijos propios?

—No, Carmen —contó su historia, la pérdida de su bebé.

—Pero quizá aún puedan concebir. Y si crees que esto llenará ese vacío, te equivocas. La adopción no es un reemplazo. Debes amar a Martita por sí misma, no como sustituta. Piénsalo bien.

Al marcharse, Lucía vio de nuevo a Martita, sentada en un banco con un peluche. Esa imagen se quedó grabada.

Finalmente, Martita se convirtió en su hija. Lucía la amaba como a una hija verdadera, no como un consuelo. Pero Álvaro se distanció, cada vez más frío. Un día, estalló:

—Lucía, esto fue un error. No puedo aceptarla. Quiero un hijo mío. ¿Por qué no la devolvemos?

—¡Los niños no son objetos! —gritó Lucía—. Martita es nuestra hija.

—Tuya, no mía. Elige: ella o yo.

—No hay elección. Martita se queda.

Se divorciaron. Lucía y Martita se mudaron. Un día, cerca de casa, se cruzaron con Diego.

—Lucía, por fin te encuentro. Pregunté a tus vecinos, dijeron que vivías con tu nuevo marido.

—Ya no. ¿Qué quieres?

—Quiero volver. Sé que por mi culpa perdiste al bebé. Perdóname.

—No, Diego. Ahora debemos irnos.

Él insistió: —Si necesitas ayuda, mi número sigue siendo el mismo.

Otra niña, Laura, de diez años, comenzó a rondar sus pensamientos. ¿Y si pudiera adoptarla también?

En otra visita al orfanato, Laura le sonrió, y su corazón latió fuerte.

Regresando a casa bajo la nieve, Lucía recordó las palabras de Diego. Tal vez…

Llamó.

—Necesito hablar contigo.

Minutos después, estaba en su antigua cocina.

—¿Quieres que te ayude a adoptar a Laura? —preguntó él.

—Solo si quieres.

—¡Claro que quiero! —exclamó—. Arruiné todo, pero puedo enmendarlo. Tendremos una familia unida.

Lucía entendió que, por Laura, podía perdonar.

—¿En serio, Diego?

—Sí. Los niños son tesoros, sin importar su sangre.

En Nochevieja, la casa bullía. Martita y Laura decoraron el árbol, emocionadas por los regalos. Lucía cocinaba, llenando el aire de aromas.

—Mamá, ¿cuándo ponemos la mesa? —preguntaban las niñas.

—Pronto, hijas —respondía ella, radiante.

Diego observaba, pensando: *Qué dicha es esta familia.*

Este no era un Año Nuevo cualquiera. Era el inicio de su nueva vida, su nueva felicidad. Habría retos, pero los superarían juntos.

**MORALEJA:** El amor verdadero no distingue sangre. La familia se construye con paciencia, perdón y corazones dispuestos a amar sin condiciones.

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