—Javier, no te olvides de comprar el pastel de miel y frutas para el fin de semana —recordó Laura a su marido, echando un vistazo rápido a la nevera.
—¿Para qué? ¿Acaso vamos a celebrar algo? —preguntó Javier, jugueteando con el paquete de café.
—¿Otra vez lo olvidas? ¡El sábado llega mi madre! Con su nuevo marido. ¡Ahora van a vivir aquí, en nuestra ciudad! —dijo Laura con firmeza.
—¿Qué quieres decir con “vivir aquí”? Pero si tenemos un piso de dos habitaciones —exclamó Javier, dejando el café a un lado.
—Claro que no en nuestro piso —contestó Laura, levantando las manos—. Es solo que mi madre se jubiló, se volvió a casar y quiere mudarse cerca de nosotros. Para ver a su nieto y ayudarnos.
Javier asintió y prometió comprar todo, pero dentro de él crecía una inquietud extraña. Su suegra, Carmen Rodríguez, siempre le había puesto los nervios de punta. No era una mujer, sino una roca: fría, impecable en su apariencia y con un tono autoritario que recordaba sus años como jefa en el sector ferroviario, donde dirigía a sus empleados con mano de hierro. Cada vez que Carmen contaba cómo disciplinaba a su equipo, Javier se sentía aliviado de no trabajar bajo su mando.
Y ahora, estaría cerca. ¿Acabaría volcando toda esa energía en su familia? ¿Se metería en cómo criaban a su hijo, imponiendo su manera de hacer las cosas?
Laura, en cambio, estaba encantada. Con ayuda para Daniel, con los deberes del colegio, ya no tendría que salir corriendo del trabajo en pánico. “Mamá se ocupará de todo”, aseguraba. Pero Javier intuía que la tranquilidad había llegado a su fin.
Llegó el sábado. Tocaron el timbre.
—Javi, ¡ha llegado mi madre! —gritó Laura emocionada, corriendo hacia la puerta.
La abrió de golpe… y se quedó paralizada. En el umbral había dos personas. Junto a un hombre robusto y afable, una mujer menuda, con una sonrisa cálida y un pelo corto y rubio. Javier se quedó mudo. ¡Esa no era la Carmen Rodríguez que él conocía!
Pero entonces, la mujer, con una voz familiar pero inusualmente dulce, dijo:
—¡Hijos, cuánto os he echado de menos! Javier, Laurita, Danielito, ¡hola, mis amores!
Javier intercambió una mirada con su esposa. El hombre ya le estrechaba la mano con entusiasmo:
—¡Hola, yerno! Soy Luis Manuel. ¡Espero que nos llevemos bien! —Y, con una sonrisa amplia, arrastró una pesada bolsa hacia la cocina.
Carmen abrazó a su hija, luego a su nieto, e incluso Javier recibió su abrazo. Él se quedó allí, sin creer lo que veía.
Mientras, en la cocina, Luis Manuel sacaba de la bolsa tarros de encurtidos, embutidos y, como no podía faltar, una botella de aguardiente. Al notar la mirada de Javier, se rio:
—¡Pues claro! Ahora somos familia. ¿Quieres que te cuente cómo conocí a tu Carmen?
Resulta que Luis era capataz en un taller cercano. Un día llegó una inspección, y entre los revisores estaba ella. Seria, estricta. Él no se achicó y dijo las cosas como eran. Ella intentó imponerse con su autoridad, pero no funcionó. Y cuando él, con ironía, la llamó “una mujer encantadora”, ella, por primera vez en años, se sonrojó.
Así empezó todo. Luego vinieron las citas, el café, los paseos en barca, las excursiones por el campo… y el amor. Luis logró despertar en Carmen no solo a la mujer, sino también a la abuela cariñosa. Ahora recogían juntos a Daniel del colegio, iban con él al pueblo, Carmen se había aficionado a la pesca y hasta buscaban una lancha en internet.
—Venid algún fin de semana al pueblo, Javier —le dijo ella una vez—. ¿Solo trabajar y trabajar? ¿Y vivir cuándo?
Cuando Pablo, el mejor amigo de Javier, supo cómo había cambiado su suegra, solo suspiró:
—Qué suerte has tenido. La mía casi destroza mi matrimonio, pero la tuya es un encanto.
Y Javier no pudo estar más de acuerdo. Ahora veía a Carmen Rodríguez con otros ojos. Porque a veces, un corazón frío solo espera a que alguien lo caliente. Y cuando eso pasa, la vida cambia para bien.