Nuestros trillizos fueron criados de la misma manera, hasta que un día uno de ellos empezó a decir cosas que no debería saber. Cuando un niño comienza a contar recuerdos que nadie más recuerda, una familia se ve obligada a cuestionar la propia realidad.
Solíamos bromear diciendo que necesitaríamos cintas de colores solo para distinguir a nuestros tres pequeños. Al principio era solo una chanza, hasta que se convirtió en algo más. Cada niño tenía la misma sonrisa delicada, las mismas manitas pequeñas. Así los diferenciábamos: Lucas con la cinta azul marino, Hugo con la roja y Mateo con la turquesa. Sus palabras a menudo se entrelazaban, uno continuando donde el otro se quedaba, como si tres voces pertenecieran a una sola mente.
Criarlos era como tener un solo alma repartida en tres cuerpos.
Pero un día, esa armonía se quebró. Mateo empezó a despertarse llorando. No era por miedo a pesadillas, sino sacudido por recuerdosrecuerdos que ninguno de nosotros podía reclamar.
“¿Te acuerdas de la casa con las contraventanas rojas?”
Nunca habíamos vivido en un lugar así.
“¿Dónde está la señora López? Siempre tenía caramelos de menta.”
Nadie con ese nombre había entrado en nuestras vidas.
“El coche de papá ese verde con la parte trasera estropeada?”
El corazón se me encogió. Nunca habíamos tenido un coche así.
Al principio nos reímos, pensando que era solo imaginación. Los niños inventan monstruos, reinos y amigos de la nada. Pero las palabras de Mateo tenían una gravedad extraña. Llenaba páginas enteras con bocetos de aquella casa misteriosa: hiedra en los ladrillos, tulipanes alineados, una puerta roja enorme. Lucas y Hugo lo ignoraban, pero Mateo parecía atado a esa visión, como si le pesara en el corazón.
Una mañana, lo encontramos revolviendo el garaje, levantando polvo de cajas viejas.
“Busco mi guante.”
“Tú no juegas al béisbol,” susurré.
“Lo hacía antes de caerme.”
Su mano tocó su nuca. Un recuerdo de dolor, no un sueño.
Buscamos respuestas. El Dr. Martínez, su pediatra, nos recomendó a un especialista en patrones inusuales de memoria. La Dra. Sofía Bernal lo recibió con dulzura.
“Lo que describe algunos lo llamarían el recuerdo de una vida pasada.”
Dudamos en creerlo, pero empezamos a investigar. Historia tras historia surgía sobre niños que hablaban idiomas no aprendidos o recordaban lugares donde nunca habían estado. Un nombre aparecía a menudo: la Dra. Elena Rojas.
En una llamada, Mateo habló bajito de un niñoJavique había vivido en Zaragoza y murió joven por una caída. Semanas después, los documentos lo confirmaron: Javier Méndez, siete años, Zaragoza, 1987. Apareció una foto, y el parecido era escalofriante.
No compartimos nuestro miedo con Mateo. En cambio, lo abrazamos, enfrentando en silencio el asombro y el dolor. Esa noche, mientras la casa dormía, Lucía y yo nos quedamos despiertos, preguntándonos qué podría significar. Por la mañana, Mateo susurró:
“Creo que ya he recordado suficiente.”
Desde entonces, los dibujos cesaron. Los recuerdos extraños desaparecieron, reemplazados por juegos, risas e historias que solo un niño puede inventar. Meses después, llegó una carta sin explicacióndentro, una foto de una casa con puerta roja, firmada “Sra. López.” Mateo la miró con una sonrisa pequeña:
“Aquí dejé mi pelota.”
Ahora, con quince años, Mateo es tranquilo y reflexivo. Rara vez habla del niño que una vez describió, pero hemos aprendido algo inquebrantable: algunos niños llegan con historias ya escritas. Nuestro deber es escuchar, amar y aceptar lo que no puede explicarse. Mateo nos mostró que hasta los recuerdos más extraños pueden traer paz.