Nuestro hijo no vino: su esposa lo prohibió alegando que siempre pedimos algo.

**Martes, 15 de noviembre**

Hoy el pueblo amaneció con esa calma invernal que solo se siente en los pequeños rincones de Castilla. El viento silbaba entre las casas de piedra mientras Luisa y yo esperábamos, una vez más, a que nuestro hijo apareciera por la carretera. Pero, como tantas veces, fue en vano.

—No vendrá —suspiró Luisa, mirando hacia la puerta—. Ya ni siquiera me enfado.

—¿Otra vez esa mujer no lo deja? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Así es —respondió con la voz quebrada—. Jaime nunca pondría excusas por su cuenta. Antes venía más seguido, pero ahora… Su mujer siempre tiene un as bajo la manga. Tendremos que contratar a alguien para arreglar el tejado. Nuestro hijo ni siquiera nos dedica un día.

Jaime, nuestro hijo de cuarenta años, dejó este pueblo hace doce para irse a Madrid. Allí montó un taller mecánico, se casó con Claudia y compró un piso.

—Él mismo lo reformó —recordó Luisa—, mientras ella solo daba órdenes. Se casaron tarde, ella ya pasaba los treinta. Nunca se había casado, y ahora entiendo por qué. Desde el principio, nos miramos con recelo.

—No me extraña que estuviera soltera tanto tiempo —dije—. Recuerdo cuando intentaste hablar con ella. Fue un desastre. ¿Qué verá Jaime en ella?

Claudia casi nunca habla con nosotros. Solo permite que Jaime nos visite una vez al año. Esta vez había prometido venir en mayo para arreglar el tejado, que ya gotea con cada lluvia. Pero, claro, Claudia tenía otros planes.

—Está embarazada —dijo Luisa con amargura—. Le ha prohibido dejarla sola. ¿Tan grave es? Es enfermera, adulta… ¿Qué le va a pasar? Empezó a quejarse dos semanas antes, aunque ya tenía los billetes comprados.

—¿Y por qué hace esto? —pregunté, aunque ya lo sabía.

—Primero dijo que tenía miedo de quedarse sola. Luego… —calló, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Luego qué? ¿Acaso lo lleva atado? ¡Tiene padres que la adoran! —exploté, indignado.

—Creo que son ellos quienes la están influyendo —continuó Luisa—. Tuvieron un yerno que solía visitar a sus padres y al final se divorció. Ahora su hija menor vive con ellos. Por eso le han metido en la cabeza que Jaime hará lo mismo.

—¡No se puede generalizar así! —protesté—. Jaime nunca ha dado motivos. Además, Claudia podría venir con él. ¿Qué problema hay?

—¿Venir? —se rió Luisa con amargura—. Jamás lo haría. Ya sabes cómo nos odia. Lo intenté, pero es inútil.

Recordé cuando llamé a Claudia, pensando que podríamos aclarar las cosas. Fue un error.

—¿Qué te dijo? —pregunté, aunque ya lo intuía.

—Que siempre pedimos algo, que le quitamos a Jaime de su familia —su voz temblaba—. Que está harta de lidiar con nosotros. Que un marido debe pensar en su mujer y su hijo, no en los caprichos de sus padres. Si pide vacaciones, debe quedarse en casa. Y también dijo… que nuestra casa no le importa.

—¡Vaya nuera tenemos! —apreté los puños—. ¿Y Jaime qué hizo?

—Se justificó, pero sabemos que no tiene la culpa —suspiró Luisa—. Probablemente pospuso el viaje para no enfadarla. Tiene miedo por el niño, por ella.

No pude más. Llamé a Jaime y solté todo lo que llevaba dentro.

—¡Basta ya! —grité—. ¡No te esperaré más! Contrataré a alguien, y tú sigue dejándote mangonear por esa mujer.

Luisa no dijo nada, pero su silencio lo decía. Entendía mi rabia, pero las palabras “las mujeres van y vienen, los padres no” nos dolían como cuchillos. Jaime era nuestro único hijo, nuestro orgullo, y ahora había una pared entre nosotros, levantada por Claudia. Ella lo controlaba, y él, temiendo sus dramas, obedecía.

Miré el viejo tejado, que pierde agua con cada lluvia, y sentí cómo se escapaba nuestra esperanza. Dedicamos la vida a darle lo mejor, y ahora tenemos que pagar a desconocidos para arreglar nuestra casa. Duele, pero lo peor es ver cómo nuestro hijo se aleja. Claudia dejó claro: para ella, su familia es Jaime y el niño. Nosotros solo somos una carga.

Luisa no sabe cómo recuperarlo. Sueña con que llegue, la abrace como antes y, entre risas, arreglemos juntos el tejado. Pero solo recibimos silencio y reproches. La familia que construimos con amor se resquebraja, y temo que esa grieta nunca se cierre.

**Lección de hoy:** A veces, el amor no basta. Y las piedras que levantamos con tanto esfuerzo pueden caer por quien menos lo merece.

Rate article
MagistrUm
Nuestro hijo no vino: su esposa lo prohibió alegando que siempre pedimos algo.