**Día 23 de octubre**
Nuestra hija quiere casarse con un holgazán, y estamos desesperados.
En nuestro tranquilo pueblo de Castilla, donde los inviernos son fríos y la gente valora el calor del hogar, mi marido y yo siempre hemos dado lo mejor a nuestra hija. Pero ahora nuestro corazón se parte en mil pedazos: nuestra niña quiere casarse con un chico que no parece capaz de nada más que promesas vacías y pereza.
Mi marido, Luis, y yo sabemos lo difícil que es encontrar a esa persona especial. Cuando éramos jóvenes, mis padres se opusieron a él. Mi madre temía su afición por los coches—pasaba horas arreglando un viejo Seat—, y creía que era peligroso. Mi padre soñaba con que me casara con el hijo de su amigo, un ingeniero con buen sueldo. Pero me enamoré de Luis sin mirar atrás. Su bondad, su trabajo duro y su cariño me conquistaron, y me rebelé contra mis padres. Nos casamos, y los años demostraron que fue la mejor decisión. Juntos criamos a nuestra hija, Lucía, y pusimos toda nuestra alma en que nunca le faltara de nada.
Lucía siempre fue nuestro orgullo: lista, ambiciosa, con una mirada llena de vida. Hace dos años, empezó la universidad en Madrid y allí conoció a un chico llamado Javier. Al principio, nos alegramos—¡el primer amor es tan bonito! Pero cuanto más lo conocíamos, más nos preocupábamos. Y ahora Lucía anuncia que quiere casarse con él. Luis y yo estamos horrorizados, porque Javier es un vago, y no decimos esto a la ligera.
Lo hemos visto con nuestros propios ojos, una y otra vez. Cada verano, Lucía trabaja: en una cafetería, de auxiliar en una oficina… Ahorra para irse de vacaciones con Javier en agosto. ¿Y él? Nada. En dos años, ni siquiera ha intentado buscar trabajo, ni temporal. Lucía carga con todo, mientras él disfruta de su esfuerzo como si fuera lo normal. Nos rompe el corazón—¡nuestra hija merece mucho más!
Una vez, los padres de Javier hicieron reformas en su casa. Para llevarnos bien, les ofrecimos ayuda. Llegamos con herramientas, pintura, papel pintado… ¿Y qué pasó? Mientras Luis y yo poníamos el papel y lijábamos las paredes, Javier estaba en su cuarto, enganchado al ordenador. Jugaba sin parar, sin ofrecernos ni un café. Nosotros, casi desconocidos, trabajábamos en su casa, y él, un chico joven y fuerte, no movió un dedo. Me quedé helada: ¿este es el hombre con el que mi hija quiere pasar su vida?
Javier vive en su mundo virtual. Pasa horas frente a la pantalla, apenas habla con nadie, y si lo hace, solo es de sus juegos o de lo “harto que está de todo”. No puedo imaginar a Lucía feliz con alguien así. Ella brilla como el sol, y él la arrastra hacia la apatía. Sé que este matrimonio será una trampa para ella, pero ¿cómo hacérselo ver?
Hemos hablado con Lucía, pero está enamorada y no nos escucha. Cada palabra sobre Javier lo toma como un ataque. “¡Es que no le conocéis!”, grita, con lágrimas en los ojos. Veo cómo lucha entre su amor y nuestros argumentos, y se me parte el alma. No quiero que repita errores de los que se arrepienta toda la vida.
Noche tras noche, no puedo dormir. Imagino a Lucía, llena de ilusión, caminando hacia el altar con alguien que no valora ni su esfuerzo ni su cariño. Temo que renuncie a sus sueños por alguien que no es capaz ni de levantarse del sofá. ¿Cómo hacer que nos oiga? ¿Cómo protegerla de un error que puede destrozarle la vida? Mi corazón de madre grita que este matrimonio es un desastre, pero no sé cómo salvarla.