Nuestra hija de 27 años está lista para formar su propia familia

Pues mira, con mi marido, Javier, estábamos preparando la boda de nuestra hija Lucía. La niña ya tiene 27 años, es hora de que forme su propia familia, sobre todo porque ha conocido a un chico estupendo, Rodrigo. Es serio, trabaja como ingeniero, cuida mucho a Lucía y a nosotros, la verdad, nos cayó bien desde el principio. Todo parecía ir sobre ruedas: ya hablábamos de la fecha, el vestido, los invitados… Pero cuando me enteré del “ajuar” que la madre de Rodrigo, doña Carmen, le había preparado a su hijo, casi se me cae el alma a los pies. ¿En serio? ¿En el siglo XXI vamos a volver a las tradiciones medievales donde el ajuar decide quién es digno de quién?

Lucía es una chica muy lista. Terminó la universidad, trabaja de marketing y se mantiene sola. Javier y yo siempre le enseñamos a ser independiente, que no dependiera solo de su marido. Pero claro, como padres, queríamos echarles una mano al empezar. Decidimos darles dinero para la entrada de un piso, para que pudieran pedir una hipoteca. Además, yo le fui preparando un “ajuar” a Lucía —unas sábanas bonitas, un juego de vajilla, hasta unas cortinas nuevas— para que su nidito fuera acogedor. Pensaba que eran detalles, pero que demostraban nuestro cariño. Y Rodrigo, como novio, también dijo que contribuiría —tenía ahorros y quería que todo fuera igual entre ellos.

La semana pasada, fuimos a casa de doña Carmen para hablar de la boda. Es una mujer imponente, siempre bien peinada como si saliera de la peluquería, y con un tono como si lo supiera todo. Nos sentamos a tomar café, y de repente suelta: “María, ¿y qué le vais a dar a Lucía de ajuar? Porque ya sabéis que la tradición es que la novia entre en la familia con patrimonio.” Al principio pensé que bromeaba. ¿Ajuar? ¿Es que tenemos que llevar vacas y baúles de oro? Pero doña Carmen iba en serio. Y entonces lo soltó: “Yo a Rodrigo le he comprado un coche, nuevo y pagado, y le he dado la mitad de lo que vale un piso. ¿Y vosotros?”

Casi se me cae la taza de las manos. ¿Un coche? ¿La mitad de un piso? ¿Ahora va a ponernos precio a su hijo? Me contuve, sonreí y le dije que también ayudábamos a los niños, pero sin dar detalles. Por dentro, me hervía la sangre. Javier y yo no somos millonarios, pero hicimos todo lo posible por Lucía. ¿Y ahora resulta que nuestro ajuar son “pequeñeces” y doña Carmen ha criado a un príncipe al que tenemos que colmar de regalos?

Cuando llegué a casa, se lo conté a Lucía. Ella se rió: “Mamá, pero ¿qué más da lo que den ellos? Rodrigo y yo nos arreglaremos solos.” Pero a mí me dolió. No por mí, por ella. Es una chica tan buena, tan alegre, y ahora parece que la juzgan con una escala medieval. Hablé con Javier, pero él, como siempre, quitó hierro: “María, no le des más vueltas. Lo importante es que se quieren.” Fácil decirlo, pero yo no puedo evitarlo. ¿Por qué tenemos que dar explicaciones a doña Carmen? Y lo peor, ¿de dónde salen esas exigencias? ¿Cree que su Rodrigo es mercancía y tenemos que “pagar” por él?

A los dos días, Lucía me contó que a Rodrigo tampoco le hacían gracia los comentarios de su madre. Dijo que el coche y el dinero estaban bien, pero que no quería que la boda se convirtiera en una subasta. “Me caso con Lucía, no con su ajuar”, le dijo. Y eso me reconfortó un poco. Rodrigo tiene la cabeza bien amueblada y parece que quiere de verdad a nuestra hija. Pero doña Carmen no paraba. Anteayer llamó para preguntar qué vestido le comprábamos a Lucía, cuántos invitados pondríamos y si íbamos a “aportar algo más sustancioso” al ajuar. Me costó no soltarle una buena.

Ahora me pregunto: ¿cómo manejar esto? Por un lado, no quiero pelearme con mi futura consuegra. La boda es una fiesta y solo deseo que Lucía sea feliz. Pero por otro, me saca de quicio ese tono como si le debiéramos algo. Javier y yo hemos trabajado toda la vida, criamos a Lucía, le dimos estudios, valores, cariño. ¿Eso no vale más que coches y pisos? Además, ¿no son los jóvenes quienes deben labrarse su vida? Nosotros empezamos con una habitación alquilada y aquí estamos, con nuestra familia. Pero esto parece un concurso de riqueza.

Lucía, que es más sabia que nadie, intenta calmar los ánimos. Dice: “Mamá, no te preocupes, Rodrigo y yo lo arreglaremos. Si hace falta, pediremos un préstamo y compraremos piso sin ajuar.” Pero veo que a ella también le molesta. Quiere una boda feliz, no una discusión. He decidido no entrar más en esos debates con doña Carmen. Que diga lo que quiera, nosotros haremos lo correcto. Les daremos lo prometido y nos alegramos por ellos. Si ella quiere competir por el bolsillo, allá ella.

Pero aún así, algo me duele. Quiero que la boda sea por amor, no por cuentas. Y sé que Lucía y Rodrigo saldrán adelante. Son jóvenes, fuertes y se quieren. Lo del ajuar… Que doña Carmen se guarde sus coches. El mejor ajuar de Lucía es su corazón, su inteligencia y su bondad. Y con eso, en cualquier familia valdrá su peso en oro.

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