Nuestra generación era más unida, honesta, humana… y verdaderamente feliz

Mi generación era más unida, honesta, humana… y verdaderamente feliz.
Con cada año que pasa, me doy más cuenta de que el mundo en el que crecí ya no se puede recuperar.

Estoy envejeciendo. Mi generación se va, y con ella desaparece ese espíritu de unidad que alguna vez dio sentido y propósito a nuestras vidas.

Ahora enciendo la televisión y siempre veo lo mismo: inundaciones, carreteras destrozadas, basura en las calles, caos. Y acusaciones sin fin: la culpa es de la autoridad, los funcionarios, los empresarios, pero nunca de la gente misma.

Miro a los jóvenes y entiendo que algo salió mal. Se quejan, exigen, protestan. Pero nosotros, en nuestro tiempo, simplemente lo hacíamos.

Éramos constructores de nuestro país
Mi generación es la de los años posteriores a la guerra, una era de grandes construcciones. No estábamos en oficinas, no escribíamos quejas, no exigíamos compensaciones. Levantamos el país desde las ruinas, lo creamos como pudimos porque creíamos que lo hacíamos para nosotros mismos, para nuestros hijos.

Construíamos carreteras, túneles, puentes. Levantábamos fábricas, trabajábamos en el campo, creábamos sistemas de embalses que sostenían la agricultura. Y no solo construíamos, también manteníamos todo en orden.

Crecí en un pueblo, cerca de un río. Sabíamos que si no cuidábamos el cauce, en primavera el agua podría desbordarse e inundar nuestras casas.

Pero nadie esperaba a que vinieran los “especialistas”.

En primavera y otoño nos reuníamos todo el pueblo. Limpiábamos el cauce del río, retirábamos atascos, cortábamos los árboles viejos que podían obstruir el flujo del agua.

Nadie exigía dinero. Nadie esperaba órdenes “desde arriba”.

Y después del trabajo, extendíamos mantas en la hierba, sacábamos viandas de las bolsas y compartíamos entre todos. Por la noche alguien traía una guitarra, y todo el pueblo cantaba.

Éramos una sola familia.

Hoy la gente ha cambiado
Ahora nadie quiere tomar responsabilidad por su propia vida.

Veo a jóvenes fuertes y sanos, quejándose en las redes sociales de que bajo su ventana se ha caído un puente o se ha roto una tubería, que escriben a la administración y no reciben respuesta.

Y me dan ganas de preguntar:

“¿Y tú qué has hecho?”

¿Por qué no has reunido a los vecinos, salido afuera, limpiado, reforzado, reparado? ¿Por qué esperas que alguien venga y resuelva tus problemas?

No justifico a las autoridades. Tienen muchos pecados; han olvidado que su trabajo no es solo sentarse en oficinas y prometer.

Pero la gente también ha cambiado.

Hoy cada uno va por su lado.

Algunos ganan dinero con todo lo que pueden, venden la tierra que alimentó generaciones, extraen agua de los embalses por su propio beneficio.

Y cuando llega la desgracia, se encogen de hombros: “¿Y qué podíamos hacer?”

Estoy orgulloso de mi generación
Sé que nos llaman “viejos”. Que se ríen de nuestras costumbres, de nuestra fortaleza.

Pero, ¿saben qué?

Estoy orgulloso de cómo vivimos.

Orgulloso de que supiéramos lo que era trabajar.

Que no nos escondíamos tras las espaldas de otros, sino que resolvíamos los problemas por nosotros mismos.

No esperábamos ayuda del estado, construíamos nuestra vida con nuestras propias manos.

Éramos unidos. Auténticos.

Honestos.

Humanos.

Vivíamos, no solo existíamos.

Y éramos felices.

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