Nuera bloquea mi camino hacia el nieto porque me niega a ser niñera de su hijo travieso.

Me llamo Dolores Aranda. Tengo sesenta y tres años. Toda mi vida he intentado ser una madre ejemplar, una mujer honesta, no meterme en la vida ajena ni dar consejos si no me los piden. Pero, al parecer, esa misma actitud ha sido mi error. Ahora me encuentro en una situación que no le desearía ni a mi peor enemiga: mi nuera me ha declarado el boicot y mi hijo me ha dado la espalda como si no existiera. Todo por un día, por un niño… y por mi negativa.

Cuando Alejandro, mi único hijo, me dijo que se casaba, me alegré. Ya tenía treinta años, era hora de formar una familia. Rezaba para que encontrara a una buena chica con quien compartir su vida. La primera impresión de Lucía, su novia, no fue mala: callada, agradable, aparentemente tranquila. Eso sí, con un hijo de un matrimonio anterior. Pero pensé que no era asunto mío, lo importante era que mi hijo fuera feliz.

Tras la boda, Lucía se quedó embarazada. El embarazo fue complicado, pasó casi nueve meses en el hospital. Su hijo mayor se repartía entre su padre y su abuela materna. Yo no me entrometí, ni ofrecí ayuda, pues no me la pidieron. A mi nieto, el hijo de ambos, no lo vi hasta cinco meses después del parto. Hasta entonces, yo llamaba para preguntar por el pequeño y por Lucía. Las respuestas eran corteses, pero frías.

Cuando fui a conocer al bebé, llevé regalos: para el recién nacido y para el hijo mayor de Lucía. Ella los aceptó sin emoción. El niño ni siquiera dio las gracias. No me ofendí, supuse que sería tímido. Al despedirme, le dije a Lucía que si alguna vez necesitaba ayuda, que me avisara.

Dos semanas después, llamó. Le dolía una muela, su suegra no podía acudir y me pidió que me quedara con los niños. No me negué. Fui, escuché sus instrucciones rápidas y me quedé al cargo del bebé y de su hijo mayor.

Desde el primer momento, el mayor dejó claro que yo no pintaba nada allí. Ignoraba mis palabras, no respondía cuando lo llamaba, se negaba a jugar conmigo. Luego empezó a hurgar en mi bolso. Se lo recriminé con suavidad. Él, en respuesta, me dijo: “¡Esta es mi casa, y hago lo que quiero!” y me dio una patada en la pierna. Intenté razonar con él, pero se encerró en su habitación y, al rato, volvió con una pistola de agua y me roció la cara. Perdí la paciencia. Le quité el juguete y le regañé con firmeza.

Más tarde, Lucía me pidió que le diera de comer. Pero en cuanto le serví un plato de sopa, empezó a escupirla, manchando la mesa y las paredes. Me quedé sin palabras. No por sus rabietas—los niños son así—pero por su total falta de respeto y límites. Nadie me había avisado de que el niño tuviera problemas; pensé que era un niño sano. Pero su comportamiento era inaceptable. Cuando Lucía regresó, le pregunté sin rodeos: “¿Tu hijo está bien, mentalmente?”

Ella me miró como si estuviera loca y dijo, tranquila: “Está perfectamente”. Le expliqué que nunca más me quedaría sola con él, porque me había pegado, insultado, mojado y registrado mis cosas. Ella respondió: “Tendrías que haber sabido manejarlo”.

Me fui. Lucía dejó de responderme. Cuando le pregunté a mi hijo cuándo podría ver a mi nieto, se hizo el remolón y al final me dijo: “Habla con Lucía”. Pero ella no quiso hablar. A través de mi hijo me mandó decir que no pensaba “agobiarme con su niño malcriado”.

Alejandro escuchó mi versión, pero Lucía ya le había contado su propia historia. Dijo que necesitaba “pensarlo bien” y dejó de llamar.

Ahora, como abuela, me han quitado el derecho de ver a mi nieto. Todo por negarme a ser niñera gratis de un niño que no respeta normas. Si Lucía le hubiera corregido aunque fuera una vez, explicándole que no se pega a los mayores ni se tocan las cosas ajenas, quizá nada de esto habría pasado. Pero en vez de eso, silencio y distancia.

No busqué conflicto. No quería enemistades. Pero no pienso dejarme humillar. Soy madre. Soy abuela. Y merezco, al menos, un poco de respeto.

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MagistrUm
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