A veces, basta una sola frase, una palabra suelta, para que el mundo que construiste durante años se derrumbe en un instante. Eso fue exactamente lo que me ocurrió. Aún no puedo creer que esto no fuera un capítulo de telenovela, sino mi propia vida.
Me llamo Lucía, y hasta hace unos días, era una novia. Feliz, enamorada, esperando ansiosa lo que creía sería la etapa más luminosa de mi vida. Javier y yo llevábamos casi tres años juntos. No era perfecto, pero ¿quién lo es? Éramos como dos mitadesdiscutíamos, nos reconciliábamos y soñábamos. Y cuando quedé embarazada, Javier no huyó, como otros hubieran hecho. Me pidió matrimonio y empezamos a organizarlo todo. Parecía un sueño.
Elegir el vestido fue largo, con las manos temblorosas al rozar el encaje. El restaurante, el menú, la músicatodo planeado al detalle. Mi madre lloraba de emoción, y mi padre él era reservado, pero pensé que eran nervios. Aquel día, me desperté temprano, me miré al espejo y no lo creíaera mi cuento de hadas.
Nos casamos por lo civil, todos aplaudían y gritaban “¡Vivan los novios!”. Luego, empezó el banquete en un elegante restaurante en el centro de Madrid. Música, brindis, baile. Todos estaban felices. Todos, menos yo.
Una hora después, salí a tomar aire. Sin querer, escuché una conversación que me dejó el mundo patas arriba. Mi padre estaba con Javier fumando en un rincón. No quise entrometerme, pero al oír a mi padre, me detuve.
“Yo también caí en eso”, decía él con una sonrisa sarcástica. “Me casé con su madre por necesidad. Sin amor, sin felicidad. Solo una eterna obligación. No debiste empezar esto, Javier. Ella, como su madre, solo arruinará tu vida. La suya y la tuya”.
Me quedé paralizada. No recuerdo cómo seguí caminando. No lo creía. No era solo un golpe. Era una doble traición. Mi padre, a quien veneraba, mi modelo de familia, el hombre en quien más confiaba. Y mi prometido. No lo negó. Solo guardó silencio y asintió. Él lo sabía. Ambos lo sabían. Y nadie se detuvo, nadie lamentó haberlo dicho en voz alta.
Huir fue lo único que pude hacer. Sin explicaciones. Sin mirar atrás. Solo caminar sin rumbo. No llorésollocé. Temblaba. Todo en mí se retorcía de dolor. No había hogar, ni familia, ni amor. Todo se volvió extraño, sucio, engañoso. Creí que mi familia era ejemplar. Pero crecí en una ilusión.
Desaparecí. Volví a casa dos días después. No hablé con nadie. En silencio, dejé las llaves del coche que mi padre me había regalado sobre su mesa. Luego llamé a Javier. Solo le dije: “Hoy presentaré los papeles del divorcio. Ya no somos marido y mujer”. Al principio, no lo creyó, gritó, suplicó, intentó justificarse. Pero todo había terminado. Lo borré de mi vida.
Sí, es difícil. Pero quizás esta verdad fue mi salvación. Porque, de no haber escuchado esa conversación, habría vivido engañada, construyendo un futuro con alguien que, desde el principio, no quería esa vida. Alguien que me veía como una obligación, un error.
Ahora estoy sola. Con una cicatriz en el corazón y un hijo en el vientre. Pero estoy libre. Y nunca más permitiré que nadie me traicione. A veces, es mejor huir de una boda que pasar una vida entera en una mentira.