Al escuchar la conversación entre mi padre y mi prometido, me escapé de la boda.
A veces, una sola frase, una palabra inesperada, puede hacer que el mundo que construiste durante años se derrumbe en un segundo. Eso es exactamente lo que me ocurrió a mí. Aún me cuesta creer que esto no sucedió en alguna serie de televisión, sino en mi propia vida real.
Me llamo Inés y, hasta hace un par de días, era una novia feliz, enamorada, esperando la etapa más importante y luminosa de mi vida. Estuve saliendo con Álvaro durante casi tres años. No es que todo fuera perfecto, pero ¿quién lo tiene todo perfecto hoy en día? Éramos como dos mitades: discutíamos, nos reconciliábamos, soñábamos. Y cuando me quedé embarazada, Álvaro no salió corriendo como muchos otros, no se escondió detrás de promesas vacías. Me propuso matrimonio y comenzamos a planear la boda. Todo parecía un sueño.
Elegir el vestido me llevó tiempo, tocando el encaje con manos temblorosas. El restaurante, el menú, la música: todo estaba pensado hasta el último detalle. Mi madre lloraba de felicidad, y mi padre… mi padre era parco en palabras, pero pensaba que eso se debía a los nervios. Ese día me desperté temprano, miré en el espejo y no podía creerlo: ahí estaba mi cuento de hadas.
Nos casamos en el registro civil, todos aplaudían y gritaban “¡Vivan los novios!”. Y luego empezó el banquete en un restaurante lujoso en el centro de Madrid. Música a todo volumen, brindis, bailes. Todo el mundo se divertía. Todos, menos yo.
Aproximadamente una hora después de que comenzara la celebración, salí a tomar aire fresco. Y, por coincidencia, fui testigo de una conversación que lo cambió todo. Mi padre estaba con Álvaro, fumaban en la esquina. No tenía intención de escuchar, pero al oír la voz de papá, me detuve.
“Yo también me vi atrapado alguna vez —decía él con una sonrisa irónica—. Tuve que casarme con su madre porque se quedó embarazada. Ni amor, ni felicidad. Sólo un perpetuo sentimiento de obligación. No debiste empezar esto, Álvaro. Ella, igual que su madre, solo arruinará tu vida. La suya y la tuya”.
Me quedé helada. No recuerdo cómo movía las piernas. No podía creerlo. No era solo un golpe. Era una traición que venía de ambos lados. Mi padre, a quien admiraba y que era mi modelo de familia, el hombre en quien más confiaba en el mundo. Y mi prometido. No replicó. Solo calló y asintió. Lo sabía. Ambos lo sabían. Y nadie se detuvo, nadie se arrepintió de haberlo dicho en voz alta.
Hui. Sin explicaciones. Sin mirar atrás. Simplemente caminé donde mis ojos me llevaban. No lloraba, sollozaba. Temblaba. Todo dentro de mí se contraía de dolor. No había hogar, ni familia, ni amor. Todo se había vuelto ajeno, sucio, engañoso. Pensaba que mi familia era un ejemplo. Pero resultó que crecí en una ilusión.
Desaparecí. Regresé a casa solo dos días después. No hablé con nadie. Dejé en silencio las llaves del coche que mi padre me había regalado sobre su mesa. Luego llamé a Álvaro. Le dije una sola cosa: “Hoy presentaré el divorcio. Ya no somos marido y mujer”. Al principio, no lo creyó, comenzó a gritar, suplicar, justificarse. Pero todo había terminado. Lo borré de mi vida.
Sí, es difícil. Pero, tal vez, fue precisamente esta verdad la que me salvó. Porque si no hubiera escuchado esa conversación, habría vivido en un engaño, construyendo el futuro con alguien que desde el principio no deseaba esta vida. Alguien que me veía como una obligación, como un error.
Ahora estoy sola, con una cicatriz en el corazón y un hijo en mi vientre. Pero soy libre. Y nunca más permitiré que me traicionen. A veces es mejor escaparse de una boda que pasar la vida entera en una mentira ajena.