La Nota en el Frigorífico
Isabel Rodríguez despertó a las seis y media, como siempre. Aún era de noche, pero su reloj interno funcionaba sin fallar desde hacía cuarenta años. Se levantó, se envolvió en su bata y arrastró los pies hacia la cocina para poner el hervidor.
En el frigorífico brillaba un trozo de papel sujeto por un imán con forma de mariquita. Extraño, no estaba ahí la noche anterior.
Isabel lo despegó y encendió la luz. La letra era desconocida, torpe, como escrita por alguien que no solía usar esa mano.
«Isabel Rodríguez: Disculpe las molestias. Soy su vecina del piso de enfrente. Me llamo Carmen. Me da mucha vergüenza pedirlo, pero no tengo a quién más recurrir. ¿Podría prestarme un poco de azúcar? Se lo devolveré. Piso 47. Muchas gracias. Carmen Gutiérrez».
Isabel frunció el ceño. ¿Vecina del cuarenta y siete? Pero allí vivían los Martínez, una familia con niños. Ella conocía a todos los vecinos del edificio de memoria, pues llevaba diez años como representante de la comunidad.
El hervidor silbó. Dejó la nota a un lado y empezó a preparar el desayuno. Algo le inquietaba. ¿Cómo había entrado esa Carmen en el piso? ¿Y por qué no se había enterado de que los Martínez se habían mudado?
Tras desayunar, se vistió y salió al rellano. Se detuvo frente al piso cuarenta y siete, escuchando. Silencio. Ni voces infantiles, ni ruidos. Solo el murmullo de un televisor.
Titubeó antes de tocar el timbre.
—¿Quién es? —respondió una voz femenina ronca.
—Soy Isabel, del piso cuarenta y ocho. ¿Dejó usted una nota pidiendo azúcar?
El cerrojo cedió, y la puerta se abrió lo justo para dejar ver un rostro arrugado y un ojo desconfiado.
—¿Es usted Isabel Rodríguez? —preguntó la desconocida con recelo.
—Sí. ¿Usted es Carmen Gutiérrez?
—Sí, sí. Pase, por favor.
La cadena se soltó, y la puerta se abrió por completo. Isabel entró y se sorprendió. El decorado era totalmente distinto. Ni rastro de juguetes, ni paredes coloridas, ni fotos familiares. Todo era modesto, limpio, pero anticuado.
—Siéntese, por favor —la mujer señaló el sofá—. ¿Quiere un café?
—Gracias, no me resisto.
Isabel la observó. Carmen aparentaba unos setenta años, quizá más. El pelo blanco, peinado con esmero; el rostro, surcado de arrugas, pero los ojos vivos, alerta.
—Perdone las molestias —dijo Carmen, sirviendo el café—. Se me acabó el azúcar, y me da miedo salir a comprar. Las piernas ya no me responden.
—No es nada. Pero dígame, ¿dónde están los Martínez? ¿Se han mudado?
Carmen se quedó inmóvil con la taza en la mano.
—¿Los Martínez? No conozco a nadie con ese apellido. Yo llevo viviendo aquí mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Quince años, quizá. O más.
Isabel sintió un ligero mareo. ¿Quince años? Imposible. Había visto a los Martínez la semana pasada. La madre empujando el carrito del bebé, el hijo mayor corriendo junto a ellos.
—Carmen, ¿cómo puso la nota en mi frigorífico? Yo siempre cierro con llave.
La anciana parpadeó, desconcertada.
—¿Nota? ¿Qué nota?
—La que dejó esta mañana. Sobre el azúcar.
—Yo no he dejado ninguna nota. ¿Qué está diciendo?
Isabel sacó el papel del bolsillo y se lo mostró.
—Mire, está su nombre escrito.
Carmen lo tomó, lo examinó largo rato, pasando el dedo por las líneas.
—No lo sé —dijo al fin—. No es mía. Yo no he escrito esto.
—Pero pone Carmen Gutiérrez.
—Sí, ese es mi apellido. Pero la nota no es mía. ¿Quizá alguien gastó una broma?
Isabel sintió que la realidad se desdibujaba. La vecina parecía sincera, pero ¿quién había escrito la nota entonces? ¿Y cómo la había puesto en su frigorífico?
—Mire —dijo, poniéndose de pie—, le traeré el azúcar. Quédese con la nota, por si acaso recuerda algo.
—Muchas gracias. Es muy amable.
Isabel regresó a su piso con más preguntas que respuestas. Llenó un tarro de azúcar y lo llevó a su vecina.
—Carmen, ¿puedo preguntarle algo más?
—Claro, adelante.
—¿Recuerda a los Martínez? Marido, mujer, dos niños. Vivían en este piso.
La anciana movió la cabeza con aire pensativo.
—No, no los recuerdo. Aunque… Espere. Creo que antes vivía alguien aquí. Pero no lo tengo claro. La cabeza ya no es lo que era.
—¿Habla con otros vecinos?
—Casi con ninguno. Todos son jóvenes, trabajan, no tienen tiempo para una vieja. Solo el señor Antonio, del primero, viene a veces a traerme la compra.
Isabel conocía al señor Antonio. Llevaba en el edificio desde el principio y podría explicarlo todo.
—Gracias por el azúcar —dijo Carmen—. Se lo devolveré.
—No hace falta. No es nada.
Isabel bajó al primer piso y llamó a la puerta de Antonio. El hombre abrió al instante, como si la esperara.
—¡Isabel! Pase, pase. ¿Quiere un café?
—No, gracias. Antonio, dígame, ¿quién vive en el cuarenta y siete?
—¿Quién va a ser? Carmen Gutiérrez. Buena mujer, aunque muy enferma.
—¿Y los Martínez?
—¿Qué Martínez?
—Los que vivían allí antes. La familia con niños.
Antonio la miró con atención.
—Isabel, ¿se encuentra bien? Nunca ha habido ningún Martínez en este edificio. Carmen lleva en el cuarenta y siete veinte años como mínimo.
—¡Pero si los he visto yo! ¡Hace nada!
—Quizá los confundió con otros. La edad, ya sabe, es traicionera. La memoria empieza a fallar.
Isabel sintió que las piernas le flaqueaban. ¿Tenía razón Antonio? ¿Se lo había imaginado todo?
—Antonio, ¿qué le pasa a Carmen? Dijo que estaba enferma.
—Pobre mujer. Tiene demencia. Se olvida de todo. A veces no recuerda si ha comido o cómo se llama. Yo la ayudo, le traigo la compra. No tiene a nadie más.
—Entiendo —murmuró Isabel.
Subió a su piso sintiéndose perdida. Volvió a mirar el sitio donde había estado la nota. El imán de la mariquita seguía pegado al frigorífico.
El resto del día no pudo concentrarse. Las ideas se le enredaban, la cabeza parecía nublada. ¿Estaría empezando a perder la memoria? ¿Se estaría inventando cosas?
Por la noche, su hijo Javier la llamó.
—Mamá, ¿cómo estás? ¿Qué tal?
—Javi, dime la verdad, ¿he estado actuando raro últimamente?
—¿Raro? ¿En qué sentido?
—Que si olvido cosas, que si me lío.
—No, mamá, estás normal. ¿Qué ha pasado?
Isabel le contó lo de la nota y la vecina. Javier la escuchó con paciencia.
—Mamá, quizá esa Carmen no estaba bien cuando escribió la nota. Tú has dicho que tiene demencia. Pudo hacerlo y olvidarse.
—Pero ¿cómo entró en mi casa?
—¿Estaba la puerta abierta? ¿O le pidió a alguAl día siguiente, cuando Isabel miró una vez más el frigorífico, ya no había notas, solo el silencio de una casa que, por fin, parecía haber dejado atrás sus fantasmas.