Notas en el refrigerador

**Nota en la nevera**

Me desperté a las seis y media, como siempre. Aún estaba oscuro fuera, pero mi reloj interno nunca fallaba después de cuarenta años. Me levanté, me puse la bata y me dirigí a la cocina para preparar el café.

En la nevera, un papel blanco destacaba sobre el imán con forma de mariquita. Qué raro, anoche no estaba ahí.

Lo cogí y encendí la luz. La letra era desconocida, torpe, como si alguien hubiera escrito con la mano equivocada.

*”Buena mañana, señora. Perdone la molestia. Soy su vecina del piso de enfrente. Me llamo Verónica. Me da mucha vergüenza pedir esto, pero no tengo a quién más recurrir. ¿Podría prestarme un poco de azúcar? Se lo devolveré sin falta. Piso 47. Muchas gracias. Verónica Méndez.”*

Arrugué el ceño. ¿Vecina del 47? Pero ahí vive la familia González, con sus dos hijos. Lo sabía porque llevaba diez años como presidenta de la comunidad.

La tetera silbó. Dejé la nota a un lado y me puse a preparar el desayuno. Algo no cuadraba. ¿Cómo había entrado Verónica en ese piso? ¿Y por qué no me enteré de que los González se habían mudado?

Después del desayuno, salí al rellano y me detuve frente al piso 47. Escuché. Silencio. Ni risas de niños ni ruido de televisión. Solo un leve murmullo, como un susurro.

Titubeé antes de tocar el timbre.

—¿Quién es? —respondió una voz ronca de mujer.

—Soy Carmen Ruiz, del 48. ¿Usted dejó la nota sobre el azúcar?

El cerrojo sonó y la puerta se abrió lo justo para dejar ver un ojo arrugado tras la cadena.

—¿Es usted Carmen Ruiz? —preguntó con desconfianza.

—Sí. ¿Usted es Verónica?

—Sí, sí. Pase, por favor.

La cadena se soltó y la puerta se abrió por completo. Al entrar, me sorprendió. El lugar no tenía nada que ver con el hogar de los González. Sin juguetes, sin fotos familiares. Todo era modesto, limpio, pero anticuado.

—Siéntese, por favor —dijo la mujer, señalando el sofá—. ¿Quiere un café?

—Gracias, sí.

La observé mientras movía las tazas. Verónica tendría setenta años, quizá más. El pelo gris, recogido con cuidado. Arrugas profundas, pero los ojos vivos, atentos.

—Perdone las molestias —murmuró—. Se me acabó el azúcar y me da miedo salir. Las piernas ya no me responden.

—No pasa nada. Pero dígame, ¿dónde están los González? ¿Se mudaron?

Verónica se detuvo con la taza en el aire.

—¿Los González? No conozco a nadie con ese nombre. Llevo años viviendo aquí.

—¿Cuántos años?

—Quince, quizá más.

Me mareé levemente. ¿Quince años? Imposible. Había visto a los González la semana pasada. La madre empujando el carrito del bebé, el hijo mayor correteando alrededor.

—Verónica, ¿cómo puso la nota en mi nevera? Yo siempre cierro con llave.

La anciana parpadeó, confundida.

—¿Nota? ¿Qué nota?

—La que dejó esta mañana. Pidiendo azúcar.

—Yo no he dejado ninguna nota. ¿De qué habla?

Saqué el papel del bolsillo y se lo mostré.

—Mire, aquí está su nombre.

Lo tomó y lo examinó, pasando el dedo por las palabras.

—No lo entiendo —dijo al final—. No es mío. No escribí esto.

—Pero pone Verónica Méndez.

—Sí, Méndez es mi apellido. Pero no he escrito nada. ¿Alguien habrá gastado una broma?

Me sentí perdida. Verónica parecía sincera. ¿Quién, entonces, había escrito la nota? ¿Y cómo la pusieron en mi nevera?

—Mire —dije, levantándome—, le traeré el azúcar. Quédese con la nota, por si acaso recuerda algo.

—Muchas gracias. Es usted muy amable.

Volví a mi piso con más preguntas que respuestas. Llené un tarro con azúcar y se lo llevé.

—Verónica, ¿puedo preguntarle algo más?

—Claro, dígame.

—¿Recuerda a la familia González? Padre, madre, dos niños. Vivían aquí.

Meneó la cabeza, pensativa.

—No, no los recuerdo. Aunque… Espere. Creo que alguien vivió aquí antes. Pero no lo sé con seguridad. La memoria ya no es lo que era.

—¿Y habla con otros vecinos?

—Casi con nadie. Todos son jóvenes, trabajan, no tienen tiempo para una vieja. Solo el señor Antonio, del primero, a veces me trae la compra.

Conocía al señor Antonio. Llevaba décadas en el edificio. Él podría explicarlo.

—Gracias por el azúcar —dijo Verónica—. Se lo devolveré.

—No hace falta.

Bajé al primer piso y llamé a su puerta. El anciano abrió al instante.

—¡Carmen! Qué sorpresa. ¿Un café?

—No, gracias. Don Antonio, ¿quién vive en el piso 47?

—¿Cómo quién? Verónica. Buena mujer, aunque enferma.

—¿Y los González?

—¿Qué González?

—Los que vivían ahí antes. Familia con niños.

Me miró con preocupación.

—Carmen, ¿se encuentra bien? Nunca ha habido nadie con ese nombre aquí. Verónica lleva veinte años en ese piso.

—¡Pero si los he visto! ¡Hace poco!

—A lo mejor los confundió con otros. La edad, ya sabe… A veces la memoria nos juega malas pasadas.

Sentí que las piernas me flaqueaban. ¿Tenía razón don Antonio? ¿Lo había imaginado todo?

—Don Antonio, ¿qué le pasa a Verónica? Dijo que estaba enferma.

—Pobre mujer. Tiene demencia. Se le olvidan las cosas. A veces no recuerda si ha comido o cómo se llama. Yo le ayudo, le traigo la compra. No tiene a nadie más.

—Ya veo —murmuré.

Al subir a mi piso, me sentí completamente desorientada. En la cocina, miré de nuevo el lugar donde estuvo la nota. El imán de la mariquita seguía pegado.

El resto del día fue un borrón. Pensamientos confusos, niebla mental. ¿Estaría empezando a perder la cabeza? ¿Serían imaginaciones mías?

Por la noche, llamó mi hijo Javier.

—Mamá, ¿qué tal? ¿Algo nuevo?

—Javi, dime la verdad. ¿Me he portado raro últimamente?

—¿Raro? ¿En qué sentido?

—Que si olvido cosas, que si confundo algo.

—No, mamá, estás normal. ¿Pasó algo?

Le conté lo de la nota y la vecina. Javier escuchó con atención.

—Mamá, quizá Verónica escribió la nota en un mal momento. Tú misma dijiste que tiene demencia. Podría haberla escrito y olvidarlo.

—¿Pero cómo entró en mi casa?

—Quizá no cerraste bien. O le pidió a alguien que la dejara.

Su explicación me calmó un poco.

Al día siguiente, volví a ver a Verónica. Quería asegurarme de que estuviera bien.

La puerta la abrió un hombre desconocido, vestido de obrero.

—¿Busca a alguien? —preguntó.

—A Verónica. Soy su vecina.

—Ah, claro. Pase. Pero no está bien.

Entré. Verónica yacía en el sofá, cubierta con una manta. Pálida, los ojos vidriosos.

—Verónica, ¿cómo está? —pregunt—Verónica… —susurré, pero ella solo cerró los ojos, como si ya no quedara nada más que decir, y en ese momento entendí que algunas historias nunca tienen respuesta, solo el silencio que queda cuando el tiempo borra lo que fuimos.

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