**Nota en la nevera**
Me desperté a las seis y media, como siempre. Aún estaba oscuro fuera, pero mi reloj interno no falla desde hace cuarenta años. Me levanté, me puse la bata y arrastré los pies hacia la cocina para poner la tetera.
En la nevera había un papel pegado con un imán en forma de mariquita. Qué raro, anoche no estaba ahí. Lo despegué y encendí la luz. La letra era desconocida, torpe, como si alguien hubiera escrito con la mano izquierda.
*”Estimada señora Carmen: Disculpe la molestia. Soy su vecina del piso de enfrente. Me llamo Esperanza. Me da mucha vergüenza pedirle esto, pero no tengo a quién más recurrir. ¿Podría prestarme un poco de azúcar? Se lo devolveré enseguida. Vivo en el piso 7B. Muchísimas gracias. Esperanza Sánchez Fernández.”*
Arrugué el ceño. ¿Vecina del 7B? Pero ahí vive la familia Martínez, con sus dos niños. Conozco a todos los vecinos del edificio de memoria, llevo diez años como presidenta de la comunidad.
La tetera silbó. Dejé la nota a un lado y me puse a preparar el desayuno, pero algo no me cuadraba. ¿Cómo había entrado esa Esperanza en el piso? ¿Y por qué no me enteré de que los Martínez se habían mudado?
Después de desayunar, me vestí y salí al rellano. Me quedé un rato frente al 7B, escuchando. Silencio. Ni risas de niños ni ruidos, solo el murmullo de un televisor.
Titubeé antes de tocar el timbre.
—¿Quién es? —respondió una voz femenina y ronca.
—Soy Carmen, de al lado. ¿Usted dejó la nota del azúcar?
El cerrojo se descorrió y la puerta se entreabrió con la cadena puesta. Entre la rendija asomó un rostro arrugado y un ojo desconfiado.
—¿Es usted Carmen? —preguntó la desconocida.
—Sí. ¿Usted es Esperanza?
—Sí, sí. Pase, por favor.
La cadena se soltó y la puerta se abrió por completo. Al entrar, me sorprendió. El piso era totalmente distinto. Nada de juguetes infantiles, ni fotos familiares ni paredes coloridas. Todo era modesto, limpio y muy anticuado.
—Siéntese, por favor —dijo la mujer, señalando el sofá—. ¿Quiere un té?
—Gracias, no me lo negaré.
Mientras esperaba, la observé. Esperanza debía de rondar los setenta y tantos. Llevaba el pelo blanco bien peinado, el rostro surcado de arrugas, pero sus ojos estaban vivos y atentos.
—Perdone la molestia —comentó ella mientras servía el té—. Se me acabó el azúcar y me da miedo ir a la tienda. Las piernas ya no me responden.
—No es nada. Pero dígame, ¿dónde están los Martínez? ¿Se han mudado?
Esperanza se quedó quieta con la taza en la mano.
—¿Los Martínez? No conozco a nadie con ese apellido. Yo llevo viviendo aquí mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Pues… quince años, quizá. O más.
Sentí un ligero mareo. ¿Quince años? Imposible. Había visto a los Martínez la semana pasada: la madre empujando el cochecito y el niño mayor corriendo a su lado.
—Esperanza, ¿cómo pegó la nota en mi nevera? Yo siempre cierro con la llave.
La anciana parpadeó, confundida.
—¿Qué nota?
—La que me dejó esta mañana. La del azúcar.
—Yo no he dejado ninguna nota. ¿De qué habla?
Saqué el papel del bolsillo y se lo mostré.
—Mire, aquí está su nombre.
Esperanza lo cogió y lo examinó con detenimiento, pasando el dedo por las líneas.
—No lo entiendo —dijo al fin—. No es mía. No la he escrito yo.
—Pero pone ‘Esperanza Sánchez Fernández’.
—Sí, ese es mi apellido. Pero la nota no es mía. ¿Será una broma?
Me sentí perdida. Parecía sincera, pero entonces, ¿quién escribió la nota? ¿Y cómo la puso en mi nevera?
—Mire, le traeré el azúcar —dije, levantándome—. Quédese con la nota, por si acaso.
—Muchísimas gracias. Es usted muy amable.
Volví a mi piso con más dudas que respuestas. Llené un tarro de azúcar y se lo llevé.
—Esperanza, ¿puedo preguntarle algo?
—Claro, dígame.
—¿Recuerda a los Martínez? Marido, mujer y dos niños. Vivían aquí.
La anciana negó lentamente.
—No, no los recuerdo. Aunque… Esperé. Creo que sí vivió alguien antes. Pero mi memoria ya no es lo que era.
—¿Habla con otros vecinos?
—Casi con ninguno. Todos son jóvenes, trabajan, no tienen tiempo para una vieja como yo. Solo el señor Antonio, del primero, viene a veces a traerme la compra.
Conocía al señor Antonio. Vivía en el edificio desde hacía décadas. Él podría aclararlo.
—Gracias por el azúcar —dijo Esperanza—. Se lo devolveré.
—No hace falta. Quédate con él.
Bajé al primer piso y llamé a la puerta del señor Antonio. Abrió al momento, como si estuviera esperándome.
—¡Carmen! Qué sorpresa. ¿Un café?
—Gracias, no. Antonio, ¿quién vive en el 7B?
—Pues Esperanza. Buena mujer, pero enferma.
—¿Y los Martínez?
—¿Qué Martínez?
—Los que vivían ahí antes. La familia con niños.
Me miró con preocupación.
—Carmen, ¿se encuentra bien? Nunca ha habido una familia Martínez en este edificio. Esperanza lleva veinte años viviendo en el 7B, por lo menos.
—¡Pero si los he visto! ¡Hace nada!
—Quizá los confundió con otros. La edad, ya sabe, juega malas pasadas. La memoria empieza a fallar.
Sentí que las piernas me flaqueaban. ¿Tenía razón el señor Antonio? ¿Me lo había imaginado todo?
—Antonio, ¿qué le pasa a Esperanza? Dijo que estaba enferma.
—Pobre mujer. Tiene alzhéimer. Se le olvidan las cosas. A veces no recuerda lo que comió o cómo se llama. Yo le echo una mano con la compra. No tiene familia.
—Ya veo —murmuré.
Subí a mi piso sintiéndome más confundida que nunca. Miré el imán de la mariquita, todavía pegado en la nevera.
El resto del día lo pasé sin concentrarme. ¿Estaría empezando yo también a perder la cabeza?
Por la noche, mi hijo Javier llamó.
—Mamá, ¿qué tal? ¿Alguna novedad?
—Javi, dime la verdad, ¿me he comportado rara últimamente?
—¿Rara? ¿En qué sentido?
—Que si me olvido de las cosas, que si confundo algo…
—No, mamá, estás perfecta. ¿Qué ha pasado?
Le conté lo de la nota y la vecina. Javier me escuchó con atención.
—Mamá, quizá esta Esperanza estaba muy mal cuando escribió la nota. Tú misma dices que tiene alzhéimer. Pudo escribirlo y olvidarlo.
—Pero ¿cómo entró en mi casa?
—Quizá no cerraste bien la puerta. O le pidió a alguien que la pusiera.
Su explicación me calmó un poco.
Al día siguiente, volví a casa de Esperanza para ver si necesitaba algo.
La puerta la abrió un hombre desconocido, vestido con ropa de trabajo.
—¿Desea algo? —preguntó.
—Busco a Esperanza, soy su vecina —dije, mientras el hombre me dejaba pasar y encontraba a la anciana pálida en el sofá, sus ojos vidriosos perdidos en un recuerdo que ya no existía, y al salir, con un nudo en el pecho, supe que jamás volvería a verla ni a encontrar respuestas, solo las notas fantasmas que seguían apareciendo, como ecos de una realidad que se desvanecía.