Nos quedaremos contigo unos días, porque no tenemos ni un duro para alquilar un piso propio me dijo mi amiga Alba.
Soy una mujer muy activa. A mis 65 años todavía consigo moverme de un sitio a otro y cruzarme con gente fascinante. Con una mezcla de alegría y melancolía recuerdo mis años de juventud, cuando se podía ir de vacaciones a donde se quisiera. Podíamos escaparnos a la costa de la Costa del Sol, montar una acampada con los colegas en la sierra de Guadarrama o navegar por el Ebro sin que el bolsillo se nos vaciara.
Todo eso ya pertenece al pasado.
Siempre me ha encantado conocer gente. Los encuentros surgían en la playa de la Barceloneta, en los teatros del Paseo del Prado, y con muchos de esos conocidos se mantuvieron amistades duraderas.
Un día conocí a una mujer llamada Almudena. Compartimos el mismo hostal en la isla de Tenerife durante unas vacaciones y, al terminar, nos despedimos como amigas. Pasaron algunos años; de vez en cuando nos enviábamos cartas y notas de felicitación por Navidad. Entonces, un día recibí un telegrama sin remitente que sólo decía: A las tres de la madrugada llega el tren. Espérame en la estación.
No entendía quién podía haberlo enviado. Por supuesto, mi marido y yo no habíamos planeado ningún viaje. Pero a las cuatro de la madrugada sonó el timbre. Al abrir la puerta me quedé helada de sorpresa: allí estaban Almudena, dos adolescentes Begoña y Lucía, una anciana abuela y un hombre. Llevaban una montaña de cosas. Mi esposo y yo nos quedamos boquiabiertos, pero los dejamos entrar. Almudena, con voz temblorosa, me preguntó:
¿Por qué no te fuiste después de nosotras? ¡Yo te mandé el telegrama! Y, de paso, el taxi cuesta 12.
Lo siento, no sabía quién lo había enviado respondí.
Pues tenía tu dirección, aquí estoy.
Yo pensaba que sólo íbamos a seguir escribiéndonos…
Más tarde, Almudena me explicó que una de las chicas había terminado este año el instituto y había decidido ir a la universidad. El resto de la familia había venido a apoyarla.
Vamos a quedarnos contigo. No tenemos pasta para alquilar y tú vives cerca del centro.
Me quedé pasmada. No éramos familiares, ¿por qué deberíamos acogerles? Teníamos que alimentarles tres veces al día; ellos traían algo de comida, pero no cocinaban. Yo era la única que tenía que atender a todos.
No aguanté más. Después de tres días les pedí a Almudena y a su familia que se fueran, sea donde sea. Se armó un escándalo del copón. Almudena empezó a romper platos y a gritar histéricamente. Me quedé sin palabras ante su comportamiento. Al final se marcharon. Lograron escabullir mi albornoz, varios toallas y, por arte de magia, un gran cazo de col. No sé cómo lo sacaron, pero el cazo desapareció como por arte de escobas.
Así terminó nuestra amistad. Gracias a Dios, nunca volví a saber de ella ni a verla. Ahora soy mucho más cautelosa cuando me acerco a desconocidos.
3 de noviembre de 2025.






