Mi marido Víctor y yo estamos planeando la boda de nuestra hija Carmen. Con 27 años, ya es hora de que forme su propia familia, sobre todo porque ha conocido a un chico estupendo, Javier. Es serio, trabaja como ingeniero, la cuida mucho y desde el principio nos cayó bien a Víctor y a mí. Todo parecía encaminarse hacia la boda: ya hablábamos de fechas, el vestido, los invitados. Pero cuando supe con qué “ajuar” había provisto a su hijo la madre de Javier, Luisa María, casi se me cae el alma a los pies. ¿Qué es esto, que volvemos a la Edad Media, donde el ajuar decide quién vale más?
Carmen es una chica muy inteligente. Terminó la universidad, trabaja como especialista en marketing y se mantiene sola. Siempre la enseñamos a ser independiente, a no depender solo de su marido. Pero, como padres, queríamos ayudar a la joven pareja al empezar. Decidimos darles dinero para la entrada de un piso, para que pudieran pedir una hipoteca. Además, fui preparando poco a poco un “ajuar” para Carmen: sábanas bonitas, vajilla, incluso cortinas nuevas para que su hogar fuera acogedor. Creía que eran detalles, pero que demostraban nuestro cariño. Javier, como novio, también aportaría: tenía ahorros y decía que quería que todo fuera equitativo entre ellos.
La semana pasada, Víctor y yo fuimos a casa de Luisa María para hablar de la boda. Es una mujer aparentemente refinada, siempre peinada como si viniera de la peluquería, y habla como si lo supiera todo. Nos sentamos a tomar café, y de pronto suelta: “Natalia, ¿qué le vais a dar a Carmen de ajuar? Porque en nuestra familia es tradición que la novia aporte algo al matrimonio”. Al principio pensé que bromeaba. ¿Qué ajuar? ¿Acaso tenemos que llevar vacas y arcas llenas de oro? Pero Luisa María iba en serio. Y entonces remató: “Yo le he dado a Javier un coche, pagado al contado, y la mitad del precio del piso. ¿Y vosotros?”
Casi se me escapa la taza de las manos. ¿Un coche? ¿La mitad de un piso? ¿Ahora resulta que nos va a pasar factura por su hijo? Me contuve, sonreí y dije que también ayudábamos a los jóvenes, pero sin entrar en detalles. Por dentro, hervía. No somos millonarios, pero hicimos todo lo posible por Carmen. ¿Y ahora nuestro ajuar son “pequeñeces”, mientras ella ha criado a un príncipe al que tenemos que colmar de regalos?
Al llegar a casa, se lo conté a Carmen. Se rió y dijo: “Mamá, ¿qué más da lo que den ellos? Javier y yo nos apañaremos solos”. Pero a mí me dolió. No por mí, sino por ella. Es tan buena, tan brillante, y ahora parece que la juzgan con una vara medieval. Hablé con Víctor, pero él, como siempre, lo quitó importancia: “Natalia, no le des más vueltas. Lo importante es que se quieren”. Fácil decirlo, pero yo no puedo evitarlo. ¿Por qué tenemos que dar explicaciones a Luisa María? ¿Y de dónde salen esas exigencias? ¿Piensa que su hijo es mercancía y tenemos que “pagar” por él?
A los pocos días, Carmen me contó que a Javier tampoco le gustan los comentarios de su madre. Dijo que el coche y el dinero están bien, pero no quiere que la boda se convierta en una subasta. “Me caso con Carmen, no con su ajuar”, le dijo. Eso me alivió algo. Javier tiene la cabeza bien puesta y, al parecer, quiere de verdad a mi hija. Pero Luisa María no se calla. Anteayer llamó para preguntar qué vestido le comprábamos, cuántos invitados llevaríamos y si íbamos a “aportar algo más importante” al ajuar. Por poco no le solté un par de verdades.
Ahora me pregunto: ¿cómo actuar en esta situación? Por un lado, no quiero pelearme con mi futura consuegra. La boda debe ser una fiesta, y sueño con ver feliz a Carmen. Pero, por otro, me repatea ese tono de que estamos en deuda. Víctor y yo trabajamos duro toda la vida, criamos a Carmen, le dimos educación, valores y amor. ¿No vale eso más que coches y pisos? Además, ¿no deberían los jóvenes labrarse su propio futuro? Nosotros empezamos con una habitación en un piso compartido y salimos adelante. Esto parece un concurso de riquezas.
Carmen, lista como es, intenta mediar. Dice: “Mamá, no te preocupes, Javier y yo lo solucionaremos. Si hace falta, pediremos un crédito y compraremos el piso sin ajuar”. Pero noto que a ella también le molesta. Quiere una boda alegre, no discusiones. He decidido no seguir ese juego con Luisa María. Que hable lo que quiera; nosotros haremos lo que creamos justo. Les daremos lo prometido y nos alegraremos por ellos. Si ella quiere medirse el bolsillo, allá ella.
Aun así, me queda un mal sabor. Quiero que la boda hable de amor, no de cuentas. Y sé que Carmen y Javier serán felices. Son jóvenes, fuertes y se quieren. En cuanto al ajuar… Que Luisa María se quede con sus coches. El verdadero ajuar de Carmen es su corazón, su inteligencia y su bondad. Y eso, en cualquier familia, vale más que todo el oro del mundo.