¿Nos empaqueta la comida para llevar?” — Un visita inolvidable

**Diario de un hombre**

A veces la vida te sorprende con situaciones tan absurdas que te dejan preguntándote si fue broma o realidad. La reciente visita de la familia de un compañero de trabajo de mi mujer fue uno de esos momentos que ahora recuerdo con un escalofrío en la espalda y la firme determinación de NO volver a invitar a “gente poco conocida pero simpática” a mi casa.

Vivimos en Valencia. Soy más bien hogareño, y aunque nuestro piso no es grande, tiene alma. Tenemos una hija, Lucía, y con ella cada día es una aventura. Mi mujer es sociable, trabaja en un equipo de proyectos y siempre cuenta historias del trabajo—quién dijo qué, cómo bromeaban, quién cubría a quién. En especial, mencionaba mucho a Javier: un tipo alegre, activo, en apariencia confiable. Ayuda cuando hace falta, cubre turnos, se esfuerza por los compañeros. En fin, mi mujer le tenía estima. Así que cuando un día comentó que Javier y su familia querían pasar por casa, no puse objeciones. Aunque me sorprendió—no éramos cercanos.

Y entonces, una tarde, aparecieron en la puerta: Javier, su esposa Raquel y su hija pequeña. La niña era de la edad de Lucía, y me alegré pensando que podrían jugar. Al principio, todo parecía normal. Raquel me cayó bien—sonriente, agradable… hasta que abrió la boca. Solo hablaba de una cosa: los niños, los niños, los niños. Tienen tres, y según ella, todo el mundo les debe algo: el gobierno debería pagar más, los jefes dar vacaciones cuando pidan, los abuelos cuidar a los nietos día y noche.

Escuchaba y asentía, pero por dentro hervía. Quería preguntarle: “Cuando tuvieron tres, ¿pensaron que otros cargarían con la responsabilidad?” Nosotros tenemos una hija, y sabemos lo que cuesta—económicamente, emocionalmente. Pero ellos tienen tres, y la culpa es de todos menos de ellos: la economía, el ayuntamiento, los abuelos, el colegio… Nunca de quienes decidieron tenerlos.

Me callé. No me gustan las discusiones en casa. Además, las niñas jugaban tranquilas, y mi mujer parecía contenta con la reunión. Como buen anfitrión, preparé todo con esmero—asé un pollo, hice ensaladas, un plato caliente, incluso un pastel casero. Puse la mesa, recibí con una sonrisa. Aunque yo apenas comí. Ellos tampoco, y pensé: “¿Será timidez?”

¡Qué equivocado estaba!

Cuando la cena estaba terminando y ya me alegraba de que sobrara comida—al menos mañana no tendría que cocinar—, Raquel, tras un sorbo de refresco, me soltó sin más:

“Oye, ¿nos lo podrías preparar para llevar? El pollo, las ensaladas… Es que apenas hemos comido para poder llevárnoslo. Este fin de semana no tenemos ganas de cocinar.”

El silencio se hizo en la sala. Me quedé helado. No podía creer que lo dijera en serio. Sin vergüenza. Sin rodeos. ¡Ella realmente esperaba irse con la comida!

Nunca en mi vida había preparado comida para llevar a nadie—no es costumbre aquí. Lo que ofreces en casa es para los invitados. ¿Pero que un invitado te pida llevarse tu cena? ¡Y encima como si fuera lo más normal!

Miré a mi mujer. Bajó la vista. Sabía lo incómodo que era. Forcé una sonrisa y dije:

“¿Para llevar? Bueno… no tengo tuppers, solo bolsas…”

Raquel asintió entusiasmada. Javier prefirió no hablar. Empaqué las sobras en dos bolsas, se las di, y mientras, solo una idea resonaba en mi cabeza: *nunca más*.

Cuando se marcharon, mi mujer dijo:

“Bueno, supongo que es lo que ella está acostumbrada… Tres niños, poco tiempo…”

Yo solo me reí amargamente:

“Sabes qué, me da igual a qué esté acostumbrada. Pero yo no me acostumbraré jamás a invitados así.”

Desde aquella noche, mi puerta está cerrada para quienes vienen con las manos vacías y expectativas altas. Sobre todo, para los que ven mi cocina como un restaurante gratuito.

**Lección aprendida:** La generosidad es virtud, pero hay quien la confunde con obligación. Y a esos, ni agua.

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