¿Nos casamos? Una propuesta llena de amor y pasión

Hagámonos novios

Santiago era un muchacho callado y humilde. Vivía con sus padres en un pueblo de Castilla, quizás por cómo lo criaron o porque así había nacido. Sus padres, Clara y Sebastián, nunca tuvieron problemas con él. Siempre obediente.

En la casa de al lado, sin embargo, no cesaban los gritos y las peleas. Bárbara, vecina de Clara y Sebastián, criaba sola a sus dos hijos, Miguelito y Toni, con apenas un año de diferencia. Pero eran unos diablillos, sobre todo el mayor, Miguelito, que ya había dejado a su madre sin saber qué hacer para calmarlo.

—¡Miguelito, otra vez molestando a tu hermano! Espera, ya verás… —se oía desde el patio la voz exasperada de Bárbara.

—¡Él empezó! Que no me provoque, y tú siempre tomas su parte —replicaba Miguelito, alzando la voz.

—¡Ay, qué manera de hablarle a tu madre! —se escuchaba desde la casa de al lado.

Y así, día tras día. Bárbara se quejaba ante Clara:

—No hay manera de controlar a mis demonios. En tu casa siempre hay paz. Tu Santiago es tan tranquilo, qué envidia, Clara. Pero claro, Sebastián también es calmado, debe ser de él que Santiago lo heredó. Mi marido era un terremoto, pendenciero, y por eso se fue antes de tiempo, todo por su carácter. Si no hubiera bebido, no se habría ahogado… Miguelito es igualito a él, aunque Toni es un poco más tranquilo, pero tampoco se deja. Ay, qué vida la mía.

—Sí, Bárbara, tus chicos son un torbellino —asentía Clara—. En la reunión de padres, la maestra puso a parir a tu Miguelito. Tú nunca vas.

Sus hijos, Santiago y Miguelito, iban a la misma clase, eran amigos y juntos caminaban al colegio. Santiago sacaba buenas notas; Miguelito, en cambio, apenas pasaba.

—No voy a esas reuniones. Me da vergüenza oír quejas de mis granujas, sobre todo de Miguelito, y con el trabajo… No te imaginas, Clara, si veo a sus maestros por la calle, me escondo. Sé que se pondrán a quejarse, y me pongo colorada y empiezo a sudar —confesaba Bárbara—. Qué envidia, Clara, envidia sana. Tu Santiago es un muchacho como debe ser, y los míos… —hizo un gesto de resignación y entró en su casa.

Los años pasaron, y los chicos crecieron. Miguelito siguió igual de revoltoso; dejó el instituto después de cuarto de la ESO, mientras Toni seguía estudiando.

—Me sacaré el carnet de conducir, haré la mili y luego me casaré —esos eran los planes de Miguelito.

Con Santiago ya hablaban de hombre a hombre. Ambos habían madurado. Santiago seguía siendo tímido y reservado, de carácter dulce. Le gustaba pasear solo por el bosque en verano y recoger setas. Por las noches, se sentaba en las escaleras del porche a tomar una infusión. Adoraba leer.

Terminó el instituto y se formó como electricista en la comarca. No tenía intención de irse del pueblo, y sus padres no lo habrían permitido. Era su único hijo.

—Aquí están tus raíces, hijo, aquí es donde debes vivir —había decidido Sebastián tiempo atrás, y Santiago no discutió. No quería marcharse.

Mientras estudiaba, viajaba cada día en autobús a la ciudad, a solo media hora. No le gustaba la ciudad, demasiada gente. No tenía novia, aunque algunas chicas le lanzaban miradas. Las más atrevidas le invitaban al cine, las que no sabían lo tímido que era. Él siempre se negaba, excusándose con que tenía que volver al pueblo. El autobús no pasaba con frecuencia y había que estar atento.

—Santiago, no te mezcles con esas chicas de ciudad —le advertía su madre con severidad—. Son todas muy listas y, antes de que te des cuenta, te habrán cazado.

—Déjame, madre, por favor… —se defendía él, apartando el comentario.

Iba a la casa de la cultura del pueblo, se juntaba con los chicos del lugar, a menudo con Miguelito. Pero no prestaba mucha atención a las chicas, y ellas tampoco a él. Nadie sabía que, en el instituto, le gustaba una chica, Anita, un año menor. Pero jamás lo había confesado, ni siquiera a sus amigos. Le daba miedo.

A solas, se reprochaba:

—¿Por qué no soy tan desenvuelto como Miguelito? A él le siguen las chicas en manada, y yo… Me dan miedo, me pongo colorado, me avergüenzo… Me gusta Anita, pero nunca se lo diré a nadie, y menos a ella. ¿Y si se ríe de mí? Cuando se me acerca, hasta las rodillas me tiemblan. Seguro que acabo soltero. Y Miguelito ya habla de casarse…

—Santiago, prepárate para mi boda. Será en la casa de la cultura. Vendrán chicas del pueblo de Verónica. No te quedes atrás, que acabarás como un ermitaño —se reía Miguelito, mostrando sus dientes blancos.

Verónica, la novia de Miguelito, era de un pueblo vecino, a cuatro kilómetros. Allí había encontrado el amor, aunque muchas jóvenes del pueblo suspiraban por él.

—Vale, Miguel, allí estaré —prometió Santiago.

La boda de Miguelito fue ruidosa, llena de alegría. Una cálida tarde de verano, con música, baile y muchos invitados. Santiago se sentaba a la mesa o salía a tomar el fresco; dentro hacía demasiado calor.

Fue entonces cuando la madrina de la novia, Daniela, lo vio. Lo observó un rato. Santiago era bien parecido, alto, de pelo oscuro y ojos grises, y las chicas que no lo conocían solían fijarse en él.

—Hola, acércate —oyó Santiago una voz risueña y vio ante sí a Daniela, la madrina.

—Hola —contestó, ruborizándose.

—Te conozco. Eres el hijo de tío Sebastián —continuó ella—. Tu padre viene a menudo a mi pueblo, es amigo del mío. Yo soy Daniela, y tú Santiago, ¿verdad? —dijo, entre afirmación y pregunta.

Santiago volvió a ponerse colorado. Balbuceó algo, la espalda empapada de nervios. Pero Daniela le gustaba, quizás por eso se turbó más. Ella seguía a su lado, parloteando, riendo, contándole cosas. Él apenas hablaba, más bien asentía y sonreía. Temía decir algo equivocado y parecerle tonto.

—Vamos a bailar, no podemos quedarnos aquí —lo tomó de la mano y lo arrastró a la pista.

Santiago jamás había bailado, pero, con la música, todo fluyó. Era una melodía lenta; él rodeó su cintura con un brazo, y ella lo guió.

—Qué bien se baila con una chica —pensó de pronto—. Y Daniela es muy agradable.

Bailaron una y otra vez. Santiago ni siquiera notó el paso del tiempo, cómo llegó la noche. Los invitados empezaban a irse cuando Daniela dijo:

—Me ha gustado estar contigo, Santiago, y bailar también. Pero ya me voy, me marcho con mi hermano. Nos veremos pronto. Hasta luego.

Al día siguiente, Santiago andaba como en una nube, recordando la velada. La imagen de Daniela, rubia y de ojos azules, no se le iba de la cabeza. Aquel encuentro le había cambiado la vida, pero no se atrevía a buscarla. Le daba vergüenza.

—¿Cómo voy a ir a su pueblo a buscarla? ¿Qué dirá la gente? Seguro que ya ni se acuerda de mí, quizás solo habló conmigo para pasar el rato —pensaba.

Un sábado por la tarde, alguien silbó fuerte junto a su ventana. Santiago asomó la cabeza y se quedó pasmado: era

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