Normas de Verano
Cuando el tren de cercanías frenó chirriando en la pequeña estación de Villalba de la Sierra, Carmen Álvarez ya estaba en el andén, sujeta al borde, estrechando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro rodaban unas manzanas reinetas, un bote de mermelada de cereza y un táper de empanadillas. Todo aquello, en realidad, era innecesario: los nietos venían bien comidos desde Madrid, con mochilas y bolsas llenas. Pero las manos de una abuela siempre necesitan preparar algo.
El tren tembló y las puertas se abrieron. Bajaron de golpe tres bultos: el larguirucho Marcos, su hermana pequeña Jimena, y una mochila que parecía tener vida propia.
¡Yaya! Jimena fue la primera en verla, saludando entusiasta mientras las pulseras tintineaban en su muñeca.
Carmen sintió cómo algo templado le subía hasta la garganta. Dejó la bolsa apoyada en el suelo y extendió los brazos.
Iba a decir ¡qué grandes estáis!, pero me guardo la lengua pensó. Ellos ya lo sabían.
Marcos se acercó un poco más despacio. La abrazó con un solo brazo, el otro sujeto a la mochila.
Hola, yaya.
Era casi una cabeza más alto que ella, con la sombra de la barba brotando en la barbilla, las muñecas finas, y unos auriculares sobresaliendo bajo la camiseta. Carmen miraba su cara intentando encontrar al crío que antes correteaba por el jardín en katiuskas, pero la vista se chocaba con detalles adultos.
El abuelo os espera abajo dijo ella. Vamos, que se me enfrían las croquetas.
Un momento, ¡una foto! Jimena ya tenía el móvil fuera, enfocó el andén, el tren y a Carmen. Para mis historias.
La palabra historias le pasó por el oído sin calar. Recordaba haber preguntado en invierno a su hija qué era eso, pero la explicación se había evaporado. Lo importante era ver sonreír a su nieta.
Bajaron las escaleras de cemento. Abajo, junto al viejo Seat Panda, les esperaba Rafael, el abuelo, serio. Salió al encuentro, le dio una palmada a Marcos, abrazó a Jimena y asintió con la cabeza a su esposa. Era discreto, pero Carmen sabía que estaba tan contento como ella.
Bueno, ¿vacaciones o qué? preguntó él.
Vacaciones, resopló Marcos, soltando la mochila en el maletero.
Durante el trayecto a casa callaron. Por la ventanilla pasaban casas bajas, pequeños huertos y algún chivo despistado. Jimena toqueteó el móvil; Marcos se rió mirando la pantalla. Carmen se sorprendió fijándose en las manos de sus nietos, en cómo los dedos revoloteaban siempre sobre esos rectángulos negros.
No importa, pensó. Lo fundamental es que aquí todo funcione a nuestra manera. El resto, a su aire, ya se irá viendo.
La casa les recibió con olor a croquetas y perejil. En la terraza, una mesa de madera vieja cubierta con un hule de limones. En la cocina, el sonido del aceite burbujeando y en el horno, un pastel de espinacas dorándose.
¡Esto parece una boda! exclamó Marcos asomando la cabeza.
Qué boda, ni boda, esto es la comida corrigió automáticamente Carmen y enseguida se mordió la lengua. Venga, a lavarse las manos en el lavadero.
Jimena, móvil en mano, disparaba fotos a los platos, a la ventana, y a la gata Tana, que husmeaba bajo la mesa.
Nada de móviles en la mesa dijo Carmen como quien no quiere la cosa al sentarse todos.
Marcos alzó la vista.
¿Cómo?
Lo que oyes interrumpió Rafael. Luego ya os pegáis lo que queráis.
Jimena dudó un segundo, pero dejó el móvil boca abajo junto al plato.
Solo era por la foto
Ya la tienes, Carmen la miró sonriendo. Ahora comemos, y luego subes lo que quieras.
La palabra subir le sonó rara, pero confió en que se entendiese.
Marcos arrastró el móvil hasta el borde de la mesa, como si le hubieran pedido quitarse el casco en una nave espacial.
aquí hay horario añadió Carmen mientras servía compota: comida a la una, cena a las ocho. Por la mañana arriba antes de las nueve. El resto, haced lo que os apetezca.
¿Antes de las nueve? repitió Marcos. ¿Y si veo pelis por la noche?
Por la noche se duerme dijo Rafael sin apartar la vista del estofado.
Carmen notó cómo se tensaba un hilo invisible sobre la mesa, así que añadió rápido:
No estamos en un cuartel, tranquilidad. Solo digo que si os pasáis el día durmiendo, al final ni veis el pueblo, ni la huerta, ni la bicicleta.
¡Yo quiero ir al río! saltó Jimena enseguida. Y pasear en bici. Y hacer sesiones de fotos en el jardín.
Esa expresión sonaba más moderna, y Carmen asintió.
Perfecto. Pero antes, algo de ayuda: hay que arrancar malas hierbas y regar las fresas. Aquí no venís de señoritos.
Yaya, si estamos de vacaciones empezó Marcos, pero Rafael lo cortó.
De vacaciones, pero no en balneario.
Marcos resopló y calló. Jimena, bajo la mesa, tocó con el pie la zapatilla de su hermano; él esbozó una mueca de resignación.
Tras la comida, cada uno subió a su cuarto a deshacer las maletas. Carmen se asomó al rato: Jimena colgaba camisetas en el respaldo de la silla, el neceser y los botes alineados en el alféizar. Marcos, tirado en la cama, pasaba el dedo por el móvil.
He cambiado todas las sábanas dijo Carmen. Si necesitáis algo, avisadme.
Todo guay, yaya contestó sin despegarse de la pantalla.
Ese guay le pinchó un poco, pero solo asintió.
Por la tarde, barbacoa. Y cuando descanséis, al huerto. Un par de horillas.
Uy gruñó Marcos.
Salió, cerrando la puerta, y se paró un momento en el pasillo. Oía la risa suave de Jimena, hablando por videollamada. De repente se sintió mayor, pero no por la espalda, sino como si la vida de los nietos se deslizara por un canal invisible al que ella no accedía.
No pasa nada, pensó. Todo es aprender. Lo importante: no apretar demasiado.
Esa tarde, cuando el sol ya caía, los tres estaban en el huerto. La tierra estaba cálida y crujía bajo las zapatillas. Rafael mostraba a Jimena qué era una mala hierba y qué, una zanahoria.
Esto, lo arrancas; esto, no le explicaba.
Y si me confundo Jimena se agachó, dudosa.
No pasa nada, hija intervino Carmen. No somos una cooperativa, aquí no pasa nada si te equivocas.
Marcos, apoyado en el rastrillo, miraba hacia la casa. En su ventana parpadeaba la luz azul del monitor olvidado.
¿No echarás de menos el móvil? preguntó Rafael.
Lo he dejado arriba, contestó Marcos.
Ese pequeño gesto le alegró a Carmen mucho más de lo confesable.
Los primeros días fueron un equilibrio inestable. Ella los despertaba tocando la puerta. Protestaban y daban vueltas en la cama, pero a las nueve y media entraban en la cocina. Desayunaban juntos, ayudaban un poco, luego cada uno se dispersaba: Jimena hacía sesiones de fotos con Tana y las fresas, subiéndolo todo al móvil; Marcos leía, escuchaba música o salía en bici.
Las normas se mantenían en pequeños detalles. Los móviles alejados de la mesa. Por la noche, silencio. Solo una vez, en la tercera noche, Carmen se despertó con una risa ahogada filtrándose a través de la pared. Miró el reloj: la una menos cuarto.
¿Aguanto o entro? dudó.
La risa sonó otra vez, seguida de un mensaje de audio inconfundible. Carmen suspiró, cogió la bata y llamó suavemente.
Marcos, ¿no duermes?
La risa cesó.
Un momento susurró.
Abrió la puerta entrecerrando los ojos por la luz. Tenía la mirada roja, el pelo alborotado, el móvil en la mano.
¿No duermes? intentó sonar suave.
Estoy viendo una peli
¿A la una?
Quedamos para verla todos a la vez y comentar
Imaginó a varios chicos, cada uno en su piso, tecleando a la vez.
Mira, te propongo le dijo: no me importa que veas pelis, pero si luego no duermes, por la mañana no hay quien te saque al huerto. Hasta medianoche, bien. A partir de ahí, a dormir.
Frunció el ceño.
Pero es que
Tus amigos están en Madrid. Aquí, las reglas son otras. Y no digo que a las nueve, pero a las doce sí.
Marcos calló, rascándose la cabeza.
Vale, hasta las doce.
Y la puerta cerrada, que la luz molesta. Pon el volumen bajo.
De vuelta a la cama, pensó que quizá había sido blanda. Debería ser más dura, como con su hija. Pero algo se resistía. Los tiempos son otros.
Los roces venían en detalles. Un día de calor, Carmen pidió a Marcos que ayudara a Rafael a mover unas tablas al cobertizo.
Ahora voy sin levantar la vista del móvil.
Diez minutos. Nada. Tablas igual.
Marcos, el abuelo mueve él solo le avisó Carmen, notando cómo el tono se le endurecía.
Espero a acabar esto contestó algo borde.
¿Qué escribes tanto? Parece que se acabe el mundo si no te contestan.
Él alzó la mirada, molesto.
Es importante. Jugamos un torneo.
¿Un torneo?
De un juego. Por equipos. Si me voy ahora, perdemos.
Iba a replicarle la importancia del huerto, pero vio los hombros en tensión y la boca apretada.
¿Cuánto queda?
Veinte minutos.
Vale. Veinte minutos y luego bajas, ¿de acuerdo?
Marcos asintió, volvió al móvil. Veinte minutos después la encontró poniéndose las deportivas.
Ya voy, ya se adelantó él.
Esos mínimos pactos le hacían sentir que aún tenían margen. Pero un día todo saltó.
Sucedió a mediados de julio. Iban a ir al mercadillo de Cuenca a por planteles y compra. Rafael dejó claro que necesitaba ayuda: eran demasiadas bolsas y mejor no dejar el coche solo.
Marcos, mañana acompañas al abuelo le dijo Carmen en la cena. Yo me quedo con Jimena, queremos hacer mermelada.
No puedo.
¿Cómo que no?
He quedado con unos chicos para ir al festival al centro. Música, comida buscaba el apoyo de Jimena, pero ella se encogía de hombros. Os lo dije.
Carmen no recordaba que le avisara. Quizá sí, pero se le pasó.
¿Dónde?
Al centro, en tren. Todo cerca.
A Rafael no le convencía el cerca.
¿Sabes el camino? preguntó.
Van todos, y tengo dieciséis.
Ese dieciséis se usaba como escudo.
Tu padre dijo que no ibas solo por ahí Rafael se endureció.
Que voy con amigos.
Peor me lo pones.
La tensión llenó la cocina. Jimena terminó la pasta y empujó el plato.
¿Y si vais hoy al mercadillo? intentó Carmen. Mañana les dejas.
Solo mañana hay mercadillo cortó Rafael. Necesito ayuda.
Voy yo soltó Jimena.
Tú con Carmenrespondió él, por costumbre.
Puedo ir sola dijo Carmen. La mermelada espera. Que Jimena vaya contigo.
Rafael la miró, mezclando sorpresa y agradecimiento, aunque seguía terco.
¿Y Marcos es el único libre? se quejó.
Ya he dicho
No entiendes que esto no es la ciudad la voz se le volvió seca. Aquí no es tan sencillo. Respondemos por ti.
Siempre hay alguien decidiendo por mí saltó Marcos. ¿Podré alguna vez responder yo solo?
Silencio. A Carmen se le encogió el pecho. Hubiera querido decirle que lo entendía, que ella también quiso ser independiente de joven, pero solo oyó su propia voz, seca:
Mientras vivas aquí, te atienes a nuestras normas.
Empujó la silla.
Entonces nada, no voy.
Salió dando un portazo. Poco después, desde arriba, se oyó un ruido sordo.
La tarde se hizo larga, con Jimena contando anécdotas forzadas y Rafael callado. Carmen fregaba pensando en sus palabras, el eco de nuestras reglas golpeando como una cuchara en cristal.
A medianoche, la casa estaba extrañamente callada. No crujía la madera ni pasaba nadie en la calle. Carmen escuchó. Ni un resquicio de luz tras la puerta de Marcos.
Al menos descansará, pensó.
Al salir a las ocho y cuarenta y cinco, solamente encontró a Jimena en la cocina, bostezando, y a Rafael leyendo El País.
¿Dónde está Marcos?
Dormirá aún contestó Jimena.
Carmen subió y llamó.
Marcos, arriba.
Silencio. Abrió. Cama hecha a toda prisa, sudadera en la silla, la batería del móvil enchufada, pero ni rastro de él, ni del móvil.
El corazón se le cayó al estómago.
No está informó bajando.
¿Cómo que no? Rafael se puso en pie.
No le veo. Se ha llevado el móvil.
Registraron el corral, la huerta, el cobertizo. La bici, en su sitio.
El tren de las ocho y cuarenta susurró Rafael mirando el camino.
Quizá ha ido con chicos del barrio
¿Con quién, mujer? No conoce a nadie.
Jimena sacó el móvil.
Le escribo.
Tecleó rápido. Tras un minuto, negó con la cabeza.
No contesta. Solo una marca.
Solo una marca no significaba nada para Carmen pero, por la cara de su nieta, intuía que era grave.
¿Qué hacemos, Rafael?
Él dudó.
Iré a la estación, a ver si alguien lo ha visto.
¿Es necesario? murmuró Carmen.
Se ha ido sin avisar contestó él. Eso ya no es normal.
Salió rápido. Carmen se quedó sentada en la terraza, trapo en mano, la mente acelerada imaginando a Marcos solo, en el andén, subiendo a un tren, perdiendo el móvil, cualquier desgracia…
Tranquilidad. No es pequeño, ni tonto.
Un par de horas interminables. Jimena consultaba su móvil.
Nada. Ni se conecta.
Sobre las once regresó Rafael, cansadísimo.
Nadie sabe nada. Tampoco en la estación.
Quizás fue a Cuenca, a su festival.
¿Y con qué dinero? dudó Rafael.
Con la tarjeta del móvil metió baza Jimena. Lo tiene todo ahí.
Ellos cruzaron una mirada. Para los jóvenes el banco era invisible, en la nube.
¿Llamamos a su padre? sugirió Carmen.
Mejor, sí suspiró Rafael.
La charla fue dolorosa: el hijo se enfadó, preguntó por qué no vigilaban más. Carmen terminó hundida en la silla.
Yaya la reconfortó Jimena, seguro que no pasa nada. Solo se ha enfadado.
Enfadado y fuera susurró. Como si fuéramos sus enemigos.
El día fue eterno. Jimena ayudó con la mermelada, Rafael trasteaba el garaje. Todo a desgana. El móvil, mudo.
Al atardecer, en la terraza, se oyó el portón. Carmen dio un brinco. Era Marcos.
Venía en la misma camiseta, los vaqueros manchados de polvo, la mochila aún al hombro, cara cansada pero entera.
Hola murmuró.
Carmen se levantó. Por un momento quiso abrazarlo, pero se contuvo.
¿Dónde estabas?
En Cuenca. Fui al festival.
¿Solo?
Con chicos de un pueblo cercano. Quedamos por chat.
Salió Rafael a la terraza, secándose las manos.
¿Sabes el disgusto? la voz se le rompió.
Fui escribiendo se adelantó Marcos. Se me cortó la cobertura y encima el móvil se me apagó. Olvidé el cargador.
Jimena lo miraba, móvil en mano.
Te he escrito mil veces. Solo salía una marca.
No era aposta barrió a todos con la mirada. Yo si pedía permiso, no me ibais a dejar. Y ya había quedado. Así que
Así que mejor no preguntar remató Rafael.
Silencio, pero no de enfado, sino de cansancio.
Pasad a casa dijo Carmen al fin. Antes, come.
Obedeció, sentándose en la cocina, devoró el plato de gazpacho y pan con agilidad de quien no ha probado bocado en horas.
Allí todo carísimo se quejó entre dientes. Vuestros puestos de comida callejera
Ese vuestros sonó a distancia, pero Carmen lo pasó por alto.
Acabada la comida, salieron de nuevo a la terraza y el aire fresco alivió los ánimos.
A ver, Rafael se sentó frente a él. Entendemos que quieras independencia. Pero mientras estés aquí, respondemos por ti. No podemos desentendernos.
Marcos, callado, miraba al suelo.
Si tienes plan, lo dices con un día de antelación. Lo hablamos, vemos cómo vas, cómo vuelves. Si acordamos, vas. Si no, no. Pero irte sin más, jamás.
¿Y si decís que no? siseó Marcos.
Pues te fastidias dijo Carmen suave. Y a veces, nosotros también. Pero se habla.
Marcos alzó la cabeza, mezcla de rabia y desconcierto.
No quería que os preocupaseis murmuró. Solo quería decidir yo.
Decidir está bien le respondió Carmen. Pero también es asumir lo que provocas en quienes te quieren.
Se sorprendió de lo natural de sus palabras.
Marcos suspiró.
Vale. He entendido.
Otra cosa añadió Rafael: si te quedas sin batería, busca dónde recargar. Primer aviso: llama o escribe. Aunque sepas que va a caer bronca.
Hecho asintió.
Después, callaron. A lo lejos ladró un perro y Tana maulló desde la huerta.
¿Y el festival? preguntó Jimena.
Normal. Música floja, comida rica.
¿Y fotos?
Sin batería.
Vaya, pues ni pruebas ni contenido bromeó ella.
Él sonrió, débilmente al principio.
Desde ese día, la casa giró un poco. Las normas seguían, pero menos rígidas. Por la noche, Carmen y Rafael escribieron una lista: levantar a más tardar a las diez, ayudar en casa al menos dos horas, avisar siempre de salidas, móviles lejos de la mesa. La pegaron a la nevera.
Parece un campamento rió Marcos.
Pero en familia contestó ella.
Jimena contraatacó añadiendo sus propias normas:
Tampoco me llaméis cada cinco minutos cuando bajo al río, y tocad antes de entrar en mi cuarto.
No entramos asintió Carmen.
Aun así, anotadlo dijo Marcos. Por equidad.
Añadieron dos líneas más. Rafael refunfuñó, pero firmó.
Pronto aparecieron tareas compartidas gustosas. Jimena rescató un juego de mesa antiguo.
Una partida esta noche.
Yo jugaba de crío Marcos se animó.
Rafael intentó escabullirse, pero acabó sentándose. Descubrieron que era el que mejor recordaba las reglas. Se rieron, discutieron, se hicieron trampas; los móviles, olvidados.
Otras veces la cocina era el centro. Cansada Carmen de las preguntas sobre la cena, decretó:
El sábado cocináis vosotros. Yo solo indico qué hay y dónde.
¿Nosotros? repitieron a coro.
Vosotros. Lo que queráis: pasta, tortilla, pero que sea comestible.
Se lo tomaron en serio. Jimena buscó en internet una receta moderna, Marcos picaba verdura alegando que así quedaba mejor. El olor invadía la casa, la encimera se llenaba de cacharros pero el ambiente se volvió casi festivo.
Espero que luego no montéis cola en el baño bufó Rafael, pero no dejó ni las migas.
En la huerta, también surgió el equilibrio. Carmen les propuso parcelas personales.
Esta fila para ti señaló a Jimena junto a las fresas. Aquella para ti indicó a Marcos la de zanahorias. Haced lo que queráis. Pero luego, no protestéis.
Es un experimento bromeó Marcos.
Control y condición rió Jimena.
Jimena regaba cada atardecer, hacía fotos, las subía titulando mi jardín. Marcos la regó un par de veces y luego se olvidó. Al final del verano, recogieron: la cesta de Jimena rebosaba; la de Marcos, apenas dos zanahorias tristes.
Entonces, preguntó Carmen, ¿lecciones aprendidas?
Sí dijo Marcos con seriedad teatral. No nací para la agricultura.
Rieron todos, de buen humor.
Al final del verano, el hogar tenía su ritmo. Desayunaban juntos, luego cada cual a lo suyo, y al atardecer, otra vez la mesa compartida. Marcos seguía a veces con el móvil hasta tarde, pero a medianoche apagaba la luz. Carmen, de paso, oía solo su respiración tranquila. Jimena podía irse con una amiga al río, avisando puntualmente.
Las discusiones seguían, sobre música, sobre la sal del gazpacho, sobre si dejar los platos de un día para otro. Pero ya no parecían batallas generacionales, sino el diario roce de quienes comparten tejado.
La última noche, Carmen preparó un bizcocho de manzana. El aire se impregnó de azúcar y canela. Las mochilas listas, la familia alrededor.
Una foto, porfa pidió Jimena, pero esta solo para nosotros.
Salieron al jardín. El sol caía sobre las copas de los manzanos. Jimena apoyó el móvil en un cubo, puso el temporizador y corrió hasta ellos.
La yaya en el centro, el abuelo a la derecha, Marcos a la izquierda.
Se juntaron, algo inseguros. Carmen notó la mano de Marcos en su codo. Rafael, a su lado, más cerca que nunca. Jimena los abrazó por detrás.
¡Sonreíd! avisó.
Click.
A ver pidió Carmen.
En la pantalla, se veían algo cómicos: Carmen aún con el delantal, Rafael en su camisa desgastada, Marcos con el pelo revuelto, Jimena en camiseta chillona. Pero había en su postura algo profundamente suyo.
¿Podrás imprimirla? preguntó Carmen.
Claro, te la mando respondió Jimena.
¿Y cómo lo hago sin móvil? dudó Carmen.
Te ayudo dijo Marcos. O lo resolvemos cuando vengas en otoño.
Asintió. Se sintió tranquila. No porque todo estuviera solucionado, sino porque entre sus normas y su libertad, algo había empezado a crecer que los conectaba.
Esa noche, cuando los nietos dormían, Carmen salió a la terraza. El cielo manchego rebosaba estrellas. La casa estaba en calma. Se sentó en la escalera, abrazándose las rodillas.
Rafael, al poco, se sentó junto a ella.
Mañana se van dijo.
Sí, se van.
Callaron.
Al final, nada mal añadió Rafael. Hemos salido vivos.
Sí Carmen sonrió. Y creo que hasta aprendido algo.
No sé quién de quién
Sonrió ella. Las ventanas de los cuartos de los nietos, oscuras. En la mesilla de Marcos, seguramente, el móvil enchufado, absorbiendo energía para mañana.
Carmen se levantó, echó la llave y, al pasar por la nevera, rozó el papel de las normas con el dedo. Tenía ya las puntas dobladas. Quizá el próximo verano lo cambien, añadan o quiten cosas. Pero lo esencial persistirá.
Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir, sintiendo que la casa respiraba tranquila, acogiendo todo lo que dejó aquel verano y haciendo hueco a lo nuevo.
Hoy, al sacar la foto de la nevera, lo he visto claro: hay que poner normas, pero aún más, aprender a doblarlas. Y confiar. Esa es mi lección de padre, abuelo y hombre.







