Normas para el verano Cuando el cercanías frenó junto al andén diminuto, doña Natividad ya aguardaba en el borde, sujetando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro rodaban manzanas, un tarro de mermelada de cereza y un táper de empanadillas. Todo innecesario, claro—los nietos llegaban saciados, directos de Madrid, cargados de mochilas, pero a Natividad siempre le nacía el impulso de agasajarles con algo casero. El tren dio un tirón, las puertas se abrieron y de golpe saltaron al andén tres: alto y larguirucho Daniel, su hermana menor Lara y una mochila tan gorda como inquieta. —¡Abu! —Lara fue la primera en verla y agitó la mano, tintineando las pulseras. Natividad sintió cómo le subía al pecho un calor dulce. Depositó la bolsa en el suelo, abriendo los brazos. —Ay, pero cómo estáis… —Quiso decir “mayores”, pero se mordió la lengua. Ya lo sabían. Daniel se acercó más despacio, la abrazó con un brazo, con el otro sujetaba la mochila. —Hola, Yaya. Ahora casi le sacaba una cabeza. Lucía barba incipiente y muñecas huesudas; y de la camiseta asomaban los auriculares. Natividad no pudo evitar buscar en él al crío que antaño corría por la finca en katiuskas verdes, aunque su mirada se topó solo con detalles adultos y extraños. —El abuelo os espera abajo —anunció ella—. Vamos, que si no, me enfrío las albóndigas. —Espera, que hago una foto —Lara ya sacaba el móvil, capturó el andén, el vagón, a su abuela—. Para Stories. “Stories” le sonó como pájaro fugaz. Ya en invierno preguntó a su hija qué era eso, pero la explicación se le olvidó. Lo importante era que la nieta sonreía. Bajaron la escalera de cemento. Junto al “Panda” gastado aguardaba don Víctor, que palmoteó a Daniel en el hombro, abrazó a Lara y asintió a Natividad. Era parco en gestos, pero ella bien sabía que la felicidad le rebosaba igual. —¿Entonces, vacaciones? —preguntó él. —Vacaciones… —suspiró Daniel, lanzando la mochila al maletero. Camino a casa los niños callaban. Por la ventanilla desfilaban chalés, huertos, algún rebaño de cabras. Lara revisó un par de veces el móvil, Daniel se rió con algo en la pantalla, y Natividad se sorprendió mirando las manos de ambos, siempre aferrados a esos rectángulos negros. No pasa nada, —se dijo—. Lo principal es que en casa estén “a la española”. Luego, que hagan como sea habitual hoy en día. El hogar los recibió con aroma a albóndigas y eneldo. En la galería esperaba la mesa de madera vieja, cubierta por hule de limones. En la cocina chisporroteaba la sartén y el horno terminaba de dorar la empanada de berza. —¡Menuda fiesta! —se asomó Daniel. —Qué fiesta ni fiesta, esto es comida —respondió instintiva Natividad y se corrigió—. Venga, id lavándoos las manos, en el lavabo aquel. Lara ya iba a sacar el móvil otra vez. Mientras su abuela sacaba la ensalada, el pan y el guiso, veía de reojo cómo su nieta fotografiaba platos, ventana y a la gata Musa, que se colaba bajo la silla. —En la mesa nada de móviles —soltó Natividad disimulando. Daniel alzó la vista. —¿Perdón? —Eso —remató Víctor—. Después de comer, como queráis. Lara dudó, aun así dejó el móvil boca abajo junto al plato. —Solo era una foto… —Ya la has hecho —dijo Natividad, suave—. Primero comamos, luego ya… subes lo que sea. El verbo “subes” sonó titubeante. No sabía bien cómo se llamaba, pero suponía que bastaba. Daniel, viendo la atmósfera, también apartó el móvil. Era como si le pidieran desabrocharse el casco dentro de una nave espacial. —Aquí se va por horarios —prosiguió ella mientras servía el zumo—. Comer a la una, cenar a las siete. Por la mañana no más tarde de las nueve. Después, salís a jugar, lo que os plazca. —¿No más tarde de las nueve…? —farfulló Daniel—. ¿Y si por la noche veo pelis? —Por la noche se duerme —sentenció Víctor, sin mirar del plato. Natividad percibió que una fina hebra de tensión flotaba. Así que se apresuró: —No es una academia militar, claro. Pero si dormís hasta el mediodía, no veis el día. Tenemos río, bosque, bicicletas… —¡Yo quiero ir al río! —saltó pronto Lara—. Y foto sesión en el jardín también quiero. Ya estaban acostumbrados a la palabra “foto sesión”. —Perfecto —asintió Natividad—. Pero primero un pequeño favor. Hay que escardar patatas y regar fresas. No habéis venido a un resort. —Abu, que son vacaciones… —empezó Daniel, pero Víctor le cortó con la mirada. —Vacaciones, no balneario. Daniel suspiró pero no rebatió. Bajo la mesa, Lara le dio un toque con el pie y él sonrió, apenas. Después de comer, los niños se esparcieron a deshacer maletas. Media hora después Natividad fue a buscarles. Lara ya había colgado las camisetas del respaldo, puesto sus cremas, cargadores y frascos en la ventana. Daniel, sentado en la cama, seguía deslizando el dedo por la pantalla. —Os he cambiado las sábanas —anunció ella—. Si hay algo, decídmelo. —Todo bien, Yaya —sin alzar la vista del móvil, respondió Daniel. Le dolió ese “todo bien”. Pero solo asintió. —Por la tarde hacemos barbacoa —avisó—. Ahora, cuando descanséis, al huerto. Un rato ayudáis. —Vale… —bufó Daniel. Cerró suavemente la puerta y se detuvo fuera. Desde dentro se oía la risa de Lara, hablando por videollamada con alguien. Natividad, por primera vez, se sintió vieja. No por la espalda, sino porque la vida de los chicos discurría en otra dimensión invisible. No pasa nada, —se repetía—. Lo principal es no agobiar. Por la tarde, con el sol decayendo, los tres estaban en el huerto. La tierra templada, la hierba crujía a sus pies. Víctor señalaba qué arrancar, qué no. —Esto lo arrancas; esto lo dejas, —enseñaba a Lara. —¿Y si me equivoco? —No pasa nada —intervino Natividad—. No somos un koljós, no pasa nada. Daniel, a un lado, se apoyaba en la azada, mirando la casa. De su cuarto titilaba el azul del monitor, olvidado. —¿No perderás el móvil? —preguntó Víctor. —Lo dejé arriba —gruñó Daniel. Por alguna razón, aquello alegró más de lo que esperaba a su abuela. Los primeros días pasaron en temple. Por las mañanas los despertaba golpeando la puerta, protestaban, daban vueltas, pero a las nueve y media estaban en la cocina. Desayunaban, ayudaban algo y se dispersaban: Lara organizaba fotos con Musa y las fresas, las subía; Daniel leía, se ponía música, o se largaba con la bici. Las normas se sostenían en pequeños detalles. Móviles fuera durante la comida. Por la noche, silencio. Solo una vez, la tercera noche, Natividad se despertó entre risas apagadas tras la pared. Miró el reloj—casi la una. ¿Tiro o me espero? —dudó en la oscuridad. Las risas se repitieron. Luego el sonido de un audio. Suspiró, se echó una bata y llamó flojito. —Dani, ¿no duermes? Todo calló de inmediato. —Ya, —susurró él. Abrió la puerta con el ceño arrugado y el pelo revuelto, móvil en mano. —¿No duermes? —preguntó, buscando sonar calmada. —Veo una peli… —¿A la una? —Quedamos los amigos para verla a la vez y chatear… Le imaginó como, en distintos pisos de la capital, otros chicos hacían lo mismo, en penumbra, debatiendo el filme. —Mira, hacemos trato —dijo—. No me importa que veas pelis. Pero si trasnochas no sirves al día siguiente y no te puedo sacar al huerto. Hasta medianoche, venga. Después, a dormir. Frunció el ceño. —Pero es que ellos… —Ellos están en Madrid; tú aquí. Aquí mandamos nosotros. Tampoco pido que te acuestes a las nueve. Él se rascó la cabeza. —Vale —admitió—. Hasta medianoche. —Y cierra la puerta, que la luz molesta. Y el sonido, bajito. Al regresar al lecho, dudó si había sido demasiado blanda. Antes habría sido más firme, como con su hija. Pero algo se le resistía. Otros tiempos. Los conflictos emergían de cosas mínimas. Un día de calor, Natividad pidió a Daniel ayudar a Víctor a mover unas tablas al cobertizo. —Ahora voy —dijo, sin apartarse del móvil. Diez minutos después, seguía sin moverse. —Dani, tu abuelo cargando solo… —acusó, con dureza creciente. —Termino de escribir y voy —respondió con irritación. —¿Y qué escribes tú que es tan vital, que el mundo sin ti no anda? Él levantó la cabeza de golpe. —Es importante —clamó—. Estamos en un torneo. —¿Qué torneo? —De juego online. Si me voy, mi equipo pierde. Quiso replicar que hay deberes más esenciales, pero notó cómo apretaba los labios, la tensión en sus hombros. —¿Cuánto te queda? —Veinte minutos. —Vale. En veinte minutos, ayudas. ¿Trato? Asintió y siguió escribiendo. A los veinte, ya se ponía los tenis. —Ya voy, ya voy. Pequeños pactos así le hacían sentir que aún se podía manejar la situación. Pero llegó un punto de ruptura. Fue a mediados de julio. Iban a ir al mercado de abastos con Víctor, que pidió ayuda para cargar bolsas y vigilar el coche. —Dani, mañana vas con el abuelo —avisó Natividad cenando—. Yo y Lara nos quedamos, hacemos mermelada. —No puedo —saltó él. —¿Cómo que no? —He quedado con los chicos para ir a la ciudad. Hay festival de música, food trucks… —miró a Lara en busca de apoyo, pero ella encogió los hombros—. Os lo dije. No recordaba que lo dijera. Quizá sí, pero sería de pasada. Últimamente eran muchos temas. —¿A qué ciudad? —se inquietó Víctor. —A la nuestra. El tren—es solo una parada. Lo de “una parada” no convenció a su abuelo. —¿Sabes el camino? —preguntó. —Van todos. Y además, tengo dieciséis años. Ese “dieciséis” sonaba a desafío definitivo. —Con tu padre quedamos en que no ibas solo —insistió Víctor. —No voy solo, voy con amigos. —Todavía peor. Natividad sintió cómo la tensión espesaba el aire en la cocina. Lara apuró el plato y apartó la silla. —¿Y si vais hoy al mercado y mañana él va al festival? —intervino Natividad conciliadora. —El mercado es solo mañana —cortó Víctor—. Y necesito ayuda. No puedo solo. —Voy yo —dijo Lara inesperadamente. —Tú te quedas con la abuela —respondió él, sin pensar. —Puedo ir sola —propuso Natividad—. La mermelada espera. Lara te ayuda. Víctor la miró—admirado, agradecido, y desafiante. —¿Y este, el rey del mambo? —indicó a Daniel. —Es que… —¿No entiendes que no estamos en Madrid? Aquí no es tan sencillo. Además, respondemos por ti. —Siempre respondéis por mí —soltó Daniel—. ¿No puedo decidir nada por mi cuenta? Tras aquello, silencio sepulcral. Natividad sintió el alma oprimida. Quería decirle que lo entendía, pero solo oyó su voz, seca: —Mientras estés aquí, se respetan nuestras normas. Él apartó la silla de un golpe. —Pues nada. No voy. Se alejó, portazo incluido. Arriba, sonó un golpe sordo—quizá la mochila. La tarde pasó tensa. Lara intentó bromear, habló de una youtuber, pero no levantó mucho el ánimo. Víctor callaba con la vista en el plato. Natividad fregaba y revivía las palabras “nuestras normas”, repicando en la cabeza. Aquella noche la despertó un silencio inusual. Normalmente la casa crujía suave, una rata chillaba, pasaba algún coche. Ahora—demasiado silencio. Se fijó. Ninguna luz bajo la puerta de Daniel. Quizá al menos descanse —pensó, dándose vuelta. A la mañana, en la cocina, las nueve menos cuarto. Lara ya en la mesa, Víctor con el periódico. —¿Y Daniel? —preguntó. —Durmiendo, creo —dijo Lara. Natividad subió, llamó. —Dani, arriba. Nada. Abrió. La cama mal hecha, como siempre cuando no quería hacerla. Pero él no estaba. La sudadera en la silla, el cargador, el móvil no. Un vacío le atravesó. —No está —bajó. —¿Cómo que no? —Víctor se levantó. —Se ha ido. —Estará fuera… Buscaron por el patio, cobertizo, huerto. La bici estaba. —El tren de las ocho y cuarenta —susurró Víctor, mirando la carretera. Natividad notó las manos heladas. —Igual está con chicos del pueblo… —¿Qué chicos? Aquí no conoce a nadie. Lara sacó el móvil. —Le escribo. Sus dedos iban y venían ansiosos por la pantalla. —No lee —alzó la vista un minuto después—. Una sola marca. Lo de “una marca” no decía nada a Natividad, pero por la cara de su nieta supo que era mala señal. —¿Qué hacemos? —consultó a Víctor. Él meditó. —Voy a la estación —decidió—. A ver si alguien le vio. —Pero a lo mejor… —Ha salido sin avisar, —cortó él—, eso ya es grave. Rápido cogió las llaves. —Tú quédate —le dijo—, por si vuelve. Lara, si recibes noticias, me lo dices. El coche se fue. Natividad se quedó en la galería, trapo en mano. Por la mente le cruzaban todas las imágenes—Daniel en el andén, subiendo al tren, siendo empujado, perdiendo el móvil… Sacudió la cabeza. Tranquila. No es un niño. No es tonto. Una hora. Luego otra. Lara revisaba el móvil, negaba con la cabeza. —Nada, —susurraba—. Ni en línea. A las once volvió Víctor, cansado. —Nada. Ni un alma lo ha visto. Fui a la estación. Nada. —Quizá fue al festival —musitó Natividad—. A la ciudad. —Sin dinero ni nada… —Con la tarjeta. Y el móvil —interrumpió Lara. Se miraron. Para ellos el dinero era de monedero. Los chicos, en el aire digital. —¿Llamamos a su padre? —propuso Natividad. —Llama —aceptó Víctor—. Se enterará igual. La llamada fue dura. Su hijo empezó callando, luego maldijo, luego se quejó de su falta de control. Natividad colgó más agotada aún. Se sentó, cubriéndose la cara. —Abu —susurró Lara—. No ha desaparecido. Solo está enfadado. —Enfadado y se va, —musitó—. Como si fuéramos el enemigo. El día pasó eterno. Ocupaban las manos como podían: mermelada, herramientas… Sin ganas. El móvil, en silencio. Al atardecer, crujió el porche. Natividad tembló. Chirrió la verja. En el hueco—Daniel. Misma camiseta, vaqueros polvorientos, mochila, cara de cansado pero intacta. —Hola —saludó bajito. Natividad se puso en pie. Un segundo quiso abrazarle; algo la frenó. Solo preguntó: —¿Dónde estabas? —En la ciudad —bajó los ojos—. En el festival. —¿Solo? —Con chicos. Del pueblo vecino. Quedé con ellos. Víctor salió detrás, secando las manos. —¿Tienes idea de cómo… —empezó, pero se le quebró la voz. —He escrito —se adelantó Daniel—. Perdí cobertura y el móvil murió. Sin batería. Lara ya estaba allí, móvil en mano. —Yo también te escribí. Siempre una marca. —No era aposta —dijo, mirándoles—. Es que… sabía que si pedía permiso, no me dejaríais. Y ya había quedado. Entonces… Se atascó. —Y decidiste que era mejor no preguntar —acabó Víctor. El silencio reinó otra vez, ahora mezclado de agotamiento. —Entra y come —dijo Natividad. Daniel obedeció, sentándose en la cocina. Ella le puso un plato de sopa, pan, zumo. Comió con ansia, como quien no prueba bocado en el día. —Allí es todo carísimo —musitó él—. Vuestros “food trucks”. Ese “vuestros” sonó raro, pero no le reprochó. Comido ya, salieron a la galería. El sol cedía el paso a la noche. —Mira, —dijo Víctor tomando asiento—. Ya entendemos que quieres libertad. Pero somos responsables de ti. Mientras estés aquí, no podemos hacer como si no preocuparas. Daniel callaba. —Si quieres ir a algún lado —prosiguió él—, nos avisas. Con antelación. Y lo hablamos tranquilos. Miramos rutas, horarios. Si nos cuadramos, vas. Si no, no. Pero desaparecer así, no. —¿Y si no me dejáis? —preguntó. —Entonces te enfadas y te quedas —dijo Natividad—. Y nosotros te llevamos al mercado. Él la miró; en esa mirada se mezclaban rabia y pena. —No quería preocuparos —susurró—. Quería decidir. —Decidir está bien, —dijo ella—. Pero también implica cuidar de los que se preocupan por ti. Sus propias palabras la sorprendieron—no eran moraleja, sino realidad. Él suspiró. —Vale. Lo he entendido. —Tengo otra norma —añadió Víctor—. Si se te apaga el móvil, buscas dónde cargarlo. Bar, estación, lo que sea. Y primero avisas. Aunque temamos regañar. Daniel asintió. Se quedaron un rato en silencio. Detrás del seto, ladró un perro. Musa maulló en el huerto. —¿Y el festival, qué tal? —preguntó Lara. —Normal, la música, regulera, pero la comida rica. —¿Me enseñas fotos? —El móvil sin batería. —Nada, —suspiró ella—. Ni pruebas, ni contenido. Él sonrió de medio lado. Desde aquel día, todo cambió apenas. Las normas seguían, pero algo se flexibilizó. Por la noche Natividad y Víctor redactaron en un papel lo importante: levantarse antes de las diez, ayudar en casa dos horas, avisar de salidas y comidas, móviles fuera de la mesa. El papel quedó en la nevera. —Esto parece internado —bromeó Daniel. —Pero uno familiar, —corrigió ella. Lara propuso sus propias condiciones. —Y vosotros, no me llaméis cada cinco minutos si voy al río —dijo—. Y no entréis nunca sin tocar. —Ni lo hacemos —sorprendida, confesó Natividad. —Pues apuntadlo, —secundó Daniel—. Así es justo. Añadieron más líneas. Víctor resopló, pero firmó. Así surgieron tareas nuevas, compartidas. Un día Lara sacó un viejo juego de mesa. —Jugamos hoy —propuso. —Yo era un as con esto —se animó Daniel. Víctor, de primeras, reprochó tener faena en el garaje, pero al final se sentó. Resultó que recordaba las reglas mejor que nadie. Hubo risas, reproches amistosos y alianzas. Los móviles, olvidados. Cocinar pasó a ser otro reto colectivo. Harta del eterno “¿qué hay de cena?”, Natividad soltó: —El sábado cocináis vosotros. Yo solo os indico dónde está todo. —¿Nosotros? —bramaron los dos. —Sí. Cualquier cosa, con tal de que se pueda comer. Aceptaron en serio. Lara buscó una receta de moda, Daniel cortaba verduras debatiendo el método. Olía a sofrito, subía la montaña de cacharros, pero vibraba una alegría infantil. —No os ofendáis si luego hacemos cola al baño —gruñó Víctor, pero repitió plato. En el huerto también pactaron. En vez de imponer ración diaria de escarda, Natividad planteó “parcela propia”. —Ésta es tu línea —señaló a Lara junto a las fresas—. Y ésta, tuya —indicó a Daniel con las zanahorias—. Haced lo que queráis. Si sale, bien; si no, no os quejéis de la cosecha. —Un experimento —apuntó Daniel. —Con grupo control y experimental —añadió Lara. Y así ella hacía fotos diarias a sus fresas, las subía como “mi huerto”; él regó dos veces sus zanahorias y olvidó el resto. Al final del verano la cesta de Lara rebosaba, la de Daniel… sólo dos raíces tristes. —¿Conclusión? —preguntó Natividad. —Que el campo no es lo mío, —admitió él. Rieron. Ya sin tensión. Al final del verano, la casa bullía en ritmo propio. Desayuno juntos; a mediodía, cada uno a lo suyo; por la noche, la mesa los reunía. Daniel seguía trasnochando, pero a las doce apagaba luces; y Natividad, al pasar su puerta, solo oía un resuello tranquilo. Lara podía irse con la amiga al río, pero avisaba siempre. Las discusiones existían: por la música, la sal del guiso, la pila de cacharros. Pero ya no era una guerra generacional. Más bien la ajustada convivencia de quienes comparten techo. La última noche, Natividad horneó tarta de manzana. Todo olía a fiesta, la galería recibía el fresco, los macutos aguardaban ordenados. —Selfie de despedida —pidió Lara, ya cortando la tarta. —Otra vez con lo vuestro… —empezó Víctor, pero calló. —Solo para nosotros —aclaró Lara—. No hace falta subirla. Salieron al jardín. El sol rozaba los tejados, dorando manzanos. Lara puso el móvil en un cubo, programó el disparo y corrió. —Abu en el centro, abuelo a la derecha, Daniel aquí. Se arrimaron, incómodos pero unidos. Daniel rozó el codo de su abuela, Víctor también se acercó más. Lara los abrazó. —¡Sonreíd! Click. Y otra vez. —¡Listo! —miró la pantalla—. Sale genial. —Enséñala —pidió Natividad. Parecían algo pintorescos: ella con el delantal, Víctor en su camisa vieja, Daniel despeinado, Lara con su camiseta chillona. Pero juntos, conectados. —¿Me la imprimes? —preguntó ella. —Claro, te la mando. —¿Y cómo la imprimo si está en el móvil? —dudó Natividad. —Yo te ayudo —intervino Daniel—. Ven a vernos y la imprimimos, o te la traigo en otoño. Ella asintió, tranquila. No porque se entendieran a la perfección—discutirían mil veces más—sino porque sentía que, entre las reglas y la libertad, se abría una senda para ir y venir. Ya tarde, cuando los chicos dormían, salió a la galería. El cielo, oscuro, con estrellas escasas. La casa, en calma. Se sentó en el escalón, abrazándose. Víctor salió también, se sentó a su lado. —Mañana se van, —dijo. —Se van, —repitió. Silencio juntos. —Al final, bien —añadió él—. Se arregló. —Y hasta hemos aprendido algo —concedió ella. —Quién ha enseñado a quién… —bromeó bajito. Ella sonrió. En la ventana de Daniel, oscuridad. En la de Lara, igual. El móvil, seguro, cargando callado, reuniendo fuerzas para el siguiente día. Natividad entró, cerró la puerta, vio el papel en la nevera. Los bordes ya enrollados; el boli, junto. Pasó el dedo por las firmas y pensó, sorprendida, que quizá el próximo verano habrá que reescribirlo. Añadir, quitar. Pero lo esencial seguirá ahí. Apagó la luz y fue a dormir, sintiendo la casa respirar serena, guardando todo lo que fue aquel verano, dejando dentro sitio para lo que venga.

Normas de Verano

Cuando el tren de cercanías frenó chirriando en la pequeña estación de Villalba de la Sierra, Carmen Álvarez ya estaba en el andén, sujeta al borde, estrechando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro rodaban unas manzanas reinetas, un bote de mermelada de cereza y un táper de empanadillas. Todo aquello, en realidad, era innecesario: los nietos venían bien comidos desde Madrid, con mochilas y bolsas llenas. Pero las manos de una abuela siempre necesitan preparar algo.

El tren tembló y las puertas se abrieron. Bajaron de golpe tres bultos: el larguirucho Marcos, su hermana pequeña Jimena, y una mochila que parecía tener vida propia.

¡Yaya! Jimena fue la primera en verla, saludando entusiasta mientras las pulseras tintineaban en su muñeca.

Carmen sintió cómo algo templado le subía hasta la garganta. Dejó la bolsa apoyada en el suelo y extendió los brazos.

Iba a decir ¡qué grandes estáis!, pero me guardo la lengua pensó. Ellos ya lo sabían.

Marcos se acercó un poco más despacio. La abrazó con un solo brazo, el otro sujeto a la mochila.

Hola, yaya.

Era casi una cabeza más alto que ella, con la sombra de la barba brotando en la barbilla, las muñecas finas, y unos auriculares sobresaliendo bajo la camiseta. Carmen miraba su cara intentando encontrar al crío que antes correteaba por el jardín en katiuskas, pero la vista se chocaba con detalles adultos.

El abuelo os espera abajo dijo ella. Vamos, que se me enfrían las croquetas.

Un momento, ¡una foto! Jimena ya tenía el móvil fuera, enfocó el andén, el tren y a Carmen. Para mis historias.

La palabra historias le pasó por el oído sin calar. Recordaba haber preguntado en invierno a su hija qué era eso, pero la explicación se había evaporado. Lo importante era ver sonreír a su nieta.

Bajaron las escaleras de cemento. Abajo, junto al viejo Seat Panda, les esperaba Rafael, el abuelo, serio. Salió al encuentro, le dio una palmada a Marcos, abrazó a Jimena y asintió con la cabeza a su esposa. Era discreto, pero Carmen sabía que estaba tan contento como ella.

Bueno, ¿vacaciones o qué? preguntó él.

Vacaciones, resopló Marcos, soltando la mochila en el maletero.

Durante el trayecto a casa callaron. Por la ventanilla pasaban casas bajas, pequeños huertos y algún chivo despistado. Jimena toqueteó el móvil; Marcos se rió mirando la pantalla. Carmen se sorprendió fijándose en las manos de sus nietos, en cómo los dedos revoloteaban siempre sobre esos rectángulos negros.

No importa, pensó. Lo fundamental es que aquí todo funcione a nuestra manera. El resto, a su aire, ya se irá viendo.

La casa les recibió con olor a croquetas y perejil. En la terraza, una mesa de madera vieja cubierta con un hule de limones. En la cocina, el sonido del aceite burbujeando y en el horno, un pastel de espinacas dorándose.

¡Esto parece una boda! exclamó Marcos asomando la cabeza.

Qué boda, ni boda, esto es la comida corrigió automáticamente Carmen y enseguida se mordió la lengua. Venga, a lavarse las manos en el lavadero.

Jimena, móvil en mano, disparaba fotos a los platos, a la ventana, y a la gata Tana, que husmeaba bajo la mesa.

Nada de móviles en la mesa dijo Carmen como quien no quiere la cosa al sentarse todos.

Marcos alzó la vista.

¿Cómo?

Lo que oyes interrumpió Rafael. Luego ya os pegáis lo que queráis.

Jimena dudó un segundo, pero dejó el móvil boca abajo junto al plato.

Solo era por la foto

Ya la tienes, Carmen la miró sonriendo. Ahora comemos, y luego subes lo que quieras.

La palabra subir le sonó rara, pero confió en que se entendiese.

Marcos arrastró el móvil hasta el borde de la mesa, como si le hubieran pedido quitarse el casco en una nave espacial.

aquí hay horario añadió Carmen mientras servía compota: comida a la una, cena a las ocho. Por la mañana arriba antes de las nueve. El resto, haced lo que os apetezca.

¿Antes de las nueve? repitió Marcos. ¿Y si veo pelis por la noche?

Por la noche se duerme dijo Rafael sin apartar la vista del estofado.

Carmen notó cómo se tensaba un hilo invisible sobre la mesa, así que añadió rápido:

No estamos en un cuartel, tranquilidad. Solo digo que si os pasáis el día durmiendo, al final ni veis el pueblo, ni la huerta, ni la bicicleta.

¡Yo quiero ir al río! saltó Jimena enseguida. Y pasear en bici. Y hacer sesiones de fotos en el jardín.

Esa expresión sonaba más moderna, y Carmen asintió.

Perfecto. Pero antes, algo de ayuda: hay que arrancar malas hierbas y regar las fresas. Aquí no venís de señoritos.

Yaya, si estamos de vacaciones empezó Marcos, pero Rafael lo cortó.

De vacaciones, pero no en balneario.

Marcos resopló y calló. Jimena, bajo la mesa, tocó con el pie la zapatilla de su hermano; él esbozó una mueca de resignación.

Tras la comida, cada uno subió a su cuarto a deshacer las maletas. Carmen se asomó al rato: Jimena colgaba camisetas en el respaldo de la silla, el neceser y los botes alineados en el alféizar. Marcos, tirado en la cama, pasaba el dedo por el móvil.

He cambiado todas las sábanas dijo Carmen. Si necesitáis algo, avisadme.

Todo guay, yaya contestó sin despegarse de la pantalla.

Ese guay le pinchó un poco, pero solo asintió.

Por la tarde, barbacoa. Y cuando descanséis, al huerto. Un par de horillas.

Uy gruñó Marcos.

Salió, cerrando la puerta, y se paró un momento en el pasillo. Oía la risa suave de Jimena, hablando por videollamada. De repente se sintió mayor, pero no por la espalda, sino como si la vida de los nietos se deslizara por un canal invisible al que ella no accedía.

No pasa nada, pensó. Todo es aprender. Lo importante: no apretar demasiado.

Esa tarde, cuando el sol ya caía, los tres estaban en el huerto. La tierra estaba cálida y crujía bajo las zapatillas. Rafael mostraba a Jimena qué era una mala hierba y qué, una zanahoria.

Esto, lo arrancas; esto, no le explicaba.

Y si me confundo Jimena se agachó, dudosa.

No pasa nada, hija intervino Carmen. No somos una cooperativa, aquí no pasa nada si te equivocas.

Marcos, apoyado en el rastrillo, miraba hacia la casa. En su ventana parpadeaba la luz azul del monitor olvidado.

¿No echarás de menos el móvil? preguntó Rafael.

Lo he dejado arriba, contestó Marcos.

Ese pequeño gesto le alegró a Carmen mucho más de lo confesable.

Los primeros días fueron un equilibrio inestable. Ella los despertaba tocando la puerta. Protestaban y daban vueltas en la cama, pero a las nueve y media entraban en la cocina. Desayunaban juntos, ayudaban un poco, luego cada uno se dispersaba: Jimena hacía sesiones de fotos con Tana y las fresas, subiéndolo todo al móvil; Marcos leía, escuchaba música o salía en bici.

Las normas se mantenían en pequeños detalles. Los móviles alejados de la mesa. Por la noche, silencio. Solo una vez, en la tercera noche, Carmen se despertó con una risa ahogada filtrándose a través de la pared. Miró el reloj: la una menos cuarto.

¿Aguanto o entro? dudó.

La risa sonó otra vez, seguida de un mensaje de audio inconfundible. Carmen suspiró, cogió la bata y llamó suavemente.

Marcos, ¿no duermes?

La risa cesó.

Un momento susurró.

Abrió la puerta entrecerrando los ojos por la luz. Tenía la mirada roja, el pelo alborotado, el móvil en la mano.

¿No duermes? intentó sonar suave.

Estoy viendo una peli

¿A la una?

Quedamos para verla todos a la vez y comentar

Imaginó a varios chicos, cada uno en su piso, tecleando a la vez.

Mira, te propongo le dijo: no me importa que veas pelis, pero si luego no duermes, por la mañana no hay quien te saque al huerto. Hasta medianoche, bien. A partir de ahí, a dormir.

Frunció el ceño.

Pero es que

Tus amigos están en Madrid. Aquí, las reglas son otras. Y no digo que a las nueve, pero a las doce sí.

Marcos calló, rascándose la cabeza.

Vale, hasta las doce.

Y la puerta cerrada, que la luz molesta. Pon el volumen bajo.

De vuelta a la cama, pensó que quizá había sido blanda. Debería ser más dura, como con su hija. Pero algo se resistía. Los tiempos son otros.

Los roces venían en detalles. Un día de calor, Carmen pidió a Marcos que ayudara a Rafael a mover unas tablas al cobertizo.

Ahora voy sin levantar la vista del móvil.

Diez minutos. Nada. Tablas igual.

Marcos, el abuelo mueve él solo le avisó Carmen, notando cómo el tono se le endurecía.

Espero a acabar esto contestó algo borde.

¿Qué escribes tanto? Parece que se acabe el mundo si no te contestan.

Él alzó la mirada, molesto.

Es importante. Jugamos un torneo.

¿Un torneo?

De un juego. Por equipos. Si me voy ahora, perdemos.

Iba a replicarle la importancia del huerto, pero vio los hombros en tensión y la boca apretada.

¿Cuánto queda?

Veinte minutos.

Vale. Veinte minutos y luego bajas, ¿de acuerdo?

Marcos asintió, volvió al móvil. Veinte minutos después la encontró poniéndose las deportivas.

Ya voy, ya se adelantó él.

Esos mínimos pactos le hacían sentir que aún tenían margen. Pero un día todo saltó.

Sucedió a mediados de julio. Iban a ir al mercadillo de Cuenca a por planteles y compra. Rafael dejó claro que necesitaba ayuda: eran demasiadas bolsas y mejor no dejar el coche solo.

Marcos, mañana acompañas al abuelo le dijo Carmen en la cena. Yo me quedo con Jimena, queremos hacer mermelada.

No puedo.

¿Cómo que no?

He quedado con unos chicos para ir al festival al centro. Música, comida buscaba el apoyo de Jimena, pero ella se encogía de hombros. Os lo dije.

Carmen no recordaba que le avisara. Quizá sí, pero se le pasó.

¿Dónde?

Al centro, en tren. Todo cerca.

A Rafael no le convencía el cerca.

¿Sabes el camino? preguntó.

Van todos, y tengo dieciséis.

Ese dieciséis se usaba como escudo.

Tu padre dijo que no ibas solo por ahí Rafael se endureció.

Que voy con amigos.

Peor me lo pones.

La tensión llenó la cocina. Jimena terminó la pasta y empujó el plato.

¿Y si vais hoy al mercadillo? intentó Carmen. Mañana les dejas.

Solo mañana hay mercadillo cortó Rafael. Necesito ayuda.

Voy yo soltó Jimena.

Tú con Carmenrespondió él, por costumbre.

Puedo ir sola dijo Carmen. La mermelada espera. Que Jimena vaya contigo.

Rafael la miró, mezclando sorpresa y agradecimiento, aunque seguía terco.

¿Y Marcos es el único libre? se quejó.

Ya he dicho

No entiendes que esto no es la ciudad la voz se le volvió seca. Aquí no es tan sencillo. Respondemos por ti.

Siempre hay alguien decidiendo por mí saltó Marcos. ¿Podré alguna vez responder yo solo?

Silencio. A Carmen se le encogió el pecho. Hubiera querido decirle que lo entendía, que ella también quiso ser independiente de joven, pero solo oyó su propia voz, seca:

Mientras vivas aquí, te atienes a nuestras normas.

Empujó la silla.

Entonces nada, no voy.

Salió dando un portazo. Poco después, desde arriba, se oyó un ruido sordo.

La tarde se hizo larga, con Jimena contando anécdotas forzadas y Rafael callado. Carmen fregaba pensando en sus palabras, el eco de nuestras reglas golpeando como una cuchara en cristal.

A medianoche, la casa estaba extrañamente callada. No crujía la madera ni pasaba nadie en la calle. Carmen escuchó. Ni un resquicio de luz tras la puerta de Marcos.

Al menos descansará, pensó.

Al salir a las ocho y cuarenta y cinco, solamente encontró a Jimena en la cocina, bostezando, y a Rafael leyendo El País.

¿Dónde está Marcos?

Dormirá aún contestó Jimena.

Carmen subió y llamó.

Marcos, arriba.

Silencio. Abrió. Cama hecha a toda prisa, sudadera en la silla, la batería del móvil enchufada, pero ni rastro de él, ni del móvil.

El corazón se le cayó al estómago.

No está informó bajando.

¿Cómo que no? Rafael se puso en pie.

No le veo. Se ha llevado el móvil.

Registraron el corral, la huerta, el cobertizo. La bici, en su sitio.

El tren de las ocho y cuarenta susurró Rafael mirando el camino.

Quizá ha ido con chicos del barrio

¿Con quién, mujer? No conoce a nadie.

Jimena sacó el móvil.

Le escribo.

Tecleó rápido. Tras un minuto, negó con la cabeza.

No contesta. Solo una marca.

Solo una marca no significaba nada para Carmen pero, por la cara de su nieta, intuía que era grave.

¿Qué hacemos, Rafael?

Él dudó.

Iré a la estación, a ver si alguien lo ha visto.

¿Es necesario? murmuró Carmen.

Se ha ido sin avisar contestó él. Eso ya no es normal.

Salió rápido. Carmen se quedó sentada en la terraza, trapo en mano, la mente acelerada imaginando a Marcos solo, en el andén, subiendo a un tren, perdiendo el móvil, cualquier desgracia…

Tranquilidad. No es pequeño, ni tonto.

Un par de horas interminables. Jimena consultaba su móvil.

Nada. Ni se conecta.

Sobre las once regresó Rafael, cansadísimo.

Nadie sabe nada. Tampoco en la estación.

Quizás fue a Cuenca, a su festival.

¿Y con qué dinero? dudó Rafael.

Con la tarjeta del móvil metió baza Jimena. Lo tiene todo ahí.

Ellos cruzaron una mirada. Para los jóvenes el banco era invisible, en la nube.

¿Llamamos a su padre? sugirió Carmen.

Mejor, sí suspiró Rafael.

La charla fue dolorosa: el hijo se enfadó, preguntó por qué no vigilaban más. Carmen terminó hundida en la silla.

Yaya la reconfortó Jimena, seguro que no pasa nada. Solo se ha enfadado.

Enfadado y fuera susurró. Como si fuéramos sus enemigos.

El día fue eterno. Jimena ayudó con la mermelada, Rafael trasteaba el garaje. Todo a desgana. El móvil, mudo.

Al atardecer, en la terraza, se oyó el portón. Carmen dio un brinco. Era Marcos.

Venía en la misma camiseta, los vaqueros manchados de polvo, la mochila aún al hombro, cara cansada pero entera.

Hola murmuró.

Carmen se levantó. Por un momento quiso abrazarlo, pero se contuvo.

¿Dónde estabas?

En Cuenca. Fui al festival.

¿Solo?

Con chicos de un pueblo cercano. Quedamos por chat.

Salió Rafael a la terraza, secándose las manos.

¿Sabes el disgusto? la voz se le rompió.

Fui escribiendo se adelantó Marcos. Se me cortó la cobertura y encima el móvil se me apagó. Olvidé el cargador.

Jimena lo miraba, móvil en mano.

Te he escrito mil veces. Solo salía una marca.

No era aposta barrió a todos con la mirada. Yo si pedía permiso, no me ibais a dejar. Y ya había quedado. Así que

Así que mejor no preguntar remató Rafael.

Silencio, pero no de enfado, sino de cansancio.

Pasad a casa dijo Carmen al fin. Antes, come.

Obedeció, sentándose en la cocina, devoró el plato de gazpacho y pan con agilidad de quien no ha probado bocado en horas.

Allí todo carísimo se quejó entre dientes. Vuestros puestos de comida callejera

Ese vuestros sonó a distancia, pero Carmen lo pasó por alto.

Acabada la comida, salieron de nuevo a la terraza y el aire fresco alivió los ánimos.

A ver, Rafael se sentó frente a él. Entendemos que quieras independencia. Pero mientras estés aquí, respondemos por ti. No podemos desentendernos.

Marcos, callado, miraba al suelo.

Si tienes plan, lo dices con un día de antelación. Lo hablamos, vemos cómo vas, cómo vuelves. Si acordamos, vas. Si no, no. Pero irte sin más, jamás.

¿Y si decís que no? siseó Marcos.

Pues te fastidias dijo Carmen suave. Y a veces, nosotros también. Pero se habla.

Marcos alzó la cabeza, mezcla de rabia y desconcierto.

No quería que os preocupaseis murmuró. Solo quería decidir yo.

Decidir está bien le respondió Carmen. Pero también es asumir lo que provocas en quienes te quieren.

Se sorprendió de lo natural de sus palabras.

Marcos suspiró.

Vale. He entendido.

Otra cosa añadió Rafael: si te quedas sin batería, busca dónde recargar. Primer aviso: llama o escribe. Aunque sepas que va a caer bronca.

Hecho asintió.

Después, callaron. A lo lejos ladró un perro y Tana maulló desde la huerta.

¿Y el festival? preguntó Jimena.

Normal. Música floja, comida rica.

¿Y fotos?

Sin batería.

Vaya, pues ni pruebas ni contenido bromeó ella.

Él sonrió, débilmente al principio.

Desde ese día, la casa giró un poco. Las normas seguían, pero menos rígidas. Por la noche, Carmen y Rafael escribieron una lista: levantar a más tardar a las diez, ayudar en casa al menos dos horas, avisar siempre de salidas, móviles lejos de la mesa. La pegaron a la nevera.

Parece un campamento rió Marcos.

Pero en familia contestó ella.

Jimena contraatacó añadiendo sus propias normas:

Tampoco me llaméis cada cinco minutos cuando bajo al río, y tocad antes de entrar en mi cuarto.

No entramos asintió Carmen.

Aun así, anotadlo dijo Marcos. Por equidad.

Añadieron dos líneas más. Rafael refunfuñó, pero firmó.

Pronto aparecieron tareas compartidas gustosas. Jimena rescató un juego de mesa antiguo.

Una partida esta noche.

Yo jugaba de crío Marcos se animó.

Rafael intentó escabullirse, pero acabó sentándose. Descubrieron que era el que mejor recordaba las reglas. Se rieron, discutieron, se hicieron trampas; los móviles, olvidados.

Otras veces la cocina era el centro. Cansada Carmen de las preguntas sobre la cena, decretó:

El sábado cocináis vosotros. Yo solo indico qué hay y dónde.

¿Nosotros? repitieron a coro.

Vosotros. Lo que queráis: pasta, tortilla, pero que sea comestible.

Se lo tomaron en serio. Jimena buscó en internet una receta moderna, Marcos picaba verdura alegando que así quedaba mejor. El olor invadía la casa, la encimera se llenaba de cacharros pero el ambiente se volvió casi festivo.

Espero que luego no montéis cola en el baño bufó Rafael, pero no dejó ni las migas.

En la huerta, también surgió el equilibrio. Carmen les propuso parcelas personales.

Esta fila para ti señaló a Jimena junto a las fresas. Aquella para ti indicó a Marcos la de zanahorias. Haced lo que queráis. Pero luego, no protestéis.

Es un experimento bromeó Marcos.

Control y condición rió Jimena.

Jimena regaba cada atardecer, hacía fotos, las subía titulando mi jardín. Marcos la regó un par de veces y luego se olvidó. Al final del verano, recogieron: la cesta de Jimena rebosaba; la de Marcos, apenas dos zanahorias tristes.

Entonces, preguntó Carmen, ¿lecciones aprendidas?

Sí dijo Marcos con seriedad teatral. No nací para la agricultura.

Rieron todos, de buen humor.

Al final del verano, el hogar tenía su ritmo. Desayunaban juntos, luego cada cual a lo suyo, y al atardecer, otra vez la mesa compartida. Marcos seguía a veces con el móvil hasta tarde, pero a medianoche apagaba la luz. Carmen, de paso, oía solo su respiración tranquila. Jimena podía irse con una amiga al río, avisando puntualmente.

Las discusiones seguían, sobre música, sobre la sal del gazpacho, sobre si dejar los platos de un día para otro. Pero ya no parecían batallas generacionales, sino el diario roce de quienes comparten tejado.

La última noche, Carmen preparó un bizcocho de manzana. El aire se impregnó de azúcar y canela. Las mochilas listas, la familia alrededor.

Una foto, porfa pidió Jimena, pero esta solo para nosotros.

Salieron al jardín. El sol caía sobre las copas de los manzanos. Jimena apoyó el móvil en un cubo, puso el temporizador y corrió hasta ellos.

La yaya en el centro, el abuelo a la derecha, Marcos a la izquierda.

Se juntaron, algo inseguros. Carmen notó la mano de Marcos en su codo. Rafael, a su lado, más cerca que nunca. Jimena los abrazó por detrás.

¡Sonreíd! avisó.

Click.

A ver pidió Carmen.

En la pantalla, se veían algo cómicos: Carmen aún con el delantal, Rafael en su camisa desgastada, Marcos con el pelo revuelto, Jimena en camiseta chillona. Pero había en su postura algo profundamente suyo.

¿Podrás imprimirla? preguntó Carmen.

Claro, te la mando respondió Jimena.

¿Y cómo lo hago sin móvil? dudó Carmen.

Te ayudo dijo Marcos. O lo resolvemos cuando vengas en otoño.

Asintió. Se sintió tranquila. No porque todo estuviera solucionado, sino porque entre sus normas y su libertad, algo había empezado a crecer que los conectaba.

Esa noche, cuando los nietos dormían, Carmen salió a la terraza. El cielo manchego rebosaba estrellas. La casa estaba en calma. Se sentó en la escalera, abrazándose las rodillas.

Rafael, al poco, se sentó junto a ella.

Mañana se van dijo.

Sí, se van.

Callaron.

Al final, nada mal añadió Rafael. Hemos salido vivos.

Sí Carmen sonrió. Y creo que hasta aprendido algo.

No sé quién de quién

Sonrió ella. Las ventanas de los cuartos de los nietos, oscuras. En la mesilla de Marcos, seguramente, el móvil enchufado, absorbiendo energía para mañana.

Carmen se levantó, echó la llave y, al pasar por la nevera, rozó el papel de las normas con el dedo. Tenía ya las puntas dobladas. Quizá el próximo verano lo cambien, añadan o quiten cosas. Pero lo esencial persistirá.

Apagó la luz de la cocina y se fue a dormir, sintiendo que la casa respiraba tranquila, acogiendo todo lo que dejó aquel verano y haciendo hueco a lo nuevo.

Hoy, al sacar la foto de la nevera, lo he visto claro: hay que poner normas, pero aún más, aprender a doblarlas. Y confiar. Esa es mi lección de padre, abuelo y hombre.

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MagistrUm
Normas para el verano Cuando el cercanías frenó junto al andén diminuto, doña Natividad ya aguardaba en el borde, sujetando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro rodaban manzanas, un tarro de mermelada de cereza y un táper de empanadillas. Todo innecesario, claro—los nietos llegaban saciados, directos de Madrid, cargados de mochilas, pero a Natividad siempre le nacía el impulso de agasajarles con algo casero. El tren dio un tirón, las puertas se abrieron y de golpe saltaron al andén tres: alto y larguirucho Daniel, su hermana menor Lara y una mochila tan gorda como inquieta. —¡Abu! —Lara fue la primera en verla y agitó la mano, tintineando las pulseras. Natividad sintió cómo le subía al pecho un calor dulce. Depositó la bolsa en el suelo, abriendo los brazos. —Ay, pero cómo estáis… —Quiso decir “mayores”, pero se mordió la lengua. Ya lo sabían. Daniel se acercó más despacio, la abrazó con un brazo, con el otro sujetaba la mochila. —Hola, Yaya. Ahora casi le sacaba una cabeza. Lucía barba incipiente y muñecas huesudas; y de la camiseta asomaban los auriculares. Natividad no pudo evitar buscar en él al crío que antaño corría por la finca en katiuskas verdes, aunque su mirada se topó solo con detalles adultos y extraños. —El abuelo os espera abajo —anunció ella—. Vamos, que si no, me enfrío las albóndigas. —Espera, que hago una foto —Lara ya sacaba el móvil, capturó el andén, el vagón, a su abuela—. Para Stories. “Stories” le sonó como pájaro fugaz. Ya en invierno preguntó a su hija qué era eso, pero la explicación se le olvidó. Lo importante era que la nieta sonreía. Bajaron la escalera de cemento. Junto al “Panda” gastado aguardaba don Víctor, que palmoteó a Daniel en el hombro, abrazó a Lara y asintió a Natividad. Era parco en gestos, pero ella bien sabía que la felicidad le rebosaba igual. —¿Entonces, vacaciones? —preguntó él. —Vacaciones… —suspiró Daniel, lanzando la mochila al maletero. Camino a casa los niños callaban. Por la ventanilla desfilaban chalés, huertos, algún rebaño de cabras. Lara revisó un par de veces el móvil, Daniel se rió con algo en la pantalla, y Natividad se sorprendió mirando las manos de ambos, siempre aferrados a esos rectángulos negros. No pasa nada, —se dijo—. Lo principal es que en casa estén “a la española”. Luego, que hagan como sea habitual hoy en día. El hogar los recibió con aroma a albóndigas y eneldo. En la galería esperaba la mesa de madera vieja, cubierta por hule de limones. En la cocina chisporroteaba la sartén y el horno terminaba de dorar la empanada de berza. —¡Menuda fiesta! —se asomó Daniel. —Qué fiesta ni fiesta, esto es comida —respondió instintiva Natividad y se corrigió—. Venga, id lavándoos las manos, en el lavabo aquel. Lara ya iba a sacar el móvil otra vez. Mientras su abuela sacaba la ensalada, el pan y el guiso, veía de reojo cómo su nieta fotografiaba platos, ventana y a la gata Musa, que se colaba bajo la silla. —En la mesa nada de móviles —soltó Natividad disimulando. Daniel alzó la vista. —¿Perdón? —Eso —remató Víctor—. Después de comer, como queráis. Lara dudó, aun así dejó el móvil boca abajo junto al plato. —Solo era una foto… —Ya la has hecho —dijo Natividad, suave—. Primero comamos, luego ya… subes lo que sea. El verbo “subes” sonó titubeante. No sabía bien cómo se llamaba, pero suponía que bastaba. Daniel, viendo la atmósfera, también apartó el móvil. Era como si le pidieran desabrocharse el casco dentro de una nave espacial. —Aquí se va por horarios —prosiguió ella mientras servía el zumo—. Comer a la una, cenar a las siete. Por la mañana no más tarde de las nueve. Después, salís a jugar, lo que os plazca. —¿No más tarde de las nueve…? —farfulló Daniel—. ¿Y si por la noche veo pelis? —Por la noche se duerme —sentenció Víctor, sin mirar del plato. Natividad percibió que una fina hebra de tensión flotaba. Así que se apresuró: —No es una academia militar, claro. Pero si dormís hasta el mediodía, no veis el día. Tenemos río, bosque, bicicletas… —¡Yo quiero ir al río! —saltó pronto Lara—. Y foto sesión en el jardín también quiero. Ya estaban acostumbrados a la palabra “foto sesión”. —Perfecto —asintió Natividad—. Pero primero un pequeño favor. Hay que escardar patatas y regar fresas. No habéis venido a un resort. —Abu, que son vacaciones… —empezó Daniel, pero Víctor le cortó con la mirada. —Vacaciones, no balneario. Daniel suspiró pero no rebatió. Bajo la mesa, Lara le dio un toque con el pie y él sonrió, apenas. Después de comer, los niños se esparcieron a deshacer maletas. Media hora después Natividad fue a buscarles. Lara ya había colgado las camisetas del respaldo, puesto sus cremas, cargadores y frascos en la ventana. Daniel, sentado en la cama, seguía deslizando el dedo por la pantalla. —Os he cambiado las sábanas —anunció ella—. Si hay algo, decídmelo. —Todo bien, Yaya —sin alzar la vista del móvil, respondió Daniel. Le dolió ese “todo bien”. Pero solo asintió. —Por la tarde hacemos barbacoa —avisó—. Ahora, cuando descanséis, al huerto. Un rato ayudáis. —Vale… —bufó Daniel. Cerró suavemente la puerta y se detuvo fuera. Desde dentro se oía la risa de Lara, hablando por videollamada con alguien. Natividad, por primera vez, se sintió vieja. No por la espalda, sino porque la vida de los chicos discurría en otra dimensión invisible. No pasa nada, —se repetía—. Lo principal es no agobiar. Por la tarde, con el sol decayendo, los tres estaban en el huerto. La tierra templada, la hierba crujía a sus pies. Víctor señalaba qué arrancar, qué no. —Esto lo arrancas; esto lo dejas, —enseñaba a Lara. —¿Y si me equivoco? —No pasa nada —intervino Natividad—. No somos un koljós, no pasa nada. Daniel, a un lado, se apoyaba en la azada, mirando la casa. De su cuarto titilaba el azul del monitor, olvidado. —¿No perderás el móvil? —preguntó Víctor. —Lo dejé arriba —gruñó Daniel. Por alguna razón, aquello alegró más de lo que esperaba a su abuela. Los primeros días pasaron en temple. Por las mañanas los despertaba golpeando la puerta, protestaban, daban vueltas, pero a las nueve y media estaban en la cocina. Desayunaban, ayudaban algo y se dispersaban: Lara organizaba fotos con Musa y las fresas, las subía; Daniel leía, se ponía música, o se largaba con la bici. Las normas se sostenían en pequeños detalles. Móviles fuera durante la comida. Por la noche, silencio. Solo una vez, la tercera noche, Natividad se despertó entre risas apagadas tras la pared. Miró el reloj—casi la una. ¿Tiro o me espero? —dudó en la oscuridad. Las risas se repitieron. Luego el sonido de un audio. Suspiró, se echó una bata y llamó flojito. —Dani, ¿no duermes? Todo calló de inmediato. —Ya, —susurró él. Abrió la puerta con el ceño arrugado y el pelo revuelto, móvil en mano. —¿No duermes? —preguntó, buscando sonar calmada. —Veo una peli… —¿A la una? —Quedamos los amigos para verla a la vez y chatear… Le imaginó como, en distintos pisos de la capital, otros chicos hacían lo mismo, en penumbra, debatiendo el filme. —Mira, hacemos trato —dijo—. No me importa que veas pelis. Pero si trasnochas no sirves al día siguiente y no te puedo sacar al huerto. Hasta medianoche, venga. Después, a dormir. Frunció el ceño. —Pero es que ellos… —Ellos están en Madrid; tú aquí. Aquí mandamos nosotros. Tampoco pido que te acuestes a las nueve. Él se rascó la cabeza. —Vale —admitió—. Hasta medianoche. —Y cierra la puerta, que la luz molesta. Y el sonido, bajito. Al regresar al lecho, dudó si había sido demasiado blanda. Antes habría sido más firme, como con su hija. Pero algo se le resistía. Otros tiempos. Los conflictos emergían de cosas mínimas. Un día de calor, Natividad pidió a Daniel ayudar a Víctor a mover unas tablas al cobertizo. —Ahora voy —dijo, sin apartarse del móvil. Diez minutos después, seguía sin moverse. —Dani, tu abuelo cargando solo… —acusó, con dureza creciente. —Termino de escribir y voy —respondió con irritación. —¿Y qué escribes tú que es tan vital, que el mundo sin ti no anda? Él levantó la cabeza de golpe. —Es importante —clamó—. Estamos en un torneo. —¿Qué torneo? —De juego online. Si me voy, mi equipo pierde. Quiso replicar que hay deberes más esenciales, pero notó cómo apretaba los labios, la tensión en sus hombros. —¿Cuánto te queda? —Veinte minutos. —Vale. En veinte minutos, ayudas. ¿Trato? Asintió y siguió escribiendo. A los veinte, ya se ponía los tenis. —Ya voy, ya voy. Pequeños pactos así le hacían sentir que aún se podía manejar la situación. Pero llegó un punto de ruptura. Fue a mediados de julio. Iban a ir al mercado de abastos con Víctor, que pidió ayuda para cargar bolsas y vigilar el coche. —Dani, mañana vas con el abuelo —avisó Natividad cenando—. Yo y Lara nos quedamos, hacemos mermelada. —No puedo —saltó él. —¿Cómo que no? —He quedado con los chicos para ir a la ciudad. Hay festival de música, food trucks… —miró a Lara en busca de apoyo, pero ella encogió los hombros—. Os lo dije. No recordaba que lo dijera. Quizá sí, pero sería de pasada. Últimamente eran muchos temas. —¿A qué ciudad? —se inquietó Víctor. —A la nuestra. El tren—es solo una parada. Lo de “una parada” no convenció a su abuelo. —¿Sabes el camino? —preguntó. —Van todos. Y además, tengo dieciséis años. Ese “dieciséis” sonaba a desafío definitivo. —Con tu padre quedamos en que no ibas solo —insistió Víctor. —No voy solo, voy con amigos. —Todavía peor. Natividad sintió cómo la tensión espesaba el aire en la cocina. Lara apuró el plato y apartó la silla. —¿Y si vais hoy al mercado y mañana él va al festival? —intervino Natividad conciliadora. —El mercado es solo mañana —cortó Víctor—. Y necesito ayuda. No puedo solo. —Voy yo —dijo Lara inesperadamente. —Tú te quedas con la abuela —respondió él, sin pensar. —Puedo ir sola —propuso Natividad—. La mermelada espera. Lara te ayuda. Víctor la miró—admirado, agradecido, y desafiante. —¿Y este, el rey del mambo? —indicó a Daniel. —Es que… —¿No entiendes que no estamos en Madrid? Aquí no es tan sencillo. Además, respondemos por ti. —Siempre respondéis por mí —soltó Daniel—. ¿No puedo decidir nada por mi cuenta? Tras aquello, silencio sepulcral. Natividad sintió el alma oprimida. Quería decirle que lo entendía, pero solo oyó su voz, seca: —Mientras estés aquí, se respetan nuestras normas. Él apartó la silla de un golpe. —Pues nada. No voy. Se alejó, portazo incluido. Arriba, sonó un golpe sordo—quizá la mochila. La tarde pasó tensa. Lara intentó bromear, habló de una youtuber, pero no levantó mucho el ánimo. Víctor callaba con la vista en el plato. Natividad fregaba y revivía las palabras “nuestras normas”, repicando en la cabeza. Aquella noche la despertó un silencio inusual. Normalmente la casa crujía suave, una rata chillaba, pasaba algún coche. Ahora—demasiado silencio. Se fijó. Ninguna luz bajo la puerta de Daniel. Quizá al menos descanse —pensó, dándose vuelta. A la mañana, en la cocina, las nueve menos cuarto. Lara ya en la mesa, Víctor con el periódico. —¿Y Daniel? —preguntó. —Durmiendo, creo —dijo Lara. Natividad subió, llamó. —Dani, arriba. Nada. Abrió. La cama mal hecha, como siempre cuando no quería hacerla. Pero él no estaba. La sudadera en la silla, el cargador, el móvil no. Un vacío le atravesó. —No está —bajó. —¿Cómo que no? —Víctor se levantó. —Se ha ido. —Estará fuera… Buscaron por el patio, cobertizo, huerto. La bici estaba. —El tren de las ocho y cuarenta —susurró Víctor, mirando la carretera. Natividad notó las manos heladas. —Igual está con chicos del pueblo… —¿Qué chicos? Aquí no conoce a nadie. Lara sacó el móvil. —Le escribo. Sus dedos iban y venían ansiosos por la pantalla. —No lee —alzó la vista un minuto después—. Una sola marca. Lo de “una marca” no decía nada a Natividad, pero por la cara de su nieta supo que era mala señal. —¿Qué hacemos? —consultó a Víctor. Él meditó. —Voy a la estación —decidió—. A ver si alguien le vio. —Pero a lo mejor… —Ha salido sin avisar, —cortó él—, eso ya es grave. Rápido cogió las llaves. —Tú quédate —le dijo—, por si vuelve. Lara, si recibes noticias, me lo dices. El coche se fue. Natividad se quedó en la galería, trapo en mano. Por la mente le cruzaban todas las imágenes—Daniel en el andén, subiendo al tren, siendo empujado, perdiendo el móvil… Sacudió la cabeza. Tranquila. No es un niño. No es tonto. Una hora. Luego otra. Lara revisaba el móvil, negaba con la cabeza. —Nada, —susurraba—. Ni en línea. A las once volvió Víctor, cansado. —Nada. Ni un alma lo ha visto. Fui a la estación. Nada. —Quizá fue al festival —musitó Natividad—. A la ciudad. —Sin dinero ni nada… —Con la tarjeta. Y el móvil —interrumpió Lara. Se miraron. Para ellos el dinero era de monedero. Los chicos, en el aire digital. —¿Llamamos a su padre? —propuso Natividad. —Llama —aceptó Víctor—. Se enterará igual. La llamada fue dura. Su hijo empezó callando, luego maldijo, luego se quejó de su falta de control. Natividad colgó más agotada aún. Se sentó, cubriéndose la cara. —Abu —susurró Lara—. No ha desaparecido. Solo está enfadado. —Enfadado y se va, —musitó—. Como si fuéramos el enemigo. El día pasó eterno. Ocupaban las manos como podían: mermelada, herramientas… Sin ganas. El móvil, en silencio. Al atardecer, crujió el porche. Natividad tembló. Chirrió la verja. En el hueco—Daniel. Misma camiseta, vaqueros polvorientos, mochila, cara de cansado pero intacta. —Hola —saludó bajito. Natividad se puso en pie. Un segundo quiso abrazarle; algo la frenó. Solo preguntó: —¿Dónde estabas? —En la ciudad —bajó los ojos—. En el festival. —¿Solo? —Con chicos. Del pueblo vecino. Quedé con ellos. Víctor salió detrás, secando las manos. —¿Tienes idea de cómo… —empezó, pero se le quebró la voz. —He escrito —se adelantó Daniel—. Perdí cobertura y el móvil murió. Sin batería. Lara ya estaba allí, móvil en mano. —Yo también te escribí. Siempre una marca. —No era aposta —dijo, mirándoles—. Es que… sabía que si pedía permiso, no me dejaríais. Y ya había quedado. Entonces… Se atascó. —Y decidiste que era mejor no preguntar —acabó Víctor. El silencio reinó otra vez, ahora mezclado de agotamiento. —Entra y come —dijo Natividad. Daniel obedeció, sentándose en la cocina. Ella le puso un plato de sopa, pan, zumo. Comió con ansia, como quien no prueba bocado en el día. —Allí es todo carísimo —musitó él—. Vuestros “food trucks”. Ese “vuestros” sonó raro, pero no le reprochó. Comido ya, salieron a la galería. El sol cedía el paso a la noche. —Mira, —dijo Víctor tomando asiento—. Ya entendemos que quieres libertad. Pero somos responsables de ti. Mientras estés aquí, no podemos hacer como si no preocuparas. Daniel callaba. —Si quieres ir a algún lado —prosiguió él—, nos avisas. Con antelación. Y lo hablamos tranquilos. Miramos rutas, horarios. Si nos cuadramos, vas. Si no, no. Pero desaparecer así, no. —¿Y si no me dejáis? —preguntó. —Entonces te enfadas y te quedas —dijo Natividad—. Y nosotros te llevamos al mercado. Él la miró; en esa mirada se mezclaban rabia y pena. —No quería preocuparos —susurró—. Quería decidir. —Decidir está bien, —dijo ella—. Pero también implica cuidar de los que se preocupan por ti. Sus propias palabras la sorprendieron—no eran moraleja, sino realidad. Él suspiró. —Vale. Lo he entendido. —Tengo otra norma —añadió Víctor—. Si se te apaga el móvil, buscas dónde cargarlo. Bar, estación, lo que sea. Y primero avisas. Aunque temamos regañar. Daniel asintió. Se quedaron un rato en silencio. Detrás del seto, ladró un perro. Musa maulló en el huerto. —¿Y el festival, qué tal? —preguntó Lara. —Normal, la música, regulera, pero la comida rica. —¿Me enseñas fotos? —El móvil sin batería. —Nada, —suspiró ella—. Ni pruebas, ni contenido. Él sonrió de medio lado. Desde aquel día, todo cambió apenas. Las normas seguían, pero algo se flexibilizó. Por la noche Natividad y Víctor redactaron en un papel lo importante: levantarse antes de las diez, ayudar en casa dos horas, avisar de salidas y comidas, móviles fuera de la mesa. El papel quedó en la nevera. —Esto parece internado —bromeó Daniel. —Pero uno familiar, —corrigió ella. Lara propuso sus propias condiciones. —Y vosotros, no me llaméis cada cinco minutos si voy al río —dijo—. Y no entréis nunca sin tocar. —Ni lo hacemos —sorprendida, confesó Natividad. —Pues apuntadlo, —secundó Daniel—. Así es justo. Añadieron más líneas. Víctor resopló, pero firmó. Así surgieron tareas nuevas, compartidas. Un día Lara sacó un viejo juego de mesa. —Jugamos hoy —propuso. —Yo era un as con esto —se animó Daniel. Víctor, de primeras, reprochó tener faena en el garaje, pero al final se sentó. Resultó que recordaba las reglas mejor que nadie. Hubo risas, reproches amistosos y alianzas. Los móviles, olvidados. Cocinar pasó a ser otro reto colectivo. Harta del eterno “¿qué hay de cena?”, Natividad soltó: —El sábado cocináis vosotros. Yo solo os indico dónde está todo. —¿Nosotros? —bramaron los dos. —Sí. Cualquier cosa, con tal de que se pueda comer. Aceptaron en serio. Lara buscó una receta de moda, Daniel cortaba verduras debatiendo el método. Olía a sofrito, subía la montaña de cacharros, pero vibraba una alegría infantil. —No os ofendáis si luego hacemos cola al baño —gruñó Víctor, pero repitió plato. En el huerto también pactaron. En vez de imponer ración diaria de escarda, Natividad planteó “parcela propia”. —Ésta es tu línea —señaló a Lara junto a las fresas—. Y ésta, tuya —indicó a Daniel con las zanahorias—. Haced lo que queráis. Si sale, bien; si no, no os quejéis de la cosecha. —Un experimento —apuntó Daniel. —Con grupo control y experimental —añadió Lara. Y así ella hacía fotos diarias a sus fresas, las subía como “mi huerto”; él regó dos veces sus zanahorias y olvidó el resto. Al final del verano la cesta de Lara rebosaba, la de Daniel… sólo dos raíces tristes. —¿Conclusión? —preguntó Natividad. —Que el campo no es lo mío, —admitió él. Rieron. Ya sin tensión. Al final del verano, la casa bullía en ritmo propio. Desayuno juntos; a mediodía, cada uno a lo suyo; por la noche, la mesa los reunía. Daniel seguía trasnochando, pero a las doce apagaba luces; y Natividad, al pasar su puerta, solo oía un resuello tranquilo. Lara podía irse con la amiga al río, pero avisaba siempre. Las discusiones existían: por la música, la sal del guiso, la pila de cacharros. Pero ya no era una guerra generacional. Más bien la ajustada convivencia de quienes comparten techo. La última noche, Natividad horneó tarta de manzana. Todo olía a fiesta, la galería recibía el fresco, los macutos aguardaban ordenados. —Selfie de despedida —pidió Lara, ya cortando la tarta. —Otra vez con lo vuestro… —empezó Víctor, pero calló. —Solo para nosotros —aclaró Lara—. No hace falta subirla. Salieron al jardín. El sol rozaba los tejados, dorando manzanos. Lara puso el móvil en un cubo, programó el disparo y corrió. —Abu en el centro, abuelo a la derecha, Daniel aquí. Se arrimaron, incómodos pero unidos. Daniel rozó el codo de su abuela, Víctor también se acercó más. Lara los abrazó. —¡Sonreíd! Click. Y otra vez. —¡Listo! —miró la pantalla—. Sale genial. —Enséñala —pidió Natividad. Parecían algo pintorescos: ella con el delantal, Víctor en su camisa vieja, Daniel despeinado, Lara con su camiseta chillona. Pero juntos, conectados. —¿Me la imprimes? —preguntó ella. —Claro, te la mando. —¿Y cómo la imprimo si está en el móvil? —dudó Natividad. —Yo te ayudo —intervino Daniel—. Ven a vernos y la imprimimos, o te la traigo en otoño. Ella asintió, tranquila. No porque se entendieran a la perfección—discutirían mil veces más—sino porque sentía que, entre las reglas y la libertad, se abría una senda para ir y venir. Ya tarde, cuando los chicos dormían, salió a la galería. El cielo, oscuro, con estrellas escasas. La casa, en calma. Se sentó en el escalón, abrazándose. Víctor salió también, se sentó a su lado. —Mañana se van, —dijo. —Se van, —repitió. Silencio juntos. —Al final, bien —añadió él—. Se arregló. —Y hasta hemos aprendido algo —concedió ella. —Quién ha enseñado a quién… —bromeó bajito. Ella sonrió. En la ventana de Daniel, oscuridad. En la de Lara, igual. El móvil, seguro, cargando callado, reuniendo fuerzas para el siguiente día. Natividad entró, cerró la puerta, vio el papel en la nevera. Los bordes ya enrollados; el boli, junto. Pasó el dedo por las firmas y pensó, sorprendida, que quizá el próximo verano habrá que reescribirlo. Añadir, quitar. Pero lo esencial seguirá ahí. Apagó la luz y fue a dormir, sintiendo la casa respirar serena, guardando todo lo que fue aquel verano, dejando dentro sitio para lo que venga.