Normas para el verano
Cuando el tren de Cercanías frenó en la pequeña estación, Mercedes Sánchez ya aguardaba junto al borde del andén, apretando contra el pecho una bolsa de tela. Dentro bailaban unas manzanas, un bote de mermelada de cereza y un tupper con empanadillas. Todo aquello no era necesario, claro los nietos llegaban bien comidos desde Madrid, con sus mochilas y bolsas, pero las manos siempre sienten el impulso de cocinarles algo.
El tren se estremeció, las puertas se abrieron y del vagón salieron de golpe tres figuras: alto y escuálido, Javier, su hermana pequeña, Inés, y una mochila que parecía tener vida propia.
¡Yaya! Inés fue la primera en verla, agitó la mano con tal fuerza que las pulseras tintinearon.
Mercedes sintió un calor familiar subiéndole al pecho. Con cuidado dejó la bolsa en el suelo para no perder el equilibrio y abrió los brazos.
Iba a deciros qué mayores estáis, pero me callo tragó la frase justo a tiempo. Ellos ya lo sabían.
Javier se acercó más despacio y la abrazó con un solo brazo, sosteniendo la mochila con el otro.
Hola, yaya.
Sacaba ya una cabeza a su abuela. Tenía barba incipiente, muñecas delgadas, y de debajo de la camiseta asomaban auriculares. Mercedes reparó en que buscaba todavía en él a aquel niño que correteaba por el campo con botas de agua, pero ahora veía detalles nuevos, de adulto, que no eran suyos.
Vuestro abuelo os espera abajo dijo ella. Anda, que se me enfrían las croquetas.
Espera que hago una foto Inés ya tenía el móvil fuera, un clic para la estación, otro para el tren, otro para Mercedes. Para las stories.
Esa palabra, stories, se le fue volando como un vencejo al oído. Juraría que ya le preguntó a su hija en invierno, pero la explicación se le desvaneció. Lo importante era que su nieta sonreía.
Bajaron por las escaleras de hormigón. Abajo, junto a un viejo Renault Kangoo, estaba Tomás, el abuelo. Se incorporó al verles, le dio una palmada a Javier en el hombro, achuchó a Inés, y asintió a su mujer. Parecía más comedido, pero Mercedes sabía que estaba tan contento como ella.
¿Ya vacaciones? preguntó con sorna.
Vacaciones repitió Javier, tirando la mochila al maletero.
En el trayecto a casa los niños iban callados. Por la ventanilla pasaban casas bajas, huertos y jardines, alguna cabra. Inés deslizaba el dedo por la pantalla del móvil de vez en cuando, Javier soltó una risa mirando su teléfono, y Mercedes no pudo evitar fijarse en cómo sus dedos buscaban siempre aquellos rectángulos negros.
No pasa nada, pensó ella. Lo que importa es que en casa estemos a lo nuestro. Y lo demás, como sea ahora.
La casa les recibió oliendo a croquetas y a perejil. En la galería, la mesa de madera estaba puesta con el hule de limones. En la placa chisporroteaba una sartén y el horno terminaba de dorar una empanada de atún.
Menudo banquete murmuró Javier, asomándose a la cocina.
Ni banquete ni nada, esto es la comida le salió automático a Mercedes, pero se corrigió al instante. Venga, a lavaros las manos. El lavabo está ahí.
Inés ya había sacado, otra vez, el móvil. Mientras Mercedes ponía la ensalada, el pan y las croquetas en la mesa, veía de reojo cómo Inés hacía fotos a los platos, la ventana y la gata Minerva, que asomaba con timidez desde debajo de la silla.
En la mesa los móviles no se usan dijo Mercedes como quien no quiere la cosa.
Javier levantó la vista.
¿Cómo?
Como suena intervino Tomás, sin apartar la mirada del plato. Se come sin móvil. Luego, si quieres, lo que te dé la gana.
Inés parpadeó, dudosa, y dejó el móvil boca abajo junto al plato.
Solo quería hacer una foto
Ya la has hecho dijo Mercedes, suave. Comemos y luego, si quieres, la subes.
La palabra “subir” le salió floja, insegura. Mercedes no tenía claro cómo se decía exactamente, pero el sentido era ese.
Javier, tras un instante, también dejó el móvil en la esquina de la mesa. Parecía como si le pidieran quitarse el casco en un cohete.
Aquí tenemos nuestras normas siguió Mercedes, sirviendo limonada. Comida a la una, cena a las siete. Por la mañana no se duerme más allá de las nueve. De ahí, lo que queráis.
¿Ni un minuto más? musitó Javier ¿Y si quiero ver una peli por la noche?
Por la noche se duerme dijo Tomás sin mirarles.
Mercedes sintió la tensión, un hilo fino cruzando la mesa. Intentó rebajar el aire:
No somos un cuartel, simplemente si dormís hasta la comida, el día se va y no veis nada. Aquí tenéis río, bosque, bicis
¡Yo quiero ir al río! se adelantó Inés. Y en bici. Y sesión de fotos en el jardín.
Esa palabra, “sesión”, ya sonaba más familiar.
Perfecto asintió Mercedes. Pero primero un poco de ayuda. Hay que quitar malas hierbas de las patatas y regar las fresas. No venís aquí de invitados de lujo.
Yaya, que estamos de vacaciones protestó Javier, pero Tomás le lanzó una mirada.
Vacaciones, no balneario.
Javier resopló, sin más. Inés le dio una patada suave debajo de la mesa, y él esbozó una sonrisa torcida.
Después de comer, los chicos se fueron a instalarse. Mercedes entró media hora después. Inés ya tenía las camisetas colgadas en una silla, el neceser y el cargador perfectamente alineados en el alféizar. Javier, sentado en la cama, deslizaba el dedo por el móvil.
He cambiado las sábanas les dijo. Si falta algo, decídmelo.
Todo bien, yaya respondió Javier sin apartar la vista del móvil.
Ese “bien” le dio una punzada. Asintió sin decir nada.
Por la tarde preparamos barbacoa comentó. Pero después de descansar, al huerto. Un par de horitas.
Vale contestó Javier.
Mercedes cerró la puerta, se quedó un instante en el pasillo. Se oía la risa baja de Inés. Hablaba con alguien en videollamada. De repente se sintió vieja, aunque no por la espalda, sino como si la vida de sus nietos transcurriera sobre una capa invisible a la que ella no podía ni asomarse.
Nada, pensó. Ya me aclaro. Lo importante es no agobiarles.
Al atardecer, los tres estaban en el huerto. La tierra seguía caliente, la hierba seca rascaba bajo las sandalias. Tomás enseñaba a Inés la diferencia entre la zanahoria y la mala hierba.
Esto lo arrancas, esto no le explicaba.
¿Y si me equivoco? Inés dudó en cuclillas.
No pasa nada interrumpió Mercedes. No es el campo de las diez mil hectáreas.
Javier de pie, apoyado en la azada, miraba distraído hacia la casa. Desde su habitación brillaba la luz azul del monitor del ordenador.
¿No te olvidas el móvil? le lanzó Tomás.
Se ha quedado arriba gruñó Javier.
Mercedes lo celebró como un triunfo.
Los primeros días llamaron a cierta paz. Por la mañana, Mercedes tocaba en la puerta puntual, los niños refunfuñaban, pero para las nueve y media estaban en la cocina. Después de ayudar un rato o desayunar, cada uno a lo suyo: Inés montaba sus fotos con Minerva y las fresas, subía cosas al móvil; Javier leía, escuchaba música, se iba al río o a dar pedales.
Las normas se sostenían en minucias. Los móviles se apartaban en la mesa. Por la noche, la casa quedaba en silencio. Solo una vez, la tercera noche, Mercedes se despertó con una risa apagada tras la pared. Miró el reloj: la una y media.
¿Aguantar o salir? Dudó un momento, después suspiró, se echó la bata y golpeó la puerta.
¿Javi, duermes?
La risa cesó de golpe.
Espera susurraron dentro.
Javier abrió, parpadeando por la luz del pasillo, ojos rojos, pelo alborotado, móvil en la mano.
¿No dormías?
Viendo una peli con los colegas.
¿A la una de la madrugada?
Quedamos para verla todos a la vez y comentar
Mercedes visualizó a otros adolescentes en sus pisos de Madrid, compartiendo película a escondidas.
Mira, te digo le propuso. No me importa que veas pelis, pero si trasnochas, por la mañana eres un mueble. Y no te saco al huerto ni con grúa. Lleguemos a un trato: hasta las doce vale, luego a dormir.
Javier torció el gesto.
Pero ellos están en Madrid
Y tú aquí. Aquí hay otras reglas. No te pido que te vayas a la cama a las nueve.
Dudó, se rascó el cogote.
Vale cedió, bajando la voz. Hasta las doce.
Y puerta cerrada, que la luz me da justo en la cara. Silencio también.
Mercedes volvió a la cama dudando si había sido demasiado blanda. Antes era distinta con su hija, más estricta. Pero ahora se resistía. Son tiempos distintos.
Los roces brotaron de detalles. Un mediodía de bochorno, Mercedes pidió a Javier que ayudara a Tomás a mover unos tablones a la caseta.
Voy en un rato respondió sin mover un músculo, absorto en el móvil.
Diez minutos después, los tablones seguían allí.
Javi, que el abuelo ya está solo apretó Mercedes, y la voz se le volvió dura.
Termino y bajo respondió, ya tenso.
¿Pero qué es tan vital? soltó ella. Como si el mundo parara sin ti.
Javier levantó la cabeza, molesto.
Es importante contestó. Tenemos torneo.
¿Torneo de qué?
De un juego. Por equipos. Si me voy, pierden los míos.
Mercedes pensó en responderle que hay cosas más importantes, pero vio cómo tensaba la mandíbula.
¿Cuánto te queda?
Veinte minutos.
Vale. Luego bajas. Quedamos así.
En cuanto pasó el tiempo, Javier ya se estaba calzando.
Voy, voy dijo antes de que lo llamaran.
Ese tipo de acuerdos daban cierto control, pero no siempre. El incidente llegó a mediados de julio. Iban a ir al mercadillo del pueblo, a por plantas y víveres. Tomás recordó que hacía falta ayuda.
Javi, mañana vienes conmigo le dijo Mercedes durante la cena. Yo me quedo con Inés preparando mermelada.
No puedo saltó Javier.
¿Por qué no?
Quedé con los chicos para ir al festival en el pueblo. Música, food trucks y buscó apoyo en Inés, que solo se encogió de hombros.Os lo dije ya.
Ella no recordaba que lo dijese. A lo mejor sí, pero entre tantos cruces se le pasó.
¿A qué pueblo? frunció el ceño Tomás.
Al nuestro, en Cercanías. Es justo al lado de la estación.
Ese al lado no gustó nada.
¿Sabes ir y volver? preguntó Tomás.
Claro. Y vamos en grupo. Además, tengo dieciséis años.
Eso sonó a fino desafío.
Tu padre nos dejó claro que aquí, solos, no se va uno por ahí contestó Tomás.
No voy solo. Voy con amigos.
Peor todavía.
Mercedes notó cómo la tensión subía, como si el aire pesase.
Mira, mejor vais tú y Lera al mercadillo hoy y mañana él sale, ¿no?
Solo hay mercadillo mañana zanjó Tomás. Y necesito ayuda.
Yo puedo saltó Inés.
Te quedas con tu abuela respondió sin pensar.
Puedo ir sola zanjó Mercedes. Haz la mermelada luego, que venga Inés.
Tomás la miró sorprendido y agradecido a la vez y un poco terco.
¿Y Javier siempre de libre?
Pero yo
¿Tú no ves que esto no es la ciudad? la voz de Tomás endureció.Aquí mandamos nosotros.
Siempre hay que rendir cuentas soltó Javier. Quiero responder por mí una vez.
El silencio posterior fue espeso. Mercedes sintió que algo se quebraba. Quiso decir que le entendía, que ella también quiso decidir por sí sola, pero lo que le salió era seco y ajeno:
Mientras estés aquí, se hace lo que digamos.
Javier apartó la silla de golpe.
Pues nada dijo. Me quedo en casa.
Salió, cerrando la puerta de un portazo. Un ruido sordo llegó desde arriba. Había tirado la mochila al suelo.
El resto de la velada fue tenso. Inés intentó bromear, hablar de una influencer, pero el humor salió torcido. Tomás callaba, Mercedes fregó los platos a toda prisa. La frase de nuestras normas reverberaba en su cabeza.
Aquella noche Mercedes se despertó con la sensación de un vacío raro. La casa solía crujir: una tabla, algún ratón, coches lejanos. Ahora solo había silencio. Miró bajo la puerta: nada de luz de Javier.
Quizá ahora duerma bien, pensó para sí.
Por la mañana, eran menos cuarto de nueve cuando bajó Mercedes. Inés ya estaba sentada, bostezando. Tomás leía el periódico.
¿Javi?
Dormirá contestó Inés.
Mercedes subió, llamó a la puerta.
Arriba, Javier.
Nada. Al abrir, la cama estaba mal estirada, como siempre hacía para disimular, pero él no estaba. El cargador sobre la mesa, la sudadera en la silla. Sin móvil.
Un vacío le cayó dentro.
No está dijo al bajar.
¿Cómo que no? Tomás se incorporó.
No está. Y se ha llevado el móvil.
¿Estará en el patio aventuró Inés.
Buscaron por el jardín. Nada. La bici seguía allí.
El primer Cercanías sale a las 8:40 murmuró Tomás mirando hacia la carretera.
Mercedes sintió las palmas heladas.
Quizá ha ido con algún amigo, al barrio
¿Qué amigos? Si aquí no conoce a nadie.
Inés sacó el móvil.
Le escribo.
Dedos ágiles. Al momento levantó la mirada.
No lo lee. Solo sale una tick.
Eso del tick no le decía nada a Mercedes pero la cara de Inés era un poema.
¿Y ahora qué? preguntó Mercedes.
Tomás dudó.
Voy a la estación, a ver si alguien lo ha visto.
¿Seguro? ¿Y si aparece?
Se ha ido sin decir nada cortó Tomás. Eso no es normal.
Se vistió rápidamente y tomó las llaves.
Tú quédate le dijo. Por si vuelve. Inés, si te contesta, avísame enseguida.
Cuando salió el coche por la verja, Mercedes se quedó en la galería apretando un trapo. Un montón de imágenes le venían a la cabeza: Javier esperando el tren, subiendo, perdiendo el móvil, alguien empujándolo Se obligó a parar.
Tranquila. Ya no es un niño.
Pasó una hora, luego otra. Inés miraba el móvil, negando con la cabeza.
Nada decía. Ni online ni nada.
A las once regresó Tomás. Tenía mala cara.
Nadie lo ha visto dijo. Y he ido a la estación. Nada.
Mercedes masculló.
A lo mejor ha ido al pueblo, al festival.
Pero si no tiene dinero ni nada protestó Tomás.
Tiene saldo en la tarjeta dijo Inés. Y todo en el móvil.
Se miraron. Para ellos el dinero era la cartera; para los chicos, bits en la nube.
¿Llamo a su padre? propuso Mercedes.
Llámale asintió Tomás. Antes que se entere por otro.
La conversación fue dura. El hijo al principio en silencio, luego soltando alguna palabrota, después preguntó por qué no estaban pendientes. Mercedes notó que el cansancio le subía hasta el cuello. Al colgar, se sentó y se tapó la cara.
Yaya musitó Inés. No está perdido. Solo se enfadó.
Se enfadó y se fue repitió Mercedes. Como si fuéramos monstruos.
El día se le hizo interminable. Hicieron mermelada, Tomás trasteaba en la caseta, pero sin ganas. El móvil de Inés no sonó.
Al caer la tarde, cuando el sol pintaba de naranja la galería, se oyó el chirrido de la verja. Mercedes se sobresaltó. En la entrada, Javier. Misma camiseta, vaqueros polvorientos, mochila.
Hola dijo en voz baja.
A Mercedes le dieron ganas de abrazarle, pero algo la frenó. Solo preguntó:
¿Dónde estabas?
En el pueblo bajó los ojos. En el festival.
¿Solo?
Con unos chicos del pueblo vecino. Quedé con ellos.
Tomás salió secándose las manos.
¿Sabes lo que hemos? su voz era un hilo.
Os he escrito saltó Javier. Pero me quedé sin red. Y después el móvil se apagó. Me olvidé el cargador.
Inés ya estaba a su lado, móvil en mano.
Te mandé mil mensajes le recriminó. Solo un tick salía.
No era queriendo murmuró, mirando de uno a otro. Solo Si pedía permiso, no me dejabais. Ya quedé, y
Y preferiste no decir nada terminó Tomás.
El silencio volvió, ahora con cansancio.
Venga, pasa. Come algo dijo Mercedes.
Obedeció callado, se sentó y ella le puso un plato de sopa, pan, limonada. Comió como si no hubiera probado bocado en todo el día.
Menudo atraco, esos food trucks dijo, medio riendo.
El esos sonó raro, pero Mercedes no lo comentó.
Después salieron a la galería. El sol estaba casi oculto, entraba la brisa fresca.
Mira dijo Tomás. Tú quieres libertad, lo entiendo. Pero mientras estés aquí, respondemos de ti. Si vas a algún sitio, avisas. No la noche antes, un día por delante. Lo charlamos, vemos cómo ir y volver. Si se puede, se puede; si no, pues no. Pero no puedes desaparecer.
¿Y si no me dejáis? preguntó Javier.
Te fastidias y te vienes al mercadillo intervino Mercedes. Igual que nosotros, nos enfadamos, pero te llevamos.
Javier la miró, ofendido y cansado a la vez.
No quería que os preocuparais susurró. Solo decidir por mí.
Decidir está bien le dijo Mercedes. Pero decidir es hacerse cargo también de los que te esperan en casa.
Le sonó sincera, no a sermón.
Suspiró Javier.
Vale. Lo pillo.
Y otra cosa remató Tomás: si el móvil se te apaga, buscas cómo recargarlo. En una cafetería, estación lo primero, nos llamas. Aunque pienses que vamos a reñir.
Vale asintió Javier.
Se sentaron un rato en silencio. Un perro ladró al otro lado de la valla. Minerva maulló en el huerto.
¿Y el festival, qué tal? preguntó Inés.
Bueno, regular la música, pero comimos bien.
¿Fotos?
Móvil muerto.
Ni pruebas, ni contenido se quejó Inés, bromeando.
Él sonrió, flojo, pero al menos sonrió.
A partir de ese día, todo pareció soltar un poco. Las normas seguían, pero más elásticas. Mercedes y Tomás apuntaron en una hoja las que les parecían clave: levantarse antes de las diez, ayudar dos horas al día, avisar con antelación, nada de móviles en la mesa. Lo pegaron en la nevera.
Como campamento rió Javier.
Campamento familiar apuntó Mercedes.
Inés quiso incluir sus derechos.
Y vosotros, nada de llamarme cada cinco minutos si estoy en el río añadió. Ni de entrar en la habitación sin avisar.
No entramos dudó Mercedes.
Mejor que conste dijo Javier.
Añadieron dos líneas más. Tomás refunfuñó, pero firmó.
De pronto, empezaron a tener tareas conjuntas, casi sin notarlo. Un día, Inés rescató un juego de mesa.
Echamos una partida esta noche propuso.
Hace siglos que no juego exclamó Javier.
Tomás, despistado, puso excusas del garaje, pero acabó sentándose. Sorprendentemente, se sabía las reglas de memoria. Rieron, discutieron, se hacían pequeñas trampas. Los móviles, arrinconados.
Otra noche, Mercedes se hartó del “qué hay de cenar”, y anunció:
El sábado cocináis vosotros. Yo solo os oriento.
¿Nosotros? se miraron los dos.
Sí. Puede ser macarrones o lo que sea, pero que se coma.
Se lo tomaron en serio. Inés buscó recetas modernas, Javier picó verduras, debatían quién mandaba. La cocina olía a cebolla frita y especias. Había caos de platos sucios, pero el ambiente era alegre.
Como nos siente mal, hay cola en el baño bromeó Tomás. Pero todo riquísimo.
En el huerto hicieron un trato. En vez de imponer tareas, Mercedes les dio parcela propia.
Este trozo, para ti a Inés, entre las fresas, y este a Javier, con zanahorias. Lo cuidáis o no, como queráis. Pero no me protestéis luego.
Seremos científicos bromeó Javier.
Grupo control y experimental remató Inés.
Al final, Inés cada tarde iba a mirar las fresas y las fotografiaba para el Instagram; Javier regó su fila dos veces y pasó de largo. En septiembre, Inés tenía un cestillo rebosante, Javier dos zanahorias.
¿Conclusiones? preguntó Mercedes.
Las zanahorias no son lo mío río Javier.
Las risas sonaban sueltas ya.
Al llegar septiembre, la casa tenía su propio ritmo. Desayuno conjunto, días dispersos, cenas reunidas. Javier aún trasnochaba, pero nunca más allá de las doce. Mercedes pasaba por la puerta y solo oía silencio. Inés se marchaba al río y mandaba un mensaje avisando.
A veces seguían discutiendo: sobre la música, la sal, o cuándo fregar. Pero ya no era una guerra, sino el roce lógico bajo el mismo techo.
La última noche, Mercedes horneó tarta de manzana. La casa olía dulce, en la galería corría un aire tibio. Las mochilas listas en la mesa.
Hacemos foto de familia sugirió Inés.
Otra vez murmuró Tomás, pero no protestó.
Solo para nosotros remató Inés. No hace falta Instagram.
Salieron al jardín. El sol caía entre las casas, iluminando los manzanos. Inés puso el móvil sobre un cubo al revés y corrió al grupo.
La yaya en medio, el abuelo a la derecha, Javi a la izquierda.
Posaron, torpes, hombro con hombro. Javier le tocó suavemente el codo a Mercedes. Tomás se acercó. Inés les rodeó la cintura.
Sonreíd mandó.
Click, click.
Ya está Miró la foto, sonrió. Preciosa.
A ver pidió Mercedes.
En la pantalla salían como salían: ella con el delantal sin quitar, Tomás con la camisa de siempre, Javier despeinado, Inés con camiseta chillona. Pero había algo familiar en la cercanía.
¿Me puedes imprimir esa foto? pidió Mercedes.
Claro Inés asintió. Te la paso.
¿Y cómo la imprimo si está en el móvil? se perdió Mercedes.
Te ayudo saltó Javier. Vente a Madrid, o te la traigo yo.
Asintió, tranquila. No por haber resuelto todo, ni por entenderlo todo. Discusiones habría más. Pero sentía que entre sus normas y sus libertades habían trazado un sendero.
Esa noche, Mercedes salió a la galería antes de dormir. El cielo estaba negro sobre los tejados, alguna estrella. En la casa, silencio. Se sentó de cuclillas.
Tomás salió, se sentó a su lado.
Mañana se van.
Sí admitió Mercedes.
Silencio.
Oye añadió Tomás, al final hemos sobrevivido.
Sí, y algo hemos aprendido.
¿Ellos o nosotros?
Mercedes sonrió. En la ventana de Javier no se veía luz. En la de Inés, tampoco. El móvil de Javier, seguro, se cargaba en la mesilla, preparándose para mañana.
Mercedes cerró la puerta, miró el papel de las normas en la nevera, con las firmas. Pensó que quizá, el verano siguiente, lo escriban de nuevo. Que cambien frases, añadan o borren. Pero lo esencial permanecía.
Apagó la luz de la cocina y subió a dormir, sintiendo que la casa respiraba calmada, guardando todo el verano y, dentro, el hueco exacto para lo que esté por venir.







