**Miércoles, 3 de mayo**
Desde hace dos años, soy felizmente casado con Lucía. Aunque nos queremos con locura, nuestra relación se ha visto afectada por los problemas entre ella y mi madre, Isabel Ortega.
Lucía es cariñosa y servicial. Siempre se esfuerza por caerle bien a todo el mundo, especialmente a mi familia. Pero por más que lo intente, mi madre mantiene esa actitud fría y distante.
No la critica abiertamente, pero sus miradas penetrantes, sus tonos cortantes y esos comentarios disimulados hacen que Lucía se sienta como una intrusa. Cada visita a casa de mi madre termina con ella destrozada.
«Javier, tu madre no me quiere», me dice con la voz temblorosa.
Cierro el libro que estoy leyendo y suspiro:
«Lucía, otra vez con lo mismo. Es que es reservada, ya sabes lo difícil que fue criarme sola después de que mi padre muriera.»
«Lo entiendo, pero ¿por qué siento que habla mal de mí a mis espaldas?»
«Son imaginaciones tuyas, cariño»
«¡No! ¿Acaso no te conté lo que le oí decir a tu abuela? Que soy torpe, que no le caigo bien»
«No sabes si se refería a ti. Cambiemos de tema. ¿Qué tal si mañana vamos al cine?»
Pero Lucía no se conforma. Sabe que mi madre desprecia a su familia, aunque nunca lo diga abiertamente.
Después de otra cena incómoda, decide actuar.
En la siguiente visita, lleva escondida una grabadora. Sin que nadie la vea, la esconde entre las toallas de la cocina, la misma que compró hace meses para sus clases en la universidad. Ayuda a mi madre a preparar la cena como siempre, sin levantar sospechas.
Al volver a casa, se acuesta en silencio, guardando su secreto.
Al día siguiente, vuelve a casa de mi madre con la excusa de ayudarla y recupera la grabadora. La encuentra intacta. Con las manos temblorosas, me pone la grabación al anochecer:
«Escucha esto», me dice, sosteniendo el aparato.
«¿Qué es? ¿Una grabadora?», pregunto, confundido.
«Oye.»
Primero, ruidos domésticos: agua corriendo, cubiertos, conversaciones banales.
Luego, la voz áspera de mi madre al teléfono:
«¡No sé qué ve mi hijo en ella! ¡Ni siquiera sabe hacer una tortilla decente!», se queja. «¿Y su familia? Hasta el café que sirven sabe a agua sucia. ¡Su madre es tan desaliñada como ella!»
Siguen críticas sobre su manera de vestir, sus gestos y sus orígenes.
Cuando termina, Lucía me mira con los ojos llenos de lágrimas:
«¿Ahora ves que tenía razón?»
Me quedo callado, avergonzado. Sé que mi madre se ha equivocado, pero detesto cómo ha actuado Lucía.
«Ella siempre ha sido sincera Quizá lo dijo en un momento de enfado.»
«¿Sincera?», exclama Lucía. «¿Llamas sinceridad a insultar a mi familia? Si no me defiendes, replantéate nuestro matrimonio.»
Sale llorando, dejándome aturdido.
Horas más tarde, llamo a mi madre:
«Tienes que pedirle perdón a Lucía.»
«¿Me ha grabado a escondidas?», grita. «¡Voy a denunciarla! ¡Y a la universidad para que expulsen a esa víbora!»
«¡Madre, basta!», la interrumpo. «¿Escuchaste lo que dijiste?»
«¡Sí! Y te digo más: ¡ella no vuelve a poner un pie en esta casa! ¡Y tú, traidor, defendiendo a esa entrometida! Mañana arreglo esto.»
Cuelga. Intento llamarla de nuevo, pero no contesta.
Corro hasta su casa, pero se niega a abrirme.
Al final, decido alejarme de ella, entendiendo su plan para separarme de Lucía.
En las semanas siguientes, la visito poco, priorizando la paz en casa.
Mi madre, furiosa, prohíbe a Lucía entrar en su casa y empieza a difamar entre los vecinos.
Pero yo ya no le hago caso.
**Lección aprendida:** A veces, el amor exige elegir. Y aunque duele, hay que proteger a quien te elige todos los días.







