No vuelvas, nieto…

—No vuelvas, nieto…

—Bueno, abuelo, ¡me voy! ¡Qué bien se está aquí, como cuando era pequeño! ¡El baño en la casa de campo es una maravilla! ¡Me siento como nuevo! ¡A lo mejor el próximo fin de semana vuelvo!

—Mejor que no vuelvas más, niño… —la abuela se secó las manos en el delantal y soltó un suspiro hondo.

—Pero, ¿qué dices, abuela? —Yago se quedó pasmado. Él estaba seguro de que, para ellos, siempre sería su nieto querido. Vivió con ellos hasta los doce años, los llamaba «mamá» y «papá».

—No hace falta —cortó el abuelo, mirándolo de frente con ceño fruncido—. Ahora ya entiendo por qué tu mujer se fue de tu lado. Y dime, ¿cómo coño has salido así?

Hizo un gesto con la mano, se dio la vuelta y, cojeando por su pierna mala, se marchó al cobertizo.

—¡Aaaaabuelooo! —La mujer salió corriendo al porche, descalza, olvidando el viento frío de septiembre y la lluvia menuda. Las hojas del olmo volaban ciegas contra su rostro mientras las nubes grises se apretaban en el cielo.

—¡Aaaaabuelo, Yago ha llamado! ¡Viene de visita! ¡Qué alegría! —gritó emocionada, llevándose las manos al pecho.

El viejo se enderezó, crujió la espalda, se secó el sudor de la frente con la manga de su chaqueta raída.

—¿Qué haces descalza? ¡Te vas a resfriar! —gruñó, frunciendo el ceño—. Métete en casa, ahora voy.

—Es que… solo quería decírtelo, se me salía el corazón del pecho…

—¡He dicho que entres!

La abuela sollozó y se arrastró hacia la casa. Pero por dentro, ardía de emoción. Yago, su Yaguito, la luz de sus ojos. Lo criaron desde la cuna, sus primeros pasos, su primera palabra—«abuela»… Hasta que apareció su hija. Se lo llevó. Se lo llevó en cuanto «se estabilizó». Doce años después. Como si hubiera sido un préstamo y se hubiera acabado el plazo. El abuelo se desesperó entonces, la maldijo, la avergonzó, pero todo fue inútil—se fueron. Yago lloró, al principio llamaba mucho, luego menos… hasta casi nada…

Y desde entonces, la casa quedó en silencio. El alma se les vació. Y cuando se casó, ni siquiera les avisó. Se enteraron por otros. Dolió. Dolió mucho. Pero ahora—había llamado, venía. Una esperanza tibia les llenó el pecho.

Tres días estuvo la abuela como en Nochebuena. Fregó los suelos, hizo empanadas. No dormía, imaginando—qué habría sido de él, seguro que un hombre guapo…

Al anochecer, un coche negro y lustroso entró en el patio. Los cristales, tintados hasta no dejar ver nada. Se le erizó la piel. Del coche bajó Yago—fornido, pelo corto, chaqueta moderna. Sonrió. Los saludó.

—¡Abuelo, abuela! ¿Tenéis algo de comer? ¡Me muero de hambre!

—Claro, nieto. Pasa…

Nadie esperaba regalos—los tiempos no dan para eso. Pero al menos un gesto… algo…

Se llenó la panza, puso los pies sobre la mesa, encendió un cigarrillo y empezó a contar lo «bien» que le iba todo. El abuelo torció el gesto, le temblaron los labios, se levantó y se fue al leñero.

Pero Yago no paraba. Hablaba de su mujer—la hija de un político. Que ella «no lo valoraba», que se quejaba a su papá. Que lo obligaban a trabajar, y él no se había casado para eso. Lo echaron. Sin casa. Ahora era chófer. El coche, negro, con ventanas oscuras como la noche.

—Necesito dinero —dijo—. Vosotros tenéis algo, abuelo. Ya has vivido, ahora me toca a mí.

El abuelo siguió partiendo leña en silencio. Le entraron ganas de mancharse las manos, pero la abuela lo detuvo. Lo llevó adentro. Ella se quedó sentada, escuchando a ese hombre que ya no reconocía, santiguándose en secreto. Pasada la medianoche, Yago se durmió—ahí mismo, en la mesa, con el vaso vacío en la mano.

Por la mañana, fresco como una lechuga. Quería otro baño en la casa de campo. Comió. Se plantó en el porche y anunció que se iba.

—Pues vete —refunfuñó el abuelo, abrochándose la chaqueta.

La abuela lo miró y supo que había envejecido diez años en una noche. Hundido, encogido.

—Yaguito —dijo, ajustándose el pañuelo—. Una cosa te digo al final. El mundo no gira a tu alrededor. Eres polvo. Como trates a la gente, así te tratarán. Y tu alma… es como los cristales de tu coche. Parece que está, pero no se ve nada a través de ella.

Lo bendijo y siguió al abuelo, con la mano en el pecho. En ese otoño pesado, de pronto lo entendió—para ellos, la primavera no volvería.

Y no vuelvas nunca más.

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MagistrUm
No vuelvas, nieto…