La abuela Valentina había pasado gran parte de su vida en un barrio tranquilo en las afueras de Toledo. Después de perder a su marido, se quedó sola en un piso de dos habitaciones que había heredado de su madre. Los padres de sus nietos siempre estaban ocupados, viajando o trabajando hasta tarde, así que la nieta menor, Lucía, solía quedarse con la abuela.
El nieto mayor, Adrián, había sido el favorito de la familia desde pequeño. Le compraban los mejores juguetes, le apuntaban a actividades y luego le pagaron una universidad prestigiosa. Lucía era la sombra: no protestaba, no exigía atención, maduró antes de tiempo. Estudiaba, trabajaba, alquilaba una habitación y nunca pedía nada. La única persona cálida en su vida seguía siendo la abuela Valentina.
Lucía visitaba a su abuela casi todas las semanas: después del trabajo, los fines de semana, en cualquier clima. A veces llevaba comida, otras medicinas, o simplemente iba a tomar un té y charlar. Pero una tarde, como cualquier otra, la abuela la recibió en silencio, con el rostro serio.
—¿Por qué me visitas tanto, Lucía? —preguntó, fijando la mirada en la televisión—. ¿Será que quieres heredar mi piso?
Lucía, que estaba fregando el suelo del pasillo, se quedó inmóvil.
—Abuela, ¿qué dices? ¿Qué piso? Te prometí hacer sopa… ¿Quieres croquetas al vapor?
La abuela resopló, pero no contestó. Lucía sonrió, escondió su disgusto como siempre y se dirigió a la cocina. Encendió el hervidor, sacó la mantequilla de cacao favorita de su abuela y empezó a preparar la cena.
Minutos después, la abuela entró y soltó unas palabras que le encogieron el corazón a Lucía:
—Sabes, ya he firmado los papeles del piso a nombre de Adrián. Así que pierdes el tiempo. No te quedará nada.
Lucía se enderezó, se secó las manos y respondió con calma:
—Y bien hecho. No vengo por el piso. Eres mi familia, me criaste, y ahora me toca cuidarte. El piso solo son cuatro paredes.
La abuela guardó silencio. Pero su mirada había cambiado: ahora había en ella desconfianza, casi inquietud. Bebieron té, hablaron de la telenovela que le gustaba a la abuela, y no volvieron a mencionar el tema del piso esa noche.
Días después, Lucía recibió una llamada de su hermano. Gritaba por el teléfono, acusándola de haber manipulado a la abuela para que le cediera el piso.
—¡Eres igual que los demás! —vociferó—. ¡No quiero saber nada de ti!
Justo después, su madre llamó. La misma melodía: «¿Por qué hiciste eso? ¡Es la casa de la familia!» Lucía, confundida, colgó y se dirigió a casa de la abuela.
—Abuela, ¿qué está pasando? —preguntó con serenidad—. Adrián dice que firmaste el piso a mi nombre. No entiendo nada. Tengo un conocido abogado si hace falta, pero dime la verdad: ¿firmaste algo?
La abuela se sentó despacio, suspiró y confesó. Las charlas de las vecinas sobre familiares que solo cuidaban a los ancianos por herencia la habían asustado. Así que decidió ponerles a prueba: le dijo a Lucía que el piso era de Adrián, y a Adrián que era de Lucía.
—Bueno, ya he visto quién es quién —dijo con tristeza—. Tú, Lucía, como siempre, has sido buena y leal. Pero tu hermano… bueno, ya viste cómo reaccionó.
Lucía negó con la cabeza. No estaba enfadada. Simplemente entendió, de una vez por todas, dónde estaba el amor y dónde el interés.
La abuela le ofreció que se mudara con ella, ahora que el piso era técnicamente suyo. Pero Lucía dijo que no.
—Estás acostumbrada a la tranquilidad, abuela. Yo vivo a mi ritmo: trabajo, amigos, vida. Dejemos las cosas como están. Seguiré viniendo, como siempre. El piso no importa.
Desde entonces, nada cambió. Lucía sigue visitando a su abuela, llevándole sus alimentos favoritos, viendo telenovelas con ella y dándole cariño. Y la abuela sabe que su nieta es la única persona a la que realmente le importa. No por los metros cuadrados. Simplemente, por amor.