«No vengas a mi boda, solo habrá gente rica»: así le dijo la hija a su padre trabajador que la crió solo.

José Manuel dedicó toda su vida a una sola cosa: convertir a su única hija en una buena persona. Después de que la desgracia cayera sobre su familia y su esposa falleciera de un infarto, la pequeña Lucía quedó bajo su cuidado. Él apenas tenía treinta años, y desde entonces nunca pensó en sí mismo. Todo su esfuerzo, todo su sueldo, toda su alma—todo fue para su hija.

Vivían en las afueras de Sevilla, en la vieja casa de sus padres. El dinero nunca alcanzaba—José trabajaba en la construcción, cargando cajas por las noches y haciendo turnos de vigilante. Pero hacía lo imposible para que Lucía tuviera una infancia. A veces pedía préstamos para comprarle un vestido bonito para la función del colegio, otras pasaba días sin comer para que tuviera zapatos nuevos. Y cada vez que veía su sonrisa, sentía que valía la pena.

Recordaba especialmente la Navidad—Lucía siempre la esperaba con emoción. En el colegio había concursos de disfraces, villancicos y regalos. José hacía lo que fuera para que no se sintiera menos que los demás. Una vez, gastó sus últimos ahorros en un vestido blanco como la nieve, y esa noche, Lucía brilló como una princesa. Lo abrazó y susurró: «Eres el mejor del mundo».

Pero el tiempo pasó. Lucía terminó el instituto con matrícula de honor y se fue a Madrid a estudiar en la universidad. Todo como soñaba. Vivió en una residencia, estudió y trabajó a medio tiempo. Pero la vida en la capital empezó a cambiarla. Primero fue el manicure y las marcas caras, luego los hombres con dinero. Empezó a frecuentar restaurantes lujosos y salones exclusivos. Su padre seguía enviándole dinero, paquetes, llamándola y rogándole que volviera a casa, pero Lucía cada vez hablaba menos con él.

Hasta que un día recibió un mensaje de ella. Sin saludo, sin cariño. «Papá, por favor, no vengas a mi boda. Solo habrá invitados adinerados, y tú… no encajarías». La frase era corta, fría, sin agradecimiento ni explicación.

José Manuel leyó esas palabras una y otra vez. Su corazón se encogió. Toda la vida luchó por ella, sin quejarse, sin pedir nada. Solo amándola. Y ahora ella… se avergonzaba de él. De un padre que quizá no sabía sostener una copa «como en la alta sociedad», pero que la cargó en brazos cuando tenía fiebre.

Aun así, tomó el cercanías y fue. No para comer pastel con los invitados, sino para mirarla a los ojos una última vez. En la ceremonia, se quedó discretamente en un rincón, con su chaqueta gastada y un ramo de rosas del jardín envuelto en periódico.

Cuando los novios recibían felicitaciones, se acercó en silencio, le dio las flores, la besó en la mejilla y le dijo:
—Que seas feliz, hija. Vive con dignidad.

Y se fue. Sin esperar agradecimientos ni excusas. Sin humillarse.

Lucía se quedó inmóvil. Como si el tiempo se detuviera. Su prometido hablaba, los invitados reían, la música sonaba… pero ella solo veía la espalda de su padre alejándose. Del hombre que le dio todo, y que ella rechazó.

Las lágrimas brotaron de pronto. Corrió tras él, lo alcanzó a la salida.
—Papá, perdóname. No sé qué me pasó… fui una tonta. Pensé que avergonzaría a alguien, pero solo me avergoncé a mí misma. Perdóname, por favor. Tú eres mi familia, mi persona más importante.

Él no dijo nada. Solo la abrazó. Fuerte, en silencio. Y en ese instante, Lucía entendió que ningún millón valía tanto como esos brazos. Que en su prisa por encajar, casi perdía lo único que importaba: el amor de quien te quiere sin condiciones. Siempre.

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«No vengas a mi boda, solo habrá gente rica»: así le dijo la hija a su padre trabajador que la crió solo.