«No vengas a mi boda, solo habrá gente rica»: le dijo la hija al padre trabajador que la crió solo
**«No vengas a mi boda, solo vendrán personas adineradas»: eso fue lo que le dijo su hija a su padre, un humilde obrero que la crió en soledad**
Antonio Martínez dedicó su vida entera a una sola misión: hacer de su hija una persona digna. Cuando el destino llamó a su puerta y su esposa falleció de un aneurisma, la pequeña Lucía quedó bajo su cuidado. Él apenas tenía treinta y pocos años entonces, y desde ese momento, nunca pensó en sí mismo. Cada gota de sudor, cada céntimo que ganaba, cada suspiro de su alma, todo era para ella.
Vivían en las afueras de Salamanca, en una casa vieja heredada de sus abuelos. El dinero nunca alcanzaba. Antonio trabajaba en la construcción, descargando camiones en ocasiones, y en las noches más frías, hacía turnos como vigilante. Pero hacía lo imposible para que Lucía tuviera una infancia feliz. Una vez, contrajo deudas solo para comprarle un vestido de encaje para el festival del colegio; otras veces, pasaba días sin comer para que ella tuviera zapatos nuevos. Y cada vez que veía la sonrisa de su hija, sentía que la vida valía la pena.
Lo que más recordaba eran las Navidades. Lucía las esperaba como quien aguarda un milagre. Había concursos en el colegio, cenas improvisadas, regalos modestos pero dados con amor. Antonio hacía lo imposible para que no se sintiese menos que nadie. En una ocasión, gastó todos sus ahorros en un vestido blanco como la nieve, y esa noche, Lucía brilló en el baile como una princesa de cuento. Lo abrazó y le susurró: «Eres el mejor padre del mundo».
Pero el tiempo pasó. Lucía se graduó con honores y se marchó a Madrid para estudiar en la universidad. Todo como había soñado. Vivió en una residencia, estudió, hizo trabajos temporales, la vida normal de cualquier estudiante. Pero la capital comenzó a cambiarla. Primero fueron las uñas arregladas, las marcas caras, luego las salidas con hombres de dinero. Empezó a frecuentar restaurantes elegantes y spas exclusivos. Su padre seguía enviándole dinero, llenando paquetes con cosas de casa, llamando, preocupándose, pidiendo que lo visitara. Pero Lucía cada vez respondía menos.
Hasta que un día recibió un mensaje. Sin saludo, sin emojis. «Papá, por favor, no vengas a mi boda. Solo habrá invitados ricos, y tú no encajarás». Nada más. Ni una explicación, ni una invitación, ni siquiera un rastro de gratidón.
Antonio leyó esas palabras una y otra vez. El corazón se le encogió. La había cargado en sus hombros toda la vida. Nunca se quejó, nunca pidió nada. Solo amó. Y ahora ella sentía vergüenza de él. Vergüenza del padre que quizá no supiera sostener una copa de champán como los ricos, pero que la sostuvo en brazos cuando tuvo fiebre alta.
Aun así, herido, tomó el tren y fue. No podía faltar, no para comer pastel ni brindar con los invitados, sino para mirarla a los ojos una última vez. En la ceremonia, se quedó al margen, discreto, con una chaqueta gastada y un ramo de rosas de su jardín envuelto en papel de periódico.
Cuando los novios recibían las felicitaciones, se acercó en silencio, le entregó las flores, le besó la mejilla y murmuró:
Que seas feliz, hija. Vive con dignidad.
Y se marchó. No esperó agradecimientos ni explicaciones. Se negó a humillarse.
Lucía se quedó inmóvil. Como si el tiempo se hubiera detenido. El novio hablaba, los invitados reían, la música sonaba, pero ella solo veía la espalda de su padre alejándose. Del mismo hombre que le había dado todo, y al que ella había rechazado.
Las lágrimas cayeron sin aviso. Corrió tras él, lo alcanzó a la salida.
Papá, perdóname. No sé qué me pasó Fui estúpida. Pensé que avergonzaría a alguien. Pero solo me avergoncé a mí misma. Por favor, perdóname. Eres mi familia, eres quien más me quiere.
Él no dijo nada. Solo la abrazó. Fuerte, en silencio. Y en ese instante, Lucía comprendió que ninguna fortuna en el mundo valía más que aquellos brazos. Que en su carrera por las apariencias, casi había perdido lo esencial: el amor de quien la amaba sin condiciones. Siempre.