No tienes excusas para quedarte. ¡Sal!

—No tienes excusa que valga ante mí —Catalina alzó la mano, señalando la puerta a su madre—. ¡Lárgate!

Catalina salió de la escuela de moda y caminó en dirección contraria a la parada del autobús. Faltaban pocos días para el Día de la Madre, y aún no había comprado el regalo para su abuela. No se decidía. Avanzaba apresurada hacia la tienda cuando, dentro del bolso, sonó el teléfono con un timbre apagado. Se detuvo y lo sacó. Era la abuela.

—Abuela, ya llego pronto —dijo Catalina.

—Bien —respondió la anciana.

A Catalina le pareció que quería decir algo más. Su voz sonaba extraña, como si estuviera culpable.

—¿Te pasa algo? —preguntó Catalina, antes de que colgara.

—No, no. Solo… ven pronto.

La llamada se cortó. Catalina guardó el teléfono, dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia la parada, preguntándose por qué la abuela le pedía tanta prisa. *Algo ha pasado. ¿Por qué no me lo ha dicho? Debería llamar de nuevo, si no, me muero de la impaciencia…* Pero en ese momento vio su autobús acercarse y echó a correr para no perderlo.

*¿Le habrán robado la cartera en el mercado y está disgustada? ¿O le habrá subido la tensión? Seguro que es eso. Y este autobús no avanza… Todos los semáforos en rojo. Hubiera llegado antes andando…* Catalina se removía en el asiento, clavando la mirada en las calles de Madrid que desfilaban tras la ventanilla.

Por fin, su parada. Bajó y se apresuró hacia casa. Al entrar en el portal, miró hacia las ventanas del piso. Era temprano, pero la luz del salón estaba encendida. Una punzada de preocupación la atravesó y subió las escaleras corriendo. Buscó las llaves en el bolso con manos temblorosas.

—¡¿Dónde están?! —exclamó, frustrada.

Entonces se oyó el chasquido del cerrojo, la puerta se abrió y apareció la abuela.

—¿Me estabas esperando? —preguntó Catalina, sorprendida.

—Pasa —dijo la anciana, apartándose.

Catalina entró y la examinó. Notó su nerviosismo al instante.

—¿Qué pasa, abuela?

—Pasa, hija… —La abuela miró hacia la puerta entornada del salón, luego se acercó y bajó la voz—. Tenemos visita.

—¿Quién? —susurró Catalina, contagiada por la tensión.

Su mente repasó nombres y rostros de quienes podrían aparecer así, sin aviso, y alterar a su siempre serena abuela.

—Ya la verás. Quítate el abrigo.

Catalina lo colgó y vio, en el perchero, un gabán que no era de la abuela. Debajo, unos botines blancos. Apartó sus zapatillas y lanzó una mirada de reojo a aquellos tacones inalcanzables.

La abuela abrió la puerta del salón. Catalina se pasó una mano por el pelo, alisándolo, y entró primero. Normalmente, por la tarde solo encendían la lámpara de pie, pero hoy la lámpara de araña brillaba intensa. Un movimiento en el sofá llamó su atención.

Una mujer vestida de negro se incorporó. El escote dejaba ver sus huesudas clavículas. El pelo oscuro, recogido con desaliño, se escapaba en mechones. Sus ojos agotados. Parecía consumida, enferma, o recién salida de un duelo.

Al verla, la mujer forzó una sonrisa. Y entonces, un fogonazo de reconocimiento quemó a Catalina. *Madre.* La palabra pasó por su mente y se esfumó. No había otro nombre para ella. Una desconocida. No la veía desde hacía catorce años, pero la reconocía.

Quizá su mirada delatara el torrente de emociones, porque la sonrisa de la mujer se desvaneció. ¿Qué esperaba? ¿Que Catalina se lanzara a sus brazos?

Antes era hermosa. Ahora el cansancio y el negro la avejentaban. ¿Cuántos años tenía? La abuela decía que la había tenido a los diecinueve. Catalina cumpliría veinte pronto. Así que, treinta y nueve. Pero parecía mayor. La vida la había golpeado.

—Hola, hija —dijo la mujer—. Qué mayor estás. Una belleza. Tu abuela me contó que tienes novio.

Catalina miró a la abuela con reproche. *Ya ha hablado de mí.* La anciana bajó la vista. La mujer dio un paso hacia ella, pero Catalina retrocedió. La desconocida se quedó inmóvil, perdida. Catalina solo quería huir. Su presencia removía demasiadas heridas.

—¿Por qué has venido? —preguntó, alzando la barbilla. Su voz ardía de dolor y rabia.

—He vuelto. Pronto es tu cumpleaños —dijo la madre, recuperando algo de seguridad. Intentó sonreír de nuevo, pero la mirada helada de Catalina la detuvo.

—Falta medio mes. ¿No es tarde ya? ¿Por qué no viniste antes? ¿Ni siquiera llamaste? —Catalina atacaba, buscando herir.

—Catalina, no olvides que mandaba dinero —intervino la abuela, con tono de disculpa.

—¡Ah, sí! ¡Mil euros! Nos alcanzaba para pasta, arroz y alubias. ¿Para qué volver? Podías haberlo transferido. ¿O esta vez no hay nada? ¿Viniste en persona para hacer tu buena obra? —Soltó una risa amarga, sin apartar los ojos de ella.

—No quiero tu dinero. Tampoco te quiero a ti. No vengas a mi cumple. Ya me has visto. Vuelve por donde viniste.

Pero su madre no se movió.

—Cuando volvía del instituto, la abuela me decía que habías llamado. Inventaba que me mandabas saludos y que pronto vendrías. Yo, tonta, te esperaba. Pero nunca llamaste. Al final, supe que mentía. Quería que creyera que me querías. Y yo seguí la farsa para no hacerla sufrir. Así nos engañamos todos estos años —dijo Catalina con amargura.

—En el colegio, les decía a mis amigas que mi madre me había llamado, felicitado y enviado dinero para regalos. Que trabajabas duro para comprarnos una casa y volver por mí. Hasta me lo creía. La verdad era demasiado cruel: que me abandonaste sin pensar en mí.

—Yo pensaba en ti… —balbuceó la madre, pero Catalina la interrumpió.

—Al terminar la ESO, entré en la escuela de moda para ayudar a la abuela. En un año ya cosía vestidos y batas para sus amigas. Me pagaban poco, pero me sentía orgullosa. Mientras otras salían con chicos, yo pasaba las tardes ante la máquina de coser…

—Perdóname, hija —musitó la madre.

—¡No me llames así! —gritó Catalina.

Hasta las copas de cristal en el aparador parecieron vibrar.

—¿Y por qué viniste? ¿Tu amante te echó? ¿Encontró a una más joven? Bien hecho. Ahora sabes lo que se siente al ser abandonada.

—Catalina —reprendió la abuela.

Pero un gesto de la joven la silenció.

—¿Por qué la dejaste entrar? Nos abandonó a las dos. Mira cómo va… Parece una viuda en penitencia. —Clavó los ojos en su madre—. Nunca te importó cómo vivíamos. Ah, pero nos mandabas mil euros al año. Un gran sacrificio, claro.

—Escucha, déjame explicarte… —empezó la madre.

—No quiero oír nada. Es tarde para justificarte. No tienes excusa que valga ante mí. —Señaló la puerta—. ¡LCon el tiempo, aunque nunca logró perdonar del todo a su madre, Catalina aprendió a convivir con su sombra, recordando siempre que algunas cicatrices, aunque duelen, nos enseñan a ser fuertes.

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No tienes excusas para quedarte. ¡Sal!