—No tienes excusa para mí. —Alzó la mano señalando la puerta—. ¡Vete!
Lucía salió de la facultad y tomó la dirección contraria a la parada del autobús. Quedaban pocos días para el Día de la Madre, y aún no había comprado el regalo para su abuela. No acababa de decidirse. Caminaba apresuradamente hacia la tienda cuando, desde su bolso, sonó el tono amortiguado del móvil. Se detuvo y lo sacó. Era la abuela.
—Abuela, ya llego pronto —dijo Lucía.
—Bien —respondió la anciana.
A Lucía le pareció que quería decir algo más. Y su voz sonaba extraña, casi culpable.
—¿Estás bien? —preguntó rápidamente, antes de que colgara.
—Sí, estoy bien. Solo… ven pronto. —Y la llamada se cortó.
Lucía guardó el teléfono, giró sobre sus pasos y se dirigió a la parada preguntándose por qué su abuela la urgía. «Algo pasa. Pero ¿por qué no me lo dijo? Debería llamarla, esta incertidumbre me mata…» En ese momento, vio su autobús acercarse y echó a correr para no perderlo.
«¿Le habrán robado la cartera en el mercado? ¿O le habrá subido la tensión? Seguro que es eso. Y este autobús no avanza, todos los semáforos en rojo…», pensaba, atormentada, mirando la ciudad desfilar tras la ventana.
Por fin, su parada. Bajó y caminó deprisa hacia casa. Al entrar en el portal, miró hacia las ventanas de su piso. Aún había luz, pero la lampara del salón estaba encendida. Le dio un vuelco el corazón y subió corriendo. Al llegar a la puerta, rebuscó en su bolso las llaves.
—¡¿Dónde están?! —exclamó impaciente.
Entonces se oyó el clic de la cerradura, la puerta se abrió y apareció su abuela.
—¿Me estabas esperando? —preguntó Lucía, sorprendida.
—Pasa —respondió la abuela con sequedad, abriendo más la puerta.
Lucía entró en el recibidor y la miró fijamente. Notó su nerviosismo.
—¿Qué pasa, abuela?
—Pasa, Lucita… —La anciana miró hacia la puerta entreabierta del salón y bajó la voz—. Tenemos visita.
—¿Quién? —preguntó Lucía, igual de queda.
La inquietud de su abuela le contagió. En su mente desfilaron imágenes de quienes podrían haber llegado así, sin aviso, y alterar a su abuela, siempre serena.
—Lo verás. Quítate el abrigo.
Lucía lo colgó y vio en la percha un gabán que no era de ellas. Debajo, unos botines blancos de tacón. Guardó sus zapatos aparte, sin dejar de mirar aquellos botines que jamás podría permitirse.
Miró a su abuela con interrogación, pero esta solo le lanzó una mirada preocupada y abrió la puerta del salón. Lucía se alisó el pelo y entró primero. Normalmente, por la tarde encendían la lámpara de pie, pero hoy lucía la araña del techo. Por el rabillo del ojo, vio un movimiento en el sofá y giró la cabeza.
Una mujer vestida de negro se levantó. Lucía notó sus huesos marcados bajo el escote, el pelo oscuro recogido con descuido, mechones sueltos, ojos cansados. Parecía exhausta, enferma o recién salida de un duelo.
Al verla, la mujer esbozó una sonrisa forzada. Y entonces Lucía sintió un fogonazo de reconocimiento. La palabra “madre” cruzó su mente y se esfumó. No tenía otro nombre para ella. Una extraña. No la veía desde hacía catorce años, pero la reconoció.
Quizá su expresión delató lo que sentía, porque la mujer dejó de sonreír y se encogió. ¿Qué esperaba? ¿Que Lucía se abalanzara a sus brazos?
Antes era guapa, ahora parecía avejentada. El negro no le favorecía. ¿Cuántos años tendría? Su abuela decía que la había tenido a los diecinueve. Lucía ya tenía veinte. Así que treinta y nueve. Pero aparentaba más. La vida la había maltratado.
—Hola, hija —dijo la mujer—. Qué mayor estás. Una preciosidad. Tu abuela me contó que tienes novio.
Lucía miró a su abuela con reproche. Ya había hablado de ella. La anciana bajó la vista. La mujer dio un paso hacia Lucía, pero esta retrocedió, y la visitante se quedó paralizada, sin saber qué hacer. Solo quería huir, no verla nunca. Su llegada había removido demasiado dolor.
—¿Para qué has venido? —preguntó, alzando la barbilla. Su voz destilaba rabia, odio, dolor.
—He vuelto. Pronto es tu cumpleaños —dijo la madre, recuperando algo de seguridad. Intentó sonreír, pero la mirada helada de Lucía la hizo callar.
—Dentro de dos semanas. ¿Demasiado tarde, no? ¿Y antes? ¿Ni una llamada? —preguntó Lucía, midiendo cada palabra para herir.
—Lucía, no olvides que mandaba dinero —susurró la abuela.
—¡Ah, sí! ¡Mil euros! Nos alcanzaba para pasta, arroz y alubias hasta el próximo cumple. Podías habernos transferido el dinero otra vez. ¿O esta vez no traes nada? —soltó un bufido, pero su mirada seguía clavada en su madre—. No necesito tu dinero. Ni a ti. No vengas el día de mi cumple. Ya me has visto. Vuelve de donde viniste.
Pero la mujer no se movió.
—Cuando volvía del colegio, la abuela me contaba que habías llamado, que me mandabas saludos. Yo, tonta, te esperaba. Hasta que entendí que ella mentía. Quería que creyera que me querías. Y yo fingía creerla para no entristecerla. Así nos engañamos durante años.
—En el colegio, les decía a mis amigas que me habías llamado, que me habías enviado dinero para regalos. Hasta me lo creía. Pero la verdad era que me abandonaste y te olvidaste de mí.
—Yo te recordaba… —intentó la madre.
—¡No me llames hija! —chilló Lucía, y hasta las copas del aparador parecieron vibrar.
—¿Por qué viniste? ¿Te dejó tu amante? ¿Te cambió por una más joven? Ahora sabes lo que se siente al ser abandonada.
—Lucía —reprendió la abuela.
Pero la joven la miró con tal frialdad que calló.
—¿Por qué la dejaste entrar? Nos abandonó a las dos. Mira cómo va vestida, como si viniera a pedir perdón. No te importó cómo vivíamos. Ah, pero mil euros al año, ¡qué generosidad!
—Escucha, quiero explicarte…
—No quiero oír nada. Es tarde para excusas —alzó la mano hacia la puerta—. ¡Fuera!
—Lucía, ¡es tu madre! —protestó la abuela.
—¿Dónde estaba cuando yo enfermaba? Tú llorabas a mi lado. Tú me llevabas caldo al hospital. Las demás niñas recibían besos de sus madres… —Su voz quebró, pero se contuvo—. ¡Vete! —repitió con firmeza.
La mujer bajó la cabeza y caminó hacia la salida. Lucía se apartó. Un olor dulzón y empalagoso la invadió. Respiró hondo, pero el aroma persistía. Corrió a la cocina, abrió la ventana y aspiró el aire frío.
—Ciérrala, que te resfrías —dijo la abuela.
—¿Se ha ido?
—Sí. De”Con el tiempo, Lucía entendió que guardar rencor solo lastimaba su propio corazón, y aunque nunca olvidó, aprendió a vivir sin el peso de tanto dolor.”