¡No tengo dinero! ¡Todo se lo di ayer a la amiga con dos hijos!

¡Irocha, que no tengo dinero! Lo último se lo di ayer a Natalia, ¡ya sabes que tiene dos hijos! Totalmente destrozada, Ana Fernández colgó el teléfono.

Lo que su hija le acababa de decir no quería ni recordarlo. —¿Por qué tiene que ser así? Criamos a tres hijos con mi marido, lo dimos todo por ellos. ¡Los sacamos adelante! Todos con estudios superiores y con buenos trabajos, pero ahora, en mi vejez, ni tengo paz ni recibo ayuda.

—Vaya, José, ¿por qué te fuiste tan pronto? Contigo todo era más fácil —pensó Ana, dirigiéndose mentalmente a su difunto esposo.

El corazón le dio un vuelco desagradable, y su mano, por costumbre, buscó las pastillas. —Solo me quedan una o dos cápsulas. Si empeoro, no tendré cómo ayudarme. Tengo que ir a la farmacia.

Ana intentó levantarse, pero enseguida volvió a caer en el sillón. La cabeza le daba vueltas. —No pasa nada, la pastilla hará efecto pronto y se me pasará.

Pero el tiempo pasaba, y no mejoraba.

Ana marcó el número de su hija pequeña. —Natalia… —fue lo único que alcanzó a decir antes de que la interrumpieran.

—Mamá, estoy en una reunión, luego te llamo.

Ana llamó a su hijo. —Hijo, no me encuentro bien. Se me acabaron las pastillas. ¿Podrías, después del trabajo…?

Ni siquiera la dejó terminar. —Mamá, yo no soy médico, ¡y tú tampoco! Llama a una ambulancia, ¡no esperes!

Ana suspiró hondo. —Bueno, tiene razón. Si en media hora no mejoro, llamaré.

Se recostó con cuidado en el sillón y cerró los ojos. Para relajarse, empezó a contar mentalmente hasta cien.

De repente, un sonido lejano. ¿Qué era? ¡Ah, sí, el teléfono!

—¿Hola? —respondió Ana, con dificultad para abrir la boca.

—Anita, ¡hola! Soy Pedro. ¿Cómo estás? Me ha entrado una preocupación y quería llamarte.

—Pedro, no me encuentro bien.

—¡Voy ahora mismo! ¿Puedes abrir la puerta?

—Pedro, la tengo abierta siempre últimamente.

Ana dejó caer el teléfono. No tenía fuerzas para alcanzarlo. —Bueno, da igual —pensó.

Ante sus ojos, como en una película, pasaban escenas de su juventud: ella, una chica joven, en su primer año en la universidad de economía. Y luego, dos cadetes del ejército, guapos y gallardos, pero… ¿con globos en las manos?

—Qué gracioso —recordó Anita—, ¡tan grandotes y con globos!

¡Ah, claro! Era el 9 de mayo. El desfile, la fiesta popular. Ella, entre Pedro y José, con sus globos.

Al final, eligió a José. Quizás porque era más decidido, mientras que Pedro era más callado y tímido.

Con los años, la vida los separó: ella y José se fueron a servir cerca de Madrid, y Pedro fue destinado a Alemania.

Luego se reencontraron en su ciudad natal, cuando los dos ya estaban jubilados. Pedro nunca se casó, nunca tuvo hijos.

Cuando le preguntaban por qué, siempre bromeaba:

—No tengo suerte en el amor, quizás debería jugar a las cartas.

Ana escuchó voces, una conversación. Con esfuerzo, abrió los ojos.

—¡Pedro!

Y junto a él, un médico de urgencias.

—No se preocupe, ya va a mejorar. ¿Usted es su marido?

—¡Sí, sí!

El médico le dio indicaciones a Pedro, que se quedó sentado, agarrando la mano de Ana, hasta que por fin ella empezó a sentirse mejor.

—Gracias, Pedro. Ya me siento mucho mejor.

—Me alegra. Toma, un té con limón.

Pedro no se fue. Cocinó algo en la cocina, cuidó de Ana. Y aunque ella ya estaba mejor, él no se atrevía a dejarla sola.

—Sabes, Anita, yo solo te he querido a ti. Por eso no me casé.

—Ay, Pedro, Pedro… José y yo vivimos bien juntos. Siempre lo respeté. Él me quiso. Tú nunca dijiste nada en aquella época. No sabía cómo te sentías. Pero, ¿de qué sirve hablar ahora? El pasado ya pasó.

—Anita, ¿y si lo que nos queda lo vivimos felices juntos? Lo que Dios nos dé, ¿eh?

Ana apoyó la cabeza en el hombro de Pedro y le tomó la mano. —Vale —respondió, riendo con una risa alegre.

A la semana, por fin, llamó su hija Natalia.

—Mamá, ¿qué pasó? Me llamaste, no pude contestar, luego me lié y lo olvidé…

—Ah, no pasa nada. Pero ya que llamas, te aviso para que no te sorprendas: ¡me caso!

Silencio al otro lado. Solo se oía a su hija respirar hondo, buscando palabras.

—¿Mamá, estás bien de la cabeza? ¡Ya te podrían estar dando paseos por el cementerio, y tú quieres casarte! ¿Y quién es ese afortunado?

Ana se encogió, las lágrimas brotaron de sus ojos. Pero respiró hondo y respondió con calma:

—Es asunto mío.

Y colgó.

Luego, miró a Pedro. —Bueno, esta noche caerán los tres. ¡A preparar las defensas!

—No te preocupes. ¡Lo que no nos haya quitado la vida! —rió Pedro.

Esa misma noche, los tres aparecieron en la puerta: Javier, Irene y Natalia.

—Venga, mamá, preséntanos a tu Don Juan —dijo Javier, en tono burlón.

—¿Para qué? Ya me conocéis —dijo Pedro, saliendo de la habitación—. Yo he querido a Anita desde joven, y cuando la vi tan mal la semana pasada, supe que no podía perderla. Le propuesto matrimonio, y ella ha aceptado.

—Oiga, usted, payaso cincuentón, ¿se le ha ido la cabeza? ¿Amor a esta edad? —chilló Irene.

—¿Qué edad? —preguntó Pedro, calmado—. Apenas tenemos setenta, nos queda vida. Y vuestra madre sigue siendo una belleza.

—Entiendo que lo que quiere es quedarse con su piso, ¿no? —intervino Natalia, en tono de abogada.

—Hijos, ¿qué tiene que ver el piso? ¡Vosotros tenéis vuestras casas!

—¡Pues aquí también hay parte nuestra! —replicó Natalia.

—Tranquilos, no quiero nada. ¡Yo ya tengo dónde vivir! —dijo Pedro—. Pero dejad de faltarle al respeto a vuestra madre.

—¿Y tú quién eres, viejo verde? ¡Aquí no metas las narices! —Javier avanzó, como un gallo de pelea.

Pedro ni se inmutó. Se mantuvo firme y lo miró directo a los ojos.

—Soy el marido de vuestra madre, os guste o no.

—¡Nosotros somos sus hijos! —gritó Irene.

—¡Y mañana mismo la llevamos a una residencia o al manicomio! —añadió Natalia.

—¡Ni lo penséis! Anita, vámonos.

Salieron juntos, de la mano, sin mirar atrás. Les daba igual lo que pensara nadie. Eran felices y libres. Y una farola solitaria alumbraba su camino.

Mientras, sus hijos los miraban, sin entender… ¿qué clase de amor podía haber a los setenta años?

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MagistrUm
¡No tengo dinero! ¡Todo se lo di ayer a la amiga con dos hijos!