No te vayas, mamá. Una historia familiar
Dicen en los refranes de la vieja Castilla: el hombre no es nuez, que en un mordisco no se llega al alma.
Pero Ángeles Martín pensaba que eso eran pamplinas; ¡ella sí que sabía calar a las personas desde el primer vistazo!
Su hija Clara, hace un año, se casó.
Ángeles Martín soñaba despierta con que Clara encontraría un buen muchacho, vendrían los nietos, y ella, la abuela, volvería a ser el centro de esa gran familia, como en otros tiempos.
Al final, el chico fue Sergio, que resultó no ser ningún tonto, ni tampoco un cualquiera. Y parecía sentirse muy orgulloso de ello. Pero vivían aparte, Sergio tenía su propio piso en Vallecas y, al parecer, no pedían consejos a nadie.
¡Ese muchacho estaba echando a perder a Clara!
Esa relación no encajaba en los planes de Ángeles Martín. Y Sergio comenzó a provocarle un extraño nerviosismo, casi como si oyese letanías en latín desordenado todas las noches.
Mamá, no lo entiendes, Sergio es de centro de menores. Todo lo que ha conseguido, lo ha luchado solo, es fuerte y buena persona se lamentaba Clara, con esa voz de niña pequeña diciéndole a la luna que no se apague.
Pero Ángeles Martín apretaba los labios, buscando y rebuscando fallos en cada gesto o palabra de Sergio, como si pudiera encontrarle alguna sombra en la frente.
Ahora le parecía otro, uno que fingía ante su hija. Y sintió que su deber de madre era abrirle los ojos a Clara antes de que fuese demasiado tarde.
Ni estudios tiene, ni facilidades, ni se interesa por nada que merezca la pena.
Los fines de semana, tirado ante el televisor, como si se hubiera perdido en un cuadro de Velázquez, diciendo que está cansado.
¿Y con este hombre quiere pasar Clara la vida? Eso no iba a consentirlo; un día, Clara le agradecería el haberle enseñado la verdad.
¿Y los hijos que puedan venir, sus nietos? ¿Qué les enseñaría ese hombre?
Ángeles Martín, en suma, se sentía desencantada. Y Sergio, que ya intuía el aire frío de su suegra, empezó a esfumarse en silencios y casi nunca respondía al teléfono.
Cada vez hablaban menos y Ángeles se negaba ya a pisar el piso de la pareja, como si se hubieran mudado a otra dimensión.
El padre de Clara, Felipe, buen hombre y paciente como un olivo, adoptó la posición más neutral que pudo.
Hasta que, una noche extraña de junio, Clara llamó a su madre a las once pasadas, su voz temblando tras la lluvia:
Mamá, no te dije nada… estoy de viaje de trabajo dos días fuera. Sergio está enfermo, se resfrió en la obra y vino pronto, se encontraba mal. He intentado llamarle pero no responde al móvil.
Clara, ¿y me cuentas esto a mí ahora? saltó Ángeles Martín, en un tono que rayaba el absurdo onírico de los sueños ¡Vosotros vais por libre! Ya ni siquiera os acordáis de nosotros, tus padres. Quizá yo también estoy mala, ¿pero a quién le importa? ¿Y ahora me llamas a medianoche para lo de Sergio? ¿Tú oyes lo que dices?
Mamá… y la voz de Clara se dobló, tierna y distante Perdóname, sólo que me duele que no quieras aceptar que nos queremos. Piensas que Sergio es poca cosa, que no merece la pena, pero te equivocas. ¿Cómo puedes pensar que, siendo tu hija, podría enamorarme de alguien malo? ¿No confías ni en mí?
Silencio. Ángeles Martín escuchaba su propio aliento mezclado con el chisporroteo de una bombilla.
Mamá, por favor, tienes copia de nuestra llave. Entra a ver, tengo miedo de que a Sergio le haya pasado algo. Te lo ruego, mamá.
Por ti, solo por ti… y Ángeles fue a despertar a Felipe.
Fueron al piso y nadie abrió al timbre. Ángeles abrió con su llave, mientras por los pasillos flotaba un olor a agua antigua y a domingos sin pan.
Entraron. Todo era sombra. ¿Quizás no había nadie? murmuró Felipe, pero el respingo de Ángeles silenció la suposición, el miedo de Clara se le había metido bajo la piel.
Siguió hasta el salón y se le quedó el alma en el ombligo: Sergio estaba tumbado en el sofá, en una pose extraña, febril como si relinchara el caballo de Don Quijote en sueños.
El médico del Samur llegó, con la bata arrugada de cansancio y los zapatos de andar cielos:
No se preocupen, lo de su hijo ha sido una complicación de un resfriado. ¿Trabaja mucho, verdad? preguntó el médico, mirándola como si ella fuese la madre real y no la suegra fantasmal.
Sí, mucho… contestó Ángeles, sin reconocerse en su propia voz.
Tranquilos, vigilen la fiebre, y cualquier cosa, llamen.
Sergio dormía, y Ángeles Martín, sintiéndose flotando entre dos realidades, se sentó en una butaca junto a esa figura derrotada.
Le miró: pálido, el pelo pegado a la frente por el sudor, un niño perdido entre mapas desenfocados. Sintió de repente una ternura incomprensible. En su sueño, le parecía más joven, más frágil… el gesto blando, como de estatua de barro aún fresca.
Mamá… murmuró Sergio en un susurro febril, tomando su mano bajo el arco de la noche, no te vayas, mamá.
Ángeles se quedó paralizada, sin atreverse a retirar la mano. Así aguantó, quieta, hasta el alba irreal de los sueños.
Muy temprano, Clara llamó de nuevo. Su voz transitaba ya entre el miedo y las ganas de apagarlo todo:
Mamá, lo siento, iré pronto; creo que no hace falta que vayáis ya. Todo va a ir bien.
Claro que sí, Clara, ya está mejor sonrió Ángeles, como si por fin comprendiera el idioma secreto de las madres Te esperamos, hija, todo está bien.
*****
Cuando llegó el primer nieto a la familia, Ángeles Martín se ofreció de inmediato a ayudar.
Sergio, emocionado, le besó la mano:
¿Ves, Clara? Y tú pensabas que tu madre no querría ayudarnos.
Ángeles, orgullosa, paseaba a Mateo por la casa comentando en voz baja:
Mira, Mateo, qué suerte tienes, con los mejores padres y unos abuelos que te adoran. Eres un afortunado, hijo mío.
Parece que, después de todo, era verdad aquel viejo refrán: el hombre no es nuez, no se descifra a la primera.
Sólo el amor, en la bruma rara de los sueños, sabe aclarar todo.







