—Lola, ¿es que has perdido el juicio? —Marisa dio un golpe en la mesa que hizo tintinear las tazas—. ¡Él te utiliza como un trapo! Hoy que vengas mañana que no, pasado otra vez necesaria.
—Marisa, es que no lo entiendes —respondió cansada Lola, removiendo el azúcar en su café—. Pablo es un hombre ocupado, tiene negocios, reuniones constantes. Cuando tenga tiempo libre, entonces nos vemos.
—¡Qué más da su negocio! —la amiga enrojeció de indignación—. ¡Ya tienes treinta y seis, Lola! ¿Hasta cuándo vas a ser su aeródromo de emergencia?
Lola frunció el ceño. Siempre Marisa y su forma de ir al grano, sin rodeos. Y la peor parte es que llevaba razón. Solo que esa verdad era tan punzante que preferiría no oírla.
—¿Y qué me queda? —preguntó en voz baja, mirando por la ventana del café—. Bellezas hay a montones, y yo… normalita. Pero práctica. No armo escándalos, no exijo, no pongo peros.
—¡Por Dios, escúchate a ti misma! —Marisa le agarró la mano—. ¿”Práctica”? ¿Qué eres, un felpudo? Tienes carrera universitaria, un buen puesto, piso en propiedad. Eres inteligente, buena persona, leal…
—Pero no guapa —la interrumpió Lola con una mueca amarga—. Y los hombres eligen primero con los ojos, ya lo sabes.
Marisa se recostó en la silla, negando con la cabeza, desconcertada. Veinte años de amistad y su amiga seguía sin creer en su propio valor. Desde la universidad igual: siempre en la sombra de las chicas llamativas, siempre plegándose, complaciendo, estorbando lo mínimo.
—¿Te acuerdas de Óscar, el de la facultad? —preguntó de repente Lola.
—Pues claro —contestó Marisa, alerta—. ¿Y eso?
—Es que me gustaba una barbaridad. Tres años persiguiéndole, dándole apuntes, echándole un cable en los seminarios. Pero ni se fijaba. En cambio, en cuanto apareció esa… ¿cómo se llamaba? Silvia Molina, ahí lo tienes orbitando alrededor.
—¡Pero si eso fue hace un siglo! —Marisa alzó las manos.
—Para mí como si fuera ayer —sonrió con tristeza Lola—. Entonces entendí la regla básica de la vida: las guapas lo tienen todo al momento; las demás debemos ser útiles. Prácticas.
—Lola, pero ese Óscar… ¿qué fue de él? ¡Un borracho fracasado! Y tu beldad Silvia se casó tres veces y divorció otras tantas. ¿Dónde quedaron ellos y dónde estás tú?
—Ellos viven —respondió Lola en un susurro—. Yo me voy apañando.
En ese momento sonó el teléfono. Lola miró la pantalla y al instante se animó.
—¿Diga, Pablo? Sí, estoy libre. Claro que sí, voy. ¿En una hora? Vale, te espero.
Marisa observó con desasosiego cómo la cara de su amiga se iluminaba, aparecida una alegría infantil, dispuesta a acudir a la primera llamada.
—Lola, no lo hagas —musitó—. Dile que estás ocupada.
—No puedo —Lola ya recogía el bolso—. Tiene libre dos horas entre reuniones. Hace tanto que no nos vemos…
—¡Hace cinco días!
—Ya es mucho —repitió testaruda, levantándose.
Marisa se quedó sola, siguiendo por la ventana la figura de su amiga que se alejaba. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cuándo se convirtió aquella mujer inteligente y con talento en apéndice de otra vida?
Y eso que antes era distinto. En la universidad, Lola, aunque no destacara por su físico, era el alma de la clase. Bromeaba, organizaba excursiones, ayudaba a todos con los estudios. Los chicos la querían… no como mujer, sino como la mejor amiga, la compañera fiel. La llamaban “Lola-hermano”. Y ella entonces se enorgullecía del apodo.
Tras licenciarse, entró como economista en una empresa seria, ascendió rápido. Se compró piso, coche. Sus padres se alegraban: su hija tenía futuro, estaba asentada. Solo que el amor nunca cuajaba.
El primer novio serio llegó a los veintiocho. Compañero de trabajo, Javier. Callado, tranquilo, formal. Lola fue feliz: por fin un hombre que la valoraba, la quería, no por su belleza sino por su carácter, por cómo era.
Estuvieron dos años. Lola empezó a insinuar boda, a mirar vestidos blancos. Entonces Javier conoció a una nueva empleada: una recién graduada, joven, mona.
—Mira, Lola —balbuceó él, escogiendo las palabras con esfuerzo—, tú eres estupenda, pero con Laura siento algo distinto. Tantísima pasión, una energía…
—Y conmigo estás a gusto, ¿verdad? —preguntó Lola entonces—. ¿Cómodo?
—Pues… sí —reconoció con franqueza—. Demasiada tranquilidad, quizá.
Ahí Lola lo comprendió para siempre: la belleza trae pasión, lo práctico solo trae costumbre. Y la costumbre puede cansar en cualquier momento.
Tras romper con Javier vinieron otros novios. Siempre igual: el hombre aparecía cuando le iba mal —tras un divorcio, un despido, una enfermedad. Lola curaba, cuidaba, apoyaba. Y cuando él se recuperaba, surgía alguna guapetona que se lo llevaba para siempre.
—Lola, tú lo entiendes —justificaba el último de esa calaña—: contigo estoy bien, pero falta ese… ya sabes… chispa.
Lo entendía. Demasiado bien.
Y entonces apareció Pablo. Un empresario de éxito, divorci
Al otro día, llamaría a Marina, con la lluvia repiqueteando ya en los cristales, decidida a honrar su propio valor y a construir una felicidad que solo dependiera de sus propios términos.