—No temas, no me quedaré mucho tiempo. Solo una semanita, hasta que encuentre un piso. No me echarás, ¿verdad? —dijo la hermana.
Marisa dejó el desayuno sobre la mesa y fue a despertar a su nieta. Natalia, de dieciocho años, adoraba dormir hasta tarde.
—Nati, levántate. Llegarás tarde a la universidad.
La joven murmuró algo ininteligible y se tapó la cabeza con la manta.
—¿Otra vez hasta tarde con el ordenador? Si te acostaras a su hora, no te costaría madrugar. No pienso dejarte en paz. Arriba. —Marisa le arrancó la manta de un tirón.
—Ay, abu… —protestó Natalia, pero finalmente se incorporó, bostezó y se estiró, alzando los brazos mientras se balanceaba sobre sus piernas esbeltas.
—Date prisa, que el té se enfría —la apuró Marisa, saliendo de la habitación.
—Estoy harta de todo —masculló Natalia, arrastrando los pies detrás de ella.
—Lo he oído. ¿Quién te tiene harta? ¿Yo, quizá? —Marisa se detuvo en seco y Natalia chocó contra ella—. Si lo repites, me ofenderé. Si no te gusta, siempre puedes irte con tu madre.
—Perdona, abu —Natalia le plantó un beso en la mejilla y salió corriendo al baño.
«Zorra —pensó Marisa, sacudiendo la cabeza—. Una mañana cualquiera de un día cualquiera. Así se va la vida sin darte cuenta —se dijo de pronto—. Ahora despacho a Natalia a la universidad y me pongo a trabajar. Menos mal que puedo teletrabajar. Con la pensión sola no llegaríamos».
Se sentó a la mesa y cogió un trozo de las sobras de la tortilla de ayer.
—Abu, ya te dije que no desayuno, y menos tortilla —se quejó Natalia desde atrás—. Me tomaré el té, pero la tortilla ni tocarla. —La nieta se sentó frente a ella, clavándole una mirada obstinada.
—Pues te la llevas para la uni. Estás en los huesos. Come, y punto. No puedes pasarte el día con el estómago vacío.
Natalia suspiró y le dio un mordisco al rectángulo de tortilla con cara de asco, como si estuviera masticando sapo.
Era la misma escena cada mañana. Había que convencerla —o chantajearla— para que comiese algo más. La maldita moda de estar delgada.
—Eso es, buena chica —Marisa recogió su taza y el plato vacío antes de que Natalia tuviera la tentación de dejar ahí su trozo a medio comer y los llevó al fregadero.
La chica terminó de masticar, se bebió el té de un trago y se escabulló de la mesa.
Marisa no había terminado de fregar cuando un ruido en el recibidor la sobresaltó. Se apresuró hacia allí.
—Lo sabía. No hace falta que me vigiles, no soy una niña. ¿Ves cómo voy bien abrigada? —Natalia se abrochó la chaqueta y se enrolló la bufanda al cuello. Antes de que su abuela pudiera intervenir, sentenció—: El gorro no me lo pongo.
—No tardes, que me pongo nerviosa. Y a mi edad los nervios no vienen bien —Marisa le habló ya a la espalda de su nieta, que salía disparada.
Con un suspiro, cerró la puerta con llave y se dirigió al cuarto de Natalia. «Otra vez la cama sin hacer». Era tan inútil luchar contra eso como obligarla a ponerse el gorro. Aunque accediese, en cuanto traspasaba la puerta lo guardaba en la mochila. «Bueno, quién si no la va a mimar como su abuela», pensó Marisa, mientras estiraba el cubrecama.
Entró en su habitación y se sentó frente al ordenador. Cuando llamaron a la puerta, miró el reloj: las doce. Se quitó las gafas y se frotó los ojos cansados. El timbre volvió a sonar, esta vez más insistente.
Al abrir, se encontró con una mujer bien cuidada, de edad indefinida, vestida con elegancia y lujo, los labios estirados en una sonrisa pintados de rojo intenso. Se quedó pasmada. La visitante también guardó silencio. Más que reconocerla, Marisa la adivinó.
—¡Lourdes! —exclamó, atónita.
La mujer sonrió aún más, mostrando unos dientes demasiado blancos y perfectos para ser naturales.
—Me preguntaba si me reconocerías —dijo su hermana—. ¿Puedo pasar? ¿O me dejarás en la puerta? —Lourdes levantó una maleta y un bolso voluminoso.
—Pasa. —Marisa se apartó, todavía aturdida por la sorpresa—. ¿De dónde vienes?
—De allí —respondió la hermana mayor, arrastrando la maleta al interior. Dejó el bolso en el suelo, ocupando casi todo el espacio del recibidor.
—He decidido volver a casa. Ya basta de vivir en tierras ajenas, todo tiene su límite. Veo que aquí sigue todo igual. —Lourdes escudriñó el recibidor con mirada aguda, notando el papel pintado desgastado y el linóleo raído.
—¿Vienes para quedarte? —preguntó Marisa, escurriéndose junto a la puerta para cerrarla.
—No te preocupes, no me quedaré mucho. Solo una semanita, hasta que encuentre piso. No me echarás, ¿verdad? —No era una pregunta, sino una afirmación—. ¿Vives sola? ¿Nunca te casaste? —Lourdes soltó una risa ronca, como si hubiese hecho un chiste.
—Vivo con mi nieta. Ahora está en la universidad.
—Vaya, qué mayor. ¿Y tu hija dónde está?
—Mi hija vive con su marido. Desvístete, que pongo la tetera. Perdona, no te esperaba; solo quedan restos de la tortilla de ayer. ¿Quieres? —gritó Marisa desde la cocina.
—Qué preguntas —sonrió Lourdes.
***
Nunca fueron cercanas, y los diez años de diferencia pesaban. Dicen que entre hermanas dura toda la vida la disputa de quién fue la favorita. Lourdes siempre tuvo un trato condescendiente —casi desdeñoso— con su hermana pequeña, como diciendo: «Nadie pidió que nacieses».
A Marisa le parecía que sus padres preferían a Lourdes. Ella acaparaba el cariño y la atención. Le compraban ropa nueva —era la mayor—, mientras Marisa heredaba sus prendas usadas.
Las peleas eran constantes. Marisa también quería vestidos bonitos y nuevos, pero nunca había dinero para ella.
—¡Mamá! Se ha puesto mi jersey sin permiso y lo ha manchado —gritaba Lourdes, lista para el instituto.
—No me he puesto tu jersey. Eres gorda, me queda tres tallas más grande. Tú lo manchaste y me echas la culpa. Lo que quieres es que te compren uno nuevo —se defendía Marisa.
Lourdes la golpeaba, y ella se refugiaba tras su madre.
—Basta. Te compraré otro jersey, pero dejad de pelear —prometía la madre.
Era justo lo que Lourdes buscaba. Miraba a su hermana con aire triunfal, le sacaba la lengua y le lanzaba el jersey viejo.
Cuando Lourdes se casó justo después del instituto, Marisa respiró aliviada. «Ahora todo será para mí». Pero no. Lourdes seguía pidiendo dinero: un abrigo nuevo, unas botas de moda carísimas. Su madre siempre accedía. Y para Marisa seguAl final, Marisa entendió que el tiempo perdido entre rencores nunca volvería, pero en el silencio del cementerio, frente a la lápida de Lourdes, encontró la paz de saber que, al menos, no se habían quedado sin despedirse.