No te preocupes, estaré poco tiempo. Me quedaré una semana mientras busco dónde quedarme. Espero que no me eches.

—No temas, no me quedaré mucho. Una semanita, hasta que encuentre un piso. No me echarás, ¿verdad? —dijo la hermana.

María dejó el desayuno sobre la mesa y fue a despertar a su nieta. A Marina, de dieciocho años, le encantaba dormir hasta tarde.

—Marina, levántate. Llegarás tarde a la universidad.

Marina murmuró algo y se cubrió la cabeza con la manta.

—¿Otra vez hasta media noche con el ordenador? Si te acostaras a tu hora, te despertarías sin problema. No pienso dejarte tranquila. Arriba. —María le arrancó la manta de un tirón.

—Ay, abu… —protestó Marina, pero al final se levantó, bostezó y se estiró, balanceándose sobre sus piernas esbeltas.

—Date prisa, el té se enfría —la apuró María antes de salir de la habitación.

—Estoy harta de todo —refunfuñó Marina, arrastrando los pies detrás de ella.

—Te he oído. ¿Quién te tiene harta? ¿Yo, quizá? —María se detuvo en seco, y Marina chocó contra ella—. Si lo repites, me ofenderé. Si no te gusta, siempre puedes irte con tu madre.

—Perdona, abu. —Marina le dio un beso en la mejilla y salió corriendo al baño.

«Zorra —María negó con la cabeza—. Una mañana cualquiera de un día cualquiera. Así se va la vida sin darte cuenta —pensó de pronto—. Ahora despido a Marina y me pongo a trabajar. Menos mal que puedo hacerlo desde casa. Con solo la pensión no llegaríamos».

Se sentó a la mesa y cogió un trozo de las sobras de la tortilla del día anterior.

—Abu, te dije que no desayuno, y menos tortilla —se quejó Marina desde atrás—. Me tomaré el té, pero la tortilla no. —La nieta se sentó enfrente, clavando una mirada obstinada en María.

—Pues te la llevas para más tarde. Estás en los huesos. Come, y punto. No vas a aguantar hasta la noche sin probar bocado.

Marina suspiró y dio un mordisco al rectángulo de tortilla con cara de asco, como si estuviera masticando una babosa.

Era la misma escena cada mañana. Meterle comida a Marina requería ruegos y chantajes. Maldita moda de estar delgada.

—Eso es. —María recogió su taza y el plato vacío, para evitar que Marina dejara allí su trozo a medio comer, y los llevó al fregadero.

La nieta terminó a regañadientes, apuró el té de un trago y se escurrió de la mesa.

Aún no había terminado de fregar cuando un rumor llegó desde el recibidor. María se apresuró hacia allí.

—Lo sabía. No me sigas, que no soy una niña. ¿Ves cómo voy bien vestida? —dijo Marina, abrochándose la chaqueta y enrollándose la bufanda en el cuello. Antes de que su abuela pudiera intervenir, añadió—: El gorro no me lo pongo.

—No tardes, que me preocupo. Y a mi edad, la preocupación no es buena —musitó María, ya dirigiendo las palabras a la espalda de Marina, que salía disparada.

Con un suspiro, María cerró la puerta y se dirigió al cuarto de su nieta. Otra vez la cama sin hacer. Era tan inútil insistir como con el gorro. Incluso si se lo ponía, lo guardaba en la mochila nada más salir. «Bueno, ¿quién va a mimarla si no su abuela?», pensó mientras estiraba la colcha.

María se sentó frente al ordenador en su habitación. Cuando llamaron a la puerta, miró el reloj: las doce. Se quitó las gafas y se frotó los ojos cansados. El timbre sonó de nuevo, más largo y exigente.

Al abrir, se encontró con una mujer bien cuidada, de edad indefinida, vestida con ropa cara y moderna, los labios pintados de un rojo intenso en una sonrisa tensa. Se quedó paralizada. La otra tampoco dijo nada. María más bien lo intuyó que lo reconoció.

—¡Carmen! —exclamó.

La mujer sonrió aún más, mostrando una dentadura demasiado perfecta para ser natural.

—Me preguntaba si me reconocerías —dijo la hermana—. ¿Puedo entrar? ¿O me dejarás en la puerta? —Carmen levantó una maleta y un bolso enorme.

—Pasa. —María se apartó, aún aturdida por la sorpresa—. ¿De dónde vienes?

—De allá —respondió la hermana mayor, arrastrando la maleta dentro y ocupando casi todo el recibidor con su equipaje—. He decidido volver a casa. Ya basta de vivir en tierras ajenas. Y vosotras seguís igual. —Su mirada escrutadora notó el papel pintado desgastado y el linóleo ajado.

—¿Te quedas para siempre? —preguntó María, cerrándole la puerta.

—No temas, no será mucho. Una semanita, hasta que encuentre piso. No me echarás, ¿verdad? —No era una pregunta, sino un hecho—. ¿Sigues soltera? —Carmen soltó una risa ronca, como si fuera gracioso.

—Vive aquí mi nieta. Ahora está en la universidad.

—Vaya, qué mayor. ¿Y tu hija?

—Mi hija vive con su marido. Quítate el abrigo, pongo la tetera. Perdona, no te esperaba, solo queda tortilla de ayer. ¿Quieres? —gritó María desde la cocina.

—Vaya pregunta —sonrió Carmen.

***

Nunca habían sido cercanas. Diez años de diferencia pesaban. Dicen que entre hermanas siempre hay rivalidad, que compiten por el cariño de los padres. Carmen siempre la había tratado con condescendencia, como diciendo: «Yo no pedí que tuvieras una hermana».

María estaba segura de que sus padres preferían a Carmen. Era ella quien acaparaba la atención, los regalos nuevos. A María le tocaban las sobras.

Las peleas eran frecuentes.

—¡Mamá! Se ha puesto mi jersey sin permiso y lo ha manchado —gritaba Carmen antes del colegio.

—No es verdad. A mí me queda enorme. Tú lo manchaste y me echas la culpa para que te compren otro —se defendía María, escondiéndose tras su madre.

Carmen la zarandeaba, y su madre mediaba:

—¡Basta! Te compraré otro jersey, pero dejad de pelear.

A Carmen le bastaba. Miraría triunfal a su hermana antes de tirarle el jersey viejo.

Cuando Carmen se casó justo después del instituto, María respiró al fin. Todo sería para ella. Pero no. Carmen volvía pidiendo dinero: un abrigo nuevo, botas carísimas. Su madre siempre cedía. Y a María le seguía faltando.

Un año después, Carmen se divorció y se casó con un madrileño. Visitas escasas, pero el dinero seguía sin sobrar. María sospechaba que su madre se lo enviaba. Con su segundo marido duró algo más, hasta que lo dejó por un actor guapo.

Tras la caída del régimen, el actor, fracasado en España, se fue al extranjero. Allí acabó en una gasolinera. Carmen no lo soportó. Lo cambió por un sueco anciano pero adinerado.

Llamaba poco, solo para decir que estaba bien, pero que no podía hablar mucho: «Es muy caro».

Eran tiempos difíciles. Su padre, incapaz de adaptarse, se hundió en el alcohol, perdió el trabajo y murió en una pelea. Su madre enfermó de pena. María entró en Económicas. Cuando Carmen llamó, su madre le pidió ayuda.

—No tengo —fue la respuesta. Mi marido controlaA pesar de todo, cuando María colocó flores en la tumba de Carmen ese invierno, sintió que, al final, las hermanas se habían reconciliado en el único idioma que ambas entendían: el silencio de la pérdida.

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MagistrUm
No te preocupes, estaré poco tiempo. Me quedaré una semana mientras busco dónde quedarme. Espero que no me eches.