No hay necesidad de esto
Concha llegó al trabajo visiblemente afectada. El día anterior se había finalizado su divorcio. Sus compañeros, todos conscientes de la situación, la vieron perdida y trataron de animarla:
– Conchi, ¿qué pasó para que te divorciaras de tu marido? No es el fin del mundo; no eres la primera ni la última. Eres fuerte y sacarás adelante a tus hijos. Y él se arrepentirá. Lo importante es que no te vengas abajo –le decía Carmen, que llevaba cinco años también divorciada.
– Carmen tiene razón –añadió Pilar–. Los hombres son así: si ven que la exesposa está deprimida, se alegran, piensan que sin ellos no puedes estar bien. Pero si ven que estás feliz y cuidada, les molesta. Se enfadan al ver que puedes vivir bien sin ellos. Así que, Conchi, ¡ánimo y todo irá bien!
Concha asentía, pero interiormente pensaba:
– Desde fuera se ve fácil, pero ¿cómo me las voy a arreglar con dos niños con un solo sueldo? Además, ellos quieren a su padre. Me tengo que acostumbrar.
Concha se divorció de Javier tras diez años de matrimonio. Un día, él volvió del trabajo y le dijo:
– Me voy con otra mujer. No tenemos nada más en común, no te amo. Algo pasó, dejé de quererte.
– Seguro que encontraste a una jovencita y te fuiste con ella, eres uno más como tantos otros…
– No, no es joven. Me voy con una mujer que tiene dos hijos.
– Así que dejas a tus hijos para criar a los de otra persona. Pues que te vaya bien. No vuelvas, no pienses que te perdonaré –respondió ella con toda tranquilidad mientras pensaba: “No verás mis lágrimas, traidor.”
Las lágrimas vinieron después, cuando cerró la puerta con sus cosas. Cuando se calmó un poco, pensó:
– ¿Cómo puede ser que mi marido se vaya con otra mujer que también fue abandonada por su marido? Es sorprendente que estemos en la misma situación. Sin embargo, esa mujer debería entender que es difícil quedarse sola con dos niños. Y aun así no le importó, a pesar de haber vivido lo mismo. No entiendo por qué tuvo que destrozar otra familia. ¿No había hombres solteros? Ahora vivimos en el mismo barrio y los niños ven a Javier a menudo.
Concha no tenía tiempo para sí misma, no se sentaba a llorar. Tenía que cuidar de sus hijos. Desde que se fue su padre, no les había llamado ni una vez. Ella no sabía qué decirles. En una ocasión le encontraron por la calle y corrieron hacia él:
– ¡Papá, papá! –y por la noche le esperaron en casa.
Concha habló mucho con ellos ese día, tratando de distraerlos, pero aún lo esperaban. Al día siguiente, Concha llamó a Javier:
– Podrías al menos pasar a ver a tus hijos o pasear con ellos. Si no quieres verme, puedo enviártelos. Te divorciaste de mí, no de ellos. Puedes esperarlos después del colegio, ellos no tienen la culpa de que tú hayas encontrado a otra persona. ¿Cómo se lo explico?
Pero Javier pacientemente escuchó y, sin más, colgó. Fue entonces cuando Concha entendió que los niños no le importaban. Con el tiempo, los niños se acostumbraron a vivir sin su padre, dejaron incluso de recordarlo. Cuando lo veían por la calle, simplemente pasaban de largo.
Concha siempre intentó entretener a los niños. Los fines de semana, si no tenían otras actividades, los llevaba al parque, al cine, a exposiciones infantiles. Los días fríos se quedaban en casa y ella los distraía con alguna actividad. A veces hacían repostería juntos. Les daba masa y decía:
– Haced lo que queráis, dejad volar vuestra imaginación.
Y los chicos hacían animalitos, cubos, bolitas. Cuando estaban listos, buscaban sus “obras de arte” y las comían felices, compartiéndolas con su madre. Fue difícil para Concha, le dolía por sus hijos, pero tenía que seguir adelante y criarlos. Al menos, los niños sacaban buenas notas y no se metían en problemas. Los maestros siempre elogiaban su comportamiento en las reuniones de padres.
Una tarde de invierno, Concha se apresuraba a volver a casa desde el trabajo y, cerca de su portal, resbaló y cayó. Un hombre salió del coche que estaba estacionado y la ayudó a levantarse. El paquete de alimentos que traía no se rompió y él se lo entregó.
– Buenas tardes –dijo con simpatía.
– ¿Qué tienen de buenas si me he caído? –respondió ella enfadada, pero enseguida se recompuso y añadió amablemente–. Hola y gracias.
El hombre, al ver que le dolía la pierna, comentó:
– ¿Le ayudo? ¿Qué le pasa a la pierna?
– No sé, parece que está bien, al menos no está rota. Duele un poco por el golpe.
– Déjame acercarte a casa –insistió él–. No te preocupes, no soy peligroso. Me llamo Luis. Estoy por aquí de casualidad… o quizás no. Quizás intuía que te caerías –bromeó.
Concha sonrió un poco:
– No, gracias. Vivo allí enfrente, justo cruzando la calle. Así que llegaré. No te preocupes, Luis. Soy Concha. Hasta luego.
Luis la observó mientras se dirigía a su casa cojeando un poco, y sólo se marchó cuando la vio entrar en el edificio.
Unos días después, Concha volvía del trabajo y vio nuevamente a Luis, esta vez con un ramo de flores y sonriendo.
– Hoy sí que espero que sea una buena tarde, ¿Concha?
– Sí, esta vez sí –respondió ella con una sonrisa.
– Este es para ti –le entregó el ramo.
– Gracias, ¿pero por qué me lo das?
– Sin motivo especial, sólo para alegrarte. Te extrañé y pensé en verte. Quizás de nuevo soy necesario, así que vine.
– Gracias, pero hoy camino bien. No caigo a cada paso –rió Concha.
Poco a poco se enredaron en una conversación y Luis la invitó a un café.
– Hoy no puedo, Luis. Los niños están en casa, y no saben que llegaré tarde. Vamos a dejarlo para mañana. Tengo dos hijos, por si… te lo piensas…
– Está bien. Mañana entonces. Te recogeré después del trabajo. ¿Dónde trabajas? Podrías avisar a tus chicos de que te retrasarás. Lo entiendo… Yo también tuve dos…
Al día siguiente, mientras tomaban café, Luis le contó su historia:
– Tuve una familia: esposa y dos hijos. Un fin de semana ellos se fueron al pueblo, pero yo no pude acompañarlos porque trabajaba en un proyecto. Volvían del pueblo con un vecino de allá, cuando una ventisca nos sorprendió y el coche patinó bajo un camión. Perdí a todos mis seres queridos. Fue hace seis años. Vivo solo desde entonces –terminó con tristeza.
– ¡Qué duro debió ser perder a toda tu familia así! Lo siento mucho. Perdona que te haga recordar.
– Me he acostumbrado. Fue muy difícil durante los primeros tres años, no encontraba mi lugar. Ahora sólo deseo una familia. Y es complicado encontrar eso…
– Y yo pensando en mi tristeza porque mi esposo se fue con otra, pero… esto…
Concha sintió una profunda empatía por Luis, casi como si estuviera en su lugar. Internamente oró: “Dios mío, que todos estén bien y sanos”. Esperaba ya que Luis hiciera una propuesta.
Se siguieron viendo y Luis se dio cuenta de que Concha y sus hijos podían ser la familia que anhelaba. Los niños aceptaron bien a Luis, y pasaban mucho tiempo con él. Apenas le dejaban un momento a solas con Concha, pero a él le encantaba, y a ella también. Observaba con ternura cómo los niños disfrutaban de la presencia masculina y compartían con él sus travesuras y novedades.
Llegó el momento en que Luis le propuso matrimonio y Concha, que ya lo anticipaba, lo aceptó con alegría.
– Claro que sí, querido, acepto casarme contigo –se alegró, y Luis brillaba de felicidad.
Pasaba el tiempo y vivían felices como una familia, aunque Concha no pudiera tener más hijos. Luis cuidaba de los suyos como si fueran propios.
Concha narraba a sus colegas:
– Ahora siento como si siempre hubiéramos vivido juntos. Es como si mi exmarido nunca hubiera estado, a veces parece que mis hijos son de Luis.
Pasaron algunos años y, curiosamente, su exmarido, Juan, llamó tras todo ese tiempo. Sabía que Concha estaba casada, con una nueva familia. Los había visto varias veces juntos con Luis. Vio en su rostro la felicidad, una dicha que irradiaba hasta cegar, mientras ella brillaba con luz propia.
Concha contestó la llamada y Juan propuso empezar de nuevo. Ella rió y contestó:
– Después de haberme quitado el peso de la tristeza y el desasosiego por los niños, y tras haber encontrado la felicidad, ¿piensas que volveré a ti? Ya casi ni recordaba que existías. Soy feliz como nunca lo fui, con Luis tengo una familia auténtica. Nosotros ya no pensamos en ti, ni los niños siquiera te recuerdan. Luis es su padre, él se ha ganado su amor. No te necesitamos. No eres nadie para nosotros, no llames más.
– Pero me siento mal sin ustedes y… –intentó hablar Juan.
– Pero nosotros estamos bien. Adiós.
Tal vez, si hubiera llamado años antes, ella habría apreciado su gesto. Sin embargo, ahora no. Recordó lo que le decían sus compañeros: que algunos hombres, si ven que su exesposa es feliz sin ellos, no pueden soportarlo. Y algunos, aunque se separan, siempre consideran que sus exesposas son suyas. No piensan que alguien más pueda ocupar su lugar y que ellas también tienen derecho a rehacer su vida.