No te hagas la tonta. ¿Dónde escondió la madre el anillo? ¿O fuiste tú la que lo tomó? ¡Habla!

—No te hagas la tonta. ¿Dónde guardó mi madre el anillo? ¿O fuiste tú quien lo cogió? ¡Habla! —Pablo le apretó con fuerza los hombros a Lucía.

Lucía nunca había sido de las bonitas. Cuando su abuela vio a su nieta recién nacida en el hospital, preguntó cómo pensaba llamarla su hija.

—Clarita —respondió su madre con ternura.

—Pero las Claras son preciosas, y esta niña, perdóname que te lo diga, no será una belleza. Llámala Lucía. Así se llamaba tu bisabuela —suspiró la abuela.

En el parvulario, todas las niñas eran monas, de ojos grandes, mejillas sonrosadas y labios de cupido enmarcados por rizos rubios. Lucía, en cambio, era desgarbada, delgada, con un pelo lacio del color del ratón que se le electrizaba y se le ponía de punta.

—Pobrecilla, lo va a pasar mal con esa fachada. Lo tiene crudo para casarse. Ya te dije que eligieras mejor al padre. ¿Pero tú qué haces? —decía la abuela mientras le hacía unas trenzas finísimas, incapaces de sostener los lazos.

—¡Mamá, déjala! Ya mejorará con la edad —contestaba su madre.

A los doce, Lucía no había mejorado. Alta como un poste, con un corte de pelo masculino, destacaba en clase… pero por los motivos equivocados. Los chicos la llamaban «espárrago». Se volvió callada, sin amigos, refugiándose en los libros.

En bachillerato, no fue a la fiesta de Navidad. El vestido que compró en verano ya no le entraba.

—¿Qué haces en casa? —preguntó su madre al llegar del trabajo.

—¿Para qué me tuviste? ¿Para sufrir toda la vida? Los chicos me llaman espárrago, nadie me saca a bailar… ¡Soy un espantajo! —gritó Lucía entre lágrimas.

—Cariño, la belleza no lo es todo —intentó calmarla su madre.

—¿Y qué es lo importante? ¿El dinero? Con dinero se compra hasta la belleza. Pero nosotros no tenemos. No me casaré ni tendré hijos. No quiero que mi hija sufra como yo.

—¿Y mi carácter? Tú misma dijiste que es horrible. ¿Cómo va a ser bueno si nadie me quiere? Huyen de mí como de la peste. ¿Por qué no elegiste un padre más guapo?

Tras la escuela, Lucía entró en enfermería. Las enfermeras le parecían ángeles de batas blancas, con el pelo oculto bajo el gorro. Allí no la llamarían «espárrago».

Se graduó con matrícula. Los pacientes la adoraban. Hacía las inyecciones con destreza y escuchaba las quejas de los ancianos del servicio de medicina interna. A veces llegaban jóvenes, como Román, treintañero, que no paraba de rondarla. Un día la besó en el quirófano, prometió llevarla al cine… pero nunca llamó.

—Boba. Está casado —dijo la enfermera jefa.

—Lo dices por envidia.

—Mira su ficha: «Casado». Y tiene el número de su esposa.

—Pero ella nunca vino a visitarlo —protestó Lucía.

—Por eso te buscaba a ti. Tú le llevabas comida, fruta… Su mujer acaba de dar a luz.

Lucía lloró en silencio. La enfermera jefa la abrazó. —Ya te llegará tu momento. A los hombres les gustan las enfermeras: sabemos cuidar y pinchamos bien.

En el hospital, una paciente mayor, Carmen, nunca recibía visitas.

—¿Por qué no viene nadie? —preguntó Lucía.

—Mi marido murió hace diez años. Mi hijo vive lejos, con su familia. No quiero molestarlo.

—Pero… ¿qué hay más importante que su madre?

—Ya me las arreglaré, cariño.

—Déjeme ayudarla —insistió Lucía. Después del alta, la visitaba a diario: le compraba comida, limpiaba, la acompañaba. Carmen vivía en un piso enorme.

—Mi marido era militar, general. Viajamos mucho. Al final, nos dieron este piso… pero él no pudo disfrutarlo.

—¿Y su hijo? Con lo grande que es la casa…

—Su nuera quería dividirla. Yo me negué. Mi hijo y yo nos enfadamos. Mi marido no lo superó.

Además, años atrás, un alto cargo le regaló un anillo con un diamante único. Carmen lo guardaba. Su hijo lo quería, pero su marido deseaba donarlo a un museo.

—Aquí está. Puedes tocarlo.

—Es pesado…

—Nunca lo autenticó. Temía que, si era falso, se llevaría un disgusto. Y si era real, los coleccionistas lo buscarían.

Lucía siguió visitando a Carmen. Un día, la anciana le mostró la ropa para su entierro.

—¿Y su hijo? ¿Su teléfono? Si pasa algo…

—No los tengo. Mi marido los tiró.

Pero llegó el día temido: Carmen sufrió un derrame. Lucía la encontró demasiado tarde. La enterró con sus ahorros, sin poder avisar a su hijo.

Dos semanas después, recibió una llamada. El hijo de Carmen, Pablo, había llegado.

—¿Por qué no volvió? ¡No sabía cómo localizarlo!

—Discutimos en mi última visita. Mi madre tenía razón sobre mi ex… pero lo entendí tarde.

Lucía, conmovida, le contó todo. Pablo le agradeció su ayuda.

—Me voy —dijo Lucía.

—Quédate —rogó él, tomándola de la mano.

—Bien.

Pasaron tardes juntos. Pablo hablaba de su arrepentimiento. Lucía se enamoró. Él prometió reformar el piso, casarse… Ella, feliz, no notó que él revisaba los muebles.

Hasta que un día, tras una ducha, oyó a Pablo al teléfono:

—Paciencia. Tiene que confiar en mí… No seas celosa. Lo nuestro es puro teatro. Si la vieras… Flaca, feúcha… En seis meses, el piso será mío.

Lucía, destrozada, fingió un resfriado y se marchó.

Dos días después, volvió. Pablo había revuelto la casa: armarios abiertos, ropa tirada… Buscaba el anillo.

—¿Dónde lo guardó mi madre? —gruñó, agarrando a Lucía.

—No sé de qué hablas.

—¡No mientas! —La sacudió, pero el timbre del teléfono la salvó.

Mientras Pablo hablaba, Lucía miró el retrato del general. Algo le dijo que ahí estaba la respuesta. Con sigilo, levantó el marco… y encontró el anillo escondido.

Se lo llevó, escapó y lo donó al museo, como Carmen hubiera querido.

En el autobús, lloró. No por Pablo, sino por sí misma.

«Basta. No confiaré en nadie más. Siempre me queda adoptar. Nadie heredará mi fealdad o mi mala suerte. Pero no hay prisa… Solo tengo veintiocho».

Y siguió camino al hospital, donde sus pacientes la esperaban… junto a sus jeringuillas.

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No te hagas la tonta. ¿Dónde escondió la madre el anillo? ¿O fuiste tú la que lo tomó? ¡Habla!