**Diario de un Corazón Esperanzado**
Tú, Tania, no te enfades conmigo, pero no voy a vivir contigo.
¿Y si lo intentamos, Sergio? Tania lo miró fijamente, casi sin parpadear, con las mejillas sonrosadas.
Ya lo he dicho todo, Tania
Irene Martínez nació cuando Sergio cursaba primero de primaria. Recordaba perfectamente a su madre, Larisa, la belleza reconocida en todo el pueblo, con su enorme vientre, y a su orgulloso padre, Jorge. Luego, Larisa empujaba el cochecito por el portón, y a él le entraban ganas de asomarse Entonces le parecía un milagro.
Sergio creció, e Irene también. Pronto la veía salir corriendo de casa con un vestido colorido y un gran lazo en su melena castaña. Jugaba con sus amigas, construyendo casitas junto al jardín. Todo esto lo observaba Sergio desde la ventana de su casa, justo enfrente de la suya.
Sergio, ¿acompañarías a Irene al colegio? le pidió Larisa un día. Y así, durante casi un año, se convirtió en el protector de la pequeña Irene.
Al principio caminaban en silencio, hasta que ella, incapaz de aguantar más, empezó a contarle historias de clase. Sus jornadas terminaban antes, y ella esperaba pacientemente a que él saliera. A veces, Sergio iba con sus compañeros, e Irene caminaba junto a ellos. Se acostumbró tanto que por las mañanas la esperaba en el portón y, al verla, le tomaba la mano hasta llegar al colegio.
Al año siguiente, en septiembre, Irene le pidió en voz baja que la dejara ir con sus amigas. Desde entonces, las niñas iban delante, y Sergio seguía a cierta distancia, vigilando, listo para ayudar. Y llegó el momento: un gato callejero, arqueando el lomo y bufando, asustó a las niñas. Sergio se interpuso, y ellas pasaron corriendo con risas.
Pero al año siguiente, Sergio se fue a estudiar a un pueblo vecino y solo volvía los fines de semana. Luego ingresó en la escuela de navegación y sus visitas se hicieron más escasas.
Mamá, ¿quién es esa? preguntó Sergio una noche, apartando la vista de la cena al ver salir del portón de los Martínez una joven alta y hermosa.
¡Es nuestra Irene! su madre sonrió al mirar por la ventana.
¿Cuándo creció tanto? se sorprendió.
El tiempo pasa suspiró su madre con dulzura. Cada vez que la veo, me alegro. ¡Lo mejor de sus padres está en ella!
La vio varias veces más, siempre a escondidas, agradeciendo la cortina que lo ocultaba. Una vez, llevando cubos de agua al pozo, el viento jugó con su blusa, dejando ver su figura esbelta Otra mañana, vestida de traje, iba a hacer exámenes. Hasta le entraron ganas de acompañarla de nuevo.
Pero lo que lo dejó sin aliento fue su voz. La escuchó mientras ayudaba a su padre a arreglar la valla: «¡Con esa voz, la iría a buscar al fin del mundo!».
Una tarde, al ir por agua, se encontró con ella en el pozo.
¡Hola! fue Irene quien habló primero, clavándole el corazón.
Hola, Irene respondió él, sintiéndose torpe.
Los cubos se llenaban lentamente, y él no encontraba palabras.
Aquella vez, Sergio se marchó con una pena escondida. Por fin, se había enamorado.
Luego vino el servicio militar y su destino en Santander.
***
La próxima vez que volvió, lo hizo con esperanza. Soñaba con confesarle sus sentimientos Ya tenía la edad suficiente.
El primer día lo pasó descansando del viaje, y luego vinieron los quehaceres. Su padre tenía siempre una lista interminable: leña que cortar, el suelo del establo que cambiar Las dos semanas pasaron volando.
De vez en cuando, miraba hacia el portón de los Martínez, siempre cerrado. Larisa y Jorge entraban y salían, pero Irene no aparecía.
Mamá, ¿dónde está Irene? preguntó al fin.
Está estudiando. Se fue a la ciudad.
Así que esa vez, Sergio se marchó con las manos vacías.
Al año siguiente, la vio una sola vez, pero no le gustó lo que vio. Desde su escondite, la observó caminar con un muchacho alto y desgarbado. Él contaba chistes, reía, y ella lo miraba con una sonrisa que a Sergio le resultó molesta.
Después supo que se había casado con él y vivían en la capital de la comarca.
En sus visitas, a veces la veía y lo peor, la oía.
Sergio, deja de sufrir, ya no eres un niño dijo su madre, que parecía haber adivinado su tormento.
¿Se nota tanto?
Claro que sí. Veo cómo la miras. Encuentra a alguien en Santander, así te tranquilizas. Como dice el refrán: «Buena es Mencía, pero no es mía». ¡No pienses más en ella!
Lo intento, pero no puedo
***
Con los años, sus visitas se espaciaron. La vida militar lo llevó por toda España, siempre a guarniciones lejanas. Sin ataduras, buscaba los puestos más duros, como si quisiera castigarse.
Así se perdió el funeral de su padre, llegando solo al noveno día. Cuatro años después, repitió la historia con su madre.
La vecina Larisa lo recibió con la llave de la casa. Ella había enviado el telegrama.
Al día siguiente, fue al cementerio, arregló las tumbas y limpió la casa. Entre los recuerdos, encontró un periódico amarillento.
En la foto estaban él e Irene, caminando al colegio. Un reportero los había capturado, creyéndolos hermanos.
Antes de irse, acordó con Larisa y Jorge que cuidarían la casa y usarían el huerto.
Ahora Irene no tendrá que comprar patatas en la ciudad. Con Valerio sin trabajo, el dinero escasea se quejó Larisa.
¿Cómo está ella? preguntó él, tratando de sonar indiferente.
Mal. Viven en casa de la tía de Valerio. Él bebe, los maltrata
¿Por qué lo aguanta?
Dice que por amor. Yo creo que la tía le echó un mal de ojo susurró Larisa. Viven de la pensión de la tía y del sueldo de Irene, que cose bolsos. A veces le pagan con ellos. Valerio los vende para beber.
Sergio rechazó un bolso al principio, pero al final lo aceptó. Bien hecho, jamás habría imaginado que era obra de Irene.
***
Tras dejar el ejército, volvió al pueblo. Reformó la casa, instaló ventanas nuevas, cavó un pozo
Trabajaba en la ciudad y solo lo veían al ir y venir. Sin amigos, su vida transcurría en soledad.
¡Eh, dueño! ¿Tan pronto cierras? oyó una voz femenina.
Era una mujer mayor, sonriendo.
¿No me recuerdas? preguntó. ¡Fui tu profesora!
¡Doña Carmen! la reconoció al fin.
Así que has vuelto a casa.
Sí, ya era hora.
Pero te falta una dueña dijo con picardía.
Es cierto
De tu clase hay dos divorciadas y dos viudas. Mujeres buenas, pero faltan hombres como tú.
Le habló de sus antiguas compañeras, pero ninguna despertó su interés.
¡Mira qué opciones! insistió ella.
Lo pensaré
Piénsalo, Sergio. Un hombre como tú, solo No está bien.
Al marcharse, cerró el portón. No