—Mamá, ya no puedo seguir así —murmuró Lucía mientras miraba por la ventana el cielo gris cubierto de nubes espesas.
—¿Qué dices? ¿Veintidós años aguantando y ahora no puedes? —Valentina alzó las manos, su rostro surcado de arrugas se contrajo de indignación—. ¿Te has vuelto loca a estas alturas? ¿En qué estás pensando?
Lucía sonrió con amargura. ¿En qué pensaba? En las noches en vela esperando a su marido de sus “reuniones de trabajo”. En las miradas desdeñosas que le lanzaba durante la cena. En cómo la llamaba “vieja remilgada” delante de sus amigos y luego reía, como si fuera una broma inocente.
—Pienso que quiero vivir para mí, por fin —respondió en voz baja.
—¿Para ti? —su madre soltó una risa corta—. ¿Y qué será de mí? ¿Dónde voy a ir? ¡Con mi pensión apenas me da para el pan! Entre paréntesis, Sergio nos mantiene a las dos.
Lucía sintió un nudo en la garganta. Siempre igual: apenas hablaba de sí misma, y su madre le echaba en cara deudas, obligaciones, culpa. Cadenas que arrastraba desde siempre.
—He encontrado trabajo, mamá. De contable en una empresa privada.
—¿Qué? —Valentina se dejó caer en una silla, llevándose una mano al pecho—. ¿Por eso ibas a esos cursos? ¿Lo tenías todo planeado a mis espaldas?
—No estoy obligada a…
—¡Sí, obligada! —la voz de su madre subió de tono—. ¡Yo te crié, pasé noches sin dormir! ¡Te di la vida! ¿Y ahora quieres echarlo todo por la borda? ¿Por tus caprichos?
En el recibidor se oyó el portazo. Sergio había llegado. Sus pasos pesados resonaron como una sentencia. Lucía apretó los puños, sintiendo las uñas clavarse en las palmas.
—¿De qué discuten, señoras? —su voz, como siempre, goteaba miel cuando había testigos—. Valentina, gritas tanto que los vecinos vendrán a quejarse.
—¡Tu esposa se ha vuelto loca! —su madre se volvió hacia él al instante—. ¡Dice que quiere divorciarse y trabajar!
Sergio giró despacio hacia Lucía. Algo frío y serpentino brilló en sus ojos.
—¿Ah, sí? —arrastró las palabras—. ¿Y desde cuándo se te ocurrió esto, cariño?
Lucía sintió un escalofrío. Conocía demasiado bien ese tono: dulce en apariencia, pero cargado de amenaza.
—No se me ocurrió. Lo decidí —su voz sonó más firme de lo que esperaba.
—¡Decidir ella! —su madre levantó las manos otra vez—. ¡Dile algo, Sergio! ¡Seguro es la menopausia, ya no tiene juicio!
—¡Mamá! —Lucía se volvió de golpe—. ¡Basta! Tengo cincuenta y dos años, y no estoy loca. Solo quiero dejar de…
—¿Dejar de qué, mi vida? —Sergio se acercó, su sonrisa no llegaba a los ojos—. ¿No te gusta el piso? ¿O el coche? ¿O te faltan joyas?
—Para ya —Lucía retrocedió hacia la ventana—. Sabes perfectamente que no es eso.
—¿Entonces qué? ¿Esa secretaria joven con la que lo viste? —intervino Valentina—. ¡Bah! Todos los hombres tienen sus debilidades. ¡Aguanta, como hacemos todas!
Algo se rompió dentro de Lucía. “Aguanta”. ¿Cuántas veces lo había escuchado? Aguanta los insultos, las humillaciones, las infidelidades. Aguanta porque es lo normal, porque “piensa en tu madre”.
—Sabes qué, cariño —Sergio se sentó en el brazo del sillón, cruzando las piernas—, hablemos claro. Tú sabes que sola no sobrevivirás. ¿Quién te contrata a tu edad? ¿Quién te va a querer?
—¿Nadie? —Lucía soltó una risa que hizo temblar a Valentina—. Tienes razón, Sergio.
Llevas años repitiéndomelo: que no valgo nada, que nadie me quiere, que debo agradecer cada migaja que me das.
—Hija mía —su madre intentó cogerle la mano—, estás exagerando…
—No, mamá —Lucía apartó la mano con suavidad pero firmeza—. Por primera vez en años, veo las cosas claras. Y me voy.
—No vas a ningún lado —escupió Sergio, perdiendo su falsa dulzura—. ¿Olvidaste que el piso está a mi nombre? ¿O quién paga las medicinas de tu madre?
—Ah, ya —Lucía sintió una calma extraña—. Por fin muestras tu verdadera cara. Ni siquiera disimulas delante de mamá.
—Lucía, hija —Valentina se llevó una mano al pecho—, ¿me abandonarás? ¿A dónde irás?
—Tengo un piso. Lo alquilé hace una semana.
—¿Qué? —exclamaron ambos al unísono.
—Sí, imagínense. Pequeño, en las afueras. Pero es mío. Bueno, alquilado, pero mío.
Sergio soltó una carcajada:
—¿Y con qué dinero piensas pagarlo? ¿Con el sueldo de una contable improvisada?
—No soy improvisada —dijo Lucía con serenidad—. Terminé los cursos con matrícula. Y me han contratado en un buen puesto.
—¡Traidora! —gritó su madre—. ¡No te crié para que vivas en un cuarto alquilado! ¿Qué dirá la gente?
—La gente, la gente… —Lucía negó con la cabeza—. Toda tu vida te importó el qué dirán. Nunca lo que yo dijera.
Entró en el dormitorio y sacó una maleta ya preparada. Sergio le bloqueó el paso:
—¡No te vas a ninguna parte!
—Apártate —su voz sonó como acero—. Voy a pedir el divorcio. Y no intentes amenazarme: tengo grabaciones de tus chantajes y pruebas de tus infidelidades. ¿Crees que a tus socios les gustará el escándalo?
Sergio palideció. Nunca lo había visto tan desconcertado.
—Estás… mintiendo.
—Ponlo a prueba —Lucía sonrió—. Veintiocho años guardé silencio. Reuní cada prueba de lo que escondías. ¿Creías que era tonta? No, cariño. Solo esperé a que los niños crecieran.
—¡Los niños! —gimió Valentina—. ¿Y qué pensarán? ¡Vas a deshonrar a la familia!
—Lo saben, mamá. Hablé con ellos la semana pasada. ¿Sabes lo que me dijo Ana? “Mamá, llevo años esperando este momento”.
El silencio se hizo denso. Valentina se dejó caer en el sillón, moviendo los labios sin sonido. Sergio apretaba y soltaba los puños.
—¿Así que lo tenías todo planeado? —masculló—. Pero recuerda: si te vas, no vuelvas. Y no ayudaré a tu madre.
—No hace falta —Lucía cerró la maleta—. Yo me haré cargo.
—¿Cómo podrás? —Valentina se puso de pie—. ¿Y mis pastillas? ¿Y el alquiler? ¡Con mi pensión no llego!
—Mamá, ya te dije: tengo trabajo. Te ayudaré en lo que pueda.
—¿En lo que puedas? —su madre se llevó las manos a la cabeza—. ¿Y si te despiden? ¡A tu edad…!
—¡Basta! —la voz de Lucía retumbó—. ¡Deja de hablar de mi edad como si fuera una inválida! No soy una anciana, soy una mujer en plenitud. Y merezcoY mientras la luz del atardecer entraba por la ventana, madre e hija se abrazaron, comprendiendo por fin que el verdadero amor no exige sacrificios, sino valentía para ser libres.