No soy una criada para mi suegra

No soy la criada de mis suegros

¿Fregar el suelo en casa de mis suegros? ¡Ni hablar, gracias! Yo, Lucía, a mis treinta y ocho años, he decidido que ya es hora de vivir para mí, no de andar trapeando su casoplón. Mis suegros, Manuel Antonio y Carmen Rosa, tienen noventa y dos y ochenta y tres años, y claro, a su edad ya no pueden con las tareas del hogar. Mi marido, Javier, su único hijo, nació cuando ellos ya pasaban de los cuarenta, y ahora todos me miran como si fuera la salvadora oficial. ¡Pero yo no firmé para ser su asistenta! Los vecinos cotorrean, mis suegros insinúan, y yo he plantado bandera: mi tiempo es mío, y punto.

Llevamos diez años casados, y todo este tiempo he intentado ser la nuera perfecta. Mis suegros no son malas personas, pero vaya, tienen su carácter. Manuel Antonio, a pesar de los años, sigue vivaracho: camina con bastón, lee el periódico y adora contarme historias de su juventud. Carmen Rosa está más frágil, casi siempre en su sillón, tejiendo o viendo culebrones. Su casa es enorme, antigua, con suelos de madera y un montón de habitaciones que se niegan en redondo a alquilar o vender. “Este es nuestro nido”, dicen. Y yo no tendría problema… si ese “nido” no se hubiera convertido en mi quebradero de cabeza.

Al principio, iba a su casa, limpiaba, cocinaba, los llevaba al médico. No me importaba, pensaba que sería algo temporal. Pero los años pasaban y sus exigencias aumentaban. Ahora, cada vez que vamos, Carmen Rosa me mira el suelo con cara de pena y suspira: “Ay, Lucita, aquí hace falta un repaso, qué polvo”. Y Manuel Antonio remata: “Claro, tú eres muy hacendosa, ya te encargarás”. ¿Hacendosa? ¡Soy responsable de marketing, tengo dos niños, una hipoteca y mil cosas! ¿Cuándo he firmado para ser su personal de limpieza?

La semana pasada llegamos al límite. Fuimos un fin de semana y, nada más entrar, Carmen Rosa me entregó un cubo y una fregona: “Lucía, pásale un trapo al suelo, que yo ya no puedo con las piernas”. Me quedé de piedra. ¿Ahora soy la empleada oficial? Me excusé con educación: “Carmen Rosa, hoy no puedo, me duele la espalda y tengo un montón de cosas”. Ella frunció el ceño y Manuel Antonio masculló: “La juventud de ahora no quiere trabajar”. ¿Que no quiero trabajar? Yo recojo a los niños del cole, reviso deberes, ceno a la carrera… ¡y ellos me llaman vaga!

Le dije a Javier que no pienso seguir fregando su casa. Él, como siempre, intentó mediar: “Cariño, son mayores, les cuesta. ¿Tanto es limpiar una vez?” ¿Una vez? ¡Si es cada vez que vamos! Le recordé que tienen su pensión y podrían pagar a alguien, pero él solo suspiró: “Ya sabes que no les gusta que entre gente extraña”. ¿Extraña? ¿O sea, yo no lo soy y por eso pueden mandarme? Le solté el ultimátum: o contratamos ayuda o yo no vuelvo a tocar una fregona. Javier prometió hablar con ellos, pero ya sé que se dejará convencer.

Los vecinos, por supuesto, ya están al tanto. En nuestro pueblo los rumores vuelan. La otra día me encontré a Doña Pilar, la vecina de mis suegros, y me soltó: “Lucía, ¿cómo es posible que no ayudes a tus pobres suegros? ¡Ellos lo dieron todo por Javier!”. Casi le contesto: “¿Y yo no lo doy todo por mi familia?”. ¿Por qué todo el mundo cree que debo dedicar mi vida a su casa? Respeto a Manuel Antonio y Carmen Rosa, pero no soy su sirvienta. Tengo mi propia vida, mis sueños. Quiero apuntarme a yoga, irme de vacaciones con los niños, leer un libro sin pensar en suelos ajenos.

Propuse un trato: iríamos a ayudar con la compra, llevarlos al médico, pero lo de limpiar… fuera de mi lista. Carmen Rosa puso mala cara: “¿Quieres meter a desconocidos en casa?”. Y Manuel Antonio añadió: “Pensábamos que eras como una hija”. ¿Una hija? ¡Las hijas no son limpiadoras gratis! Me contuve, pero por dentro hervía. ¿Nadie piensa en cómo me siento? Toda mi vida intentando complacer a todos, y ahora que quiero vivir para mí, ¿eso está mal?

Mi amiga Laura, cuando me quejé, me dijo: “Lucía, tienes razón. Pon límites o te acabarán pisando”. Y así lo hice. Ya no cojo su fregona. Si quieren casa limpia, que contraten a alguien… o que llame Javier. Él, por cierto, tampoco se ofrece voluntario, pero la culpa siempre es mía. Hasta he pensado en mudarnos a otra ciudad para escapar de tanta presión. Pero de momento, me conformo con aprender a decir “no”. Y sabes qué… se siente genial.

Que murmuren los vecinos, que refunfuñen mis suegros. No quiero ser la nuera que se desvive por quedar bien. Manuel Antonio y Carmen Rosa han vivido mucho, son fuertes. Yo no soy su apéndice, tengo mi propio camino. Y si para recorrerlo debo soltar la fregona, pues allá ellos. Mi tiempo es ahora, y no pienso malgastarlo con cubos y lejía. Que Javier elija de qué lado está: si con su familia… o con las expectativas de sus padres.

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