No soy su padre.

Hace muchos años, aún recuerdo el eco frío en aquella entrada de mármol. “Él no es mi hijo”, declaró el millonario. “Recoge tus cosas y vete. Los dos.” Su dedo apuntó la puerta mientras su mujer, ahogada en lágrimas, apretaba contra sí al bebé. Si él tan solo hubiese sabido…

Fuera, la tormenta competía con el huracán dentro de aquella mansión. Elvira permaneció inmóvil, los nudillos pálidos por la fuerza con que abrazaba al pequeño Rodrigo. Su marido, Gonzalo Delgado, potentado y cabeza del linaje Delgado, la fulminaba con una ira desconocida en diez años de matrimonio.

—Gonzalo, te lo suplico —musitó Elvira, la voz quebrada—. No hablas en serio.

—Sé muy bien lo que digo —replicó él—. Ese niño… no es sangre mía. La prueba de sangre se hizo la semana pasada. Los resultados no engañan.

La acusación dolió más que una bofetada. Las rodillas de Elvira casi flaquearon.

—¿Una prueba… a mis espaldas?

—Fue necesario. No tiene mi semblante, ni mis gestos. Y no podía sordear los murmuraciones.

—¿Murmuraciones? ¡Gonzalo, es un crío! ¡Y es tu hijo! Lo juro por todo lo santo.

Mas Gonzalo ya sentenciaba.

—Tus enseres irán a la casa de tu padre. No regreses aquí. Jamás.

Elvira se demoró un instante, anhelando que fuese otro arranque pasajero, de esos que amainaban al día siguiente. Mas la frialdad en su voz no dejaba fisura a la duda. Volvió la espalda y salió; recordaba aún cómo sus tacones repicaban sobre el mármol con los truenos por cortina.

Elvira creció en la sencillez, mas accedió a los privilegios al casarse con Gonzalo. Era elegante, reposada e inteligente—todo lo que ensalzaban las revistas y mordía la alta sociedad. Pero nada de eso valía ya.

Mientras el coche de caballos la llevaba de vuelta, con Rodrigo, a la casita de su padre en el pueblo, su mente daba vueltas. Fue fiel. Amó a Gonzalo, estuvo a su vera cuando los mercados se vinieron abajo, cuando la prensa lo deshizo, hasta cuando su madre suya la desdeñó. Y ahora, la echaban como a un extraña.

Su padre, Martín Castillo, abrió la puerta, anegados los ojos al verla.

—¿Elvira? ¿Qué sucedió?

Cayó en sus brazos. —Asegura que Rodrigo no es suyo… Nos expulsó.

La mandíbula de Martín se tensó. —Entra, hija.

En los días siguientes, Elvira se habituó a su nueva vida. La casa era humilde, su cuarto de soltera casi intacto. Rodrigo, ignorante de todo, jugueteaba y gorjeaba, dándole treguas de paz entre la pena.

Mas algo no cesaba de rondarla: la prueba de sangre. ¿Cómo podía no ser ésta cierta?

Desesperada por respuestas, fue al laboratorio donde Gonzalo mandó el examen. Ella también tenía tratos—y algún que otro favor pendiente. Lo que averiguó le heló el alma.

La prueba había sido falseada.

Mientras, Gonzalo se hallaba solo en su mansión, atormentado por el silencio. Se repetía haber hecho cuanto debía—que no podía criar al hijo de otro. Pero la culpa le roía las entrañas. Esquivaba el aposento de Rodrigo, mas un día la curiosidad pudo. Al ver la cuna vacía, la jirafa de trapo y los zapatitos minúsculos en el anaquel, algo dentro de él se resquebrajó.

Su madre, Doña Ágata, no ayudaba.

—Ya te previne, Gonzalo —dijo, sorbiendo su chocolate—. Esa Castillo nunca fue de nuestro calibre.

Pero hasta ella quedó sorprendida cuando Gonzalo no contestó.

Pasaron los días. Luego una semana.

Y entonces arribó una carta.

Sin remite. Solo un pliego y una fotografía.

Las manos de Gonzalo temblaron leyendo.

“Gonzalo,
Te equivocaste. Y en grande.
Querías pruebas—aquí las tienes. Hallé los resultados primigenios. Tu prueba fue alterada. Y esta foto la encontré en el estudio de tu madre… Bien sabes lo que significa.
—Elvira.”

Rate article
MagistrUm
No soy su padre.