Ay, te cuento lo que pasó. Cuando mi suegra, Carmen López, salió un momentito de la cocina, mi suegro, Vicente Martínez, se giró hacia mí y me soltó en tono de orden: “Lucía, ve a calentarme ese pollo que ya está frío”. Me quedé helada, ¿en serio creía que era su criada? Si lo quieres caliente, hazlo tú, pensé gritar, pero en vez de eso, mientras acariciaba al gato que se me enredaba entre las piernas, le respondí: “Vicente, no soy la sirvienta, caliéntelo usted”. Me miró como si hubiera insultado al rey, y yo sentí cómo me hervía la sangre. Aquello no era solo lo del pollo, era un límite que no iba a cruzar.
Con mi marido, Álvaro, vivimos aparte, pero todos los domingos vamos a cenar con sus padres. Carmen cocina de vicio, y me encanta ir a charlar, probar sus croquetas caseras y escuchar sus historias. Vicente suele estar callado, sentado a la cabecera como un general, resoplando más que hablando. Ya me acostumbré a que le guste dar órdenes: “pásame la sal”, “quita los platos”… Pero solía ignorarlo, pensando: son costumbres, qué le vas a hacer. Pero esta vez se pasó.
Esa noche estábamos cenando pollo asado con patatas. Carmen, como siempre, iba y venía sirviéndonos más, y yo la ayudaba a recoger. Cuando salió al patio a por la limonada, Vicente vio su oportunidad. Yo estaba acariciando a su gato, Bigotes, que ronroneaba en mi regazo, cuando me soltó el: “¡Calienta el pollo!”. ¿Que si me había oído mal? Me miró como si debiera levantarme corriendo hacia el microondas. ¡Pero si yo llegaba cansada del trabajo, con mi vestido bonito, de visita, no de empleada!
Mi respuesta lo dejó patidifuso. Frunció el ceño y masculló algo así como: “Esta juventud no respeta nada”. ¿Respeto? ¿Y el mío? No me importa ayudar, pero aquello fue una orden, como si fuera su mucama. Carmen volvió, notó el ambiente y preguntó: “¿Qué pasa?”. Intenté explicarme, pero Vicente me cortó: “Nada, que Lucía no quiere ayudar a un viejo”. ¿Ayudar? ¿Ahora calentar pollo es una hazaña? Respiré hondo y le dije: “Carmen, yo ayudo siempre, pero no soy la criada”.
De vuelta a casa, se lo conté a Álvaro. Él, como siempre, intentó quitarle hierro: “Cari”Al día siguiente, mientras Bigotes se enroscaba en mis pies, decidí que la próxima vez le diría a Vicente con una sonrisa: ‘Tiene dos manos y un microondas, ¿no?'”.