Todo empezó con el momento más bonito: el nacimiento de mi nieta. Yo, como madre y abuela que soy, me volqué en ayudar: noches sin dormir, paseando a la niña, planchando sus bodis, preparando purés y bañitos. Creía que era mi deber, mi forma de apoyar a mi hija y su familia con todo el cariño del mundo. Recordaba lo agotador que eran esos primeros meses de maternidad y lo sola que me sentí a veces.
Pero con el tiempo, mi ayuda empezó a darse por sentada. Mi hija y su marido me veían como un servicio gratuito. Primero me pedían que cuidara a la peque un par de horas, luego una tarde entera, después fines de semana completos. Cada vez más seguido escuchaba: “Mamá, quédate con Lucía, que tenemos un curso”, “Mamá, como estás en casa, ¿puedes recogerla de la guarde?”, “Mamá, hoy vamos al gimnasio, haz el favor”.
Y yo lo hacía. ¿Cómo iba a decir que no? No podían dejar a la niña sola. Pero empecé a darme cuenta de que aquello ya no era un favor ocasional, sino una obligación constante. Sus planes no incluían consultarme; daban por hecho que yo me adaptaría.
Hace poco pasó algo que colmó mi paciencia. Mi hija me llamó para decirme que tenían una cena de empresa y que Lucía no iría a la guardería porque estaba un poco resfriada. Su marido, según ella, se había ido de pesca con los amigos, y ella no podía faltar a la fiesta por motivos de trabajo. Guardé silencio, preparé mis cosas y me llevé a la niña. Porque, al fin y al cabo, es mi nieta y la quiero. Pero por dentro ardía de rabia por lo injusto que era todo.
Y hoy ocurrió lo que terminó por romper el vaso. Mi hija me llamó toda contenta para anunciarme que ella y Adrián se iban a Turquía. Dos semanas. Le dije que me alegraba por ellos y pregunté: “¿Os lleváis a Lucía?”. Su respuesta me dejó helada:
—¡No, claro! Tú te quedas con ella. Ya tenemos los billetes y el hotel todo incluido.
Nada más. Ni una pregunta, ni pedirme opinión. Simplemente lo dieron por hecho. Ni siquiera se molestaron en saber si yo tenía planes o no. Al parecer, las jubiladas no tenemos vida ni deseos propios, solo nietos y cocina.
Cogí el teléfono y, con calma pero firmeza, le dije:
—Ana, no soy tu niñera. Ni vuestra asistenta. Sois adultos, tenéis una hija, y eso es vuestra responsabilidad. Si queréis viajar solos, o la lleváis con vosotros o buscáis a alguien más. Yo tengo mis planes: con mi amiga Carmen me iba a un balneario. Reservamos hace un mes.
Al otro lado del teléfono hubo un silencio. Y luego comenzaron los gritos. Mi hija me llamó egoísta, una mala abuela, que “todas las abuelas normales desean pasar tiempo con sus nietos” y que solo pensaba en mí. “¿Qué vas a hacer tú, sentarte delante de la tele?”, me soltó.
Estoy harta de justificarme. No estoy obligada. Ayudaba por amor, no por deber. Pero cuando el amor se convierte en abuso, hay que poner límites.
Sí, estoy jubilada. Pero eso no significa que mi vida haya terminado. Tengo planes, ilusiones, cansancio, salud que cuidar… ¿Por qué nadie me preguntó si quería pasar dos semanas enteras sola con una niña, sin descanso, sin dormir bien? ¿Por qué tengo que sacrificarme por sus vacaciones?
Amo a mi nieta. Pero no permitiré que usen ese amor para aprovecharse de mí. Y si por eso tengo que enfadar a mi hija, pues que así sea. La familia de verdad se basa en el respeto, no en el interés.
Dije “no” por primera vez en mucho tiempo. Y sentí como si un peso se quitara de mis hombros. Porque no soy una niñera. Ni una sirvienta. Soy madre. Y soy una mujer con derecho a vivir su vida.