No soy ni niñera ni sirvienta
Tengo 62 años, vivo en Buenos Aires y recientemente viví una situación que me partió el corazón. Mi hija, Sofía, y su marido, Javier, decidieron que debo dedicar mi vida a cuidar de su hija, mi nieta Lucía. Siempre intenté ser una buena abuela, pero ahora mi paciencia se ha agotado. Me negué a ser su niñera gratuita, y esto provocó una tormenta de indignación. ¡No soy niñera, ni criada, y también tengo derecho a mi propia vida!
Cuando Sofía dio a luz a Lucía, me apresuré a ayudarla en todo lo que pude. Cuidaba a la niña, la llevaba a pasear, la alimentaba, lavaba su ropa… Todo para que mi hija pudiera descansar un poco. Sé lo difícil que es ser madre joven, y quise apoyar a mi familia. Pero con el tiempo, mi ayuda empezó a darse por sentado. Sofía y Javier actuaban como si fuera su empleada personal. Se apuntaron al gimnasio, iban a cursos, salían con amigos, y dejaban a Lucía en mi casa con un simple: «Quédate con ella, tenemos cosas que hacer». Ni siquiera les importaba si yo tenía mis propios planes. Estoy jubilada, ¡y caramba!, me merezco descansar y disfrutar de mis pequeños placeres.
Sofía podía llamarme a mitad del día y soltar: «Tienes que recoger a Lucía del jardín de infancia porque hay una cena de empresa y Javier se fue de pesca». Me enfurecía, pero igual iba a buscar a mi nieta… ¡No iba a dejarla sola! Amo a Lucía, pero esta situación empezó a agobiarme. Me sentía usada, como si mi tiempo y mis deseos no importaran.
Hoy ocurrió lo que colmó el vaso. Sofía me llamó emocionada para decirme que van a viajar dos semanas a Miami. Al principio pensé que llevarían a Lucía con ellos, pero entonces entendí que planeaban dejármela sin siquiera preguntarme. ¡Lo daban por hecho, como si no tuviera voz! La sangre me hirvió. No pude callarme más y le dije claramente a Sofía que no soy su niñera. Si quieren viajar, que lleven a su hija o busquen otra solución.
Le pregunté por qué tomaron esa decisión sin consultarme. Su respuesta me dejó helada: «Estás jubilada, total no tienes nada que hacer». Fue como una bofetada. Le expliqué que tengo mis planes: voy a ir con mi amiga Carmen a un balneario en la costa para descansar al fin. ¡Que se ocupen de su hija o resuelvan, pero no soy su empleada!
Nuestra conversación terminó en pelea. Sofía me llamó «la peor abuela», y yo apenas contuve las lágrimas. No entiende lo mucho que duele escuchar eso después de todo lo que hice por ellos. Amo a mi nieta, pero no puedo sacrificar mi vida entera por los caprichos de otros. No soy niñera ni sirvienta; soy una mujer que también merece felicidad. Ahora me enfrento a una elección: defender mis límites o ceder de nuevo por la paz familiar. Pero algo sé con certeza: así no puede seguir.
Al final, comprendí que el amor no es sinónimo de permitir que otros pisoteen tu dignidad. A veces, decir «no» es el mayor acto de amor propio.